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Las agresión bélica de Israel y el patrimonio del sionismo

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Cuando el presidente estadounidense Bill Clinton llegó a Sharm el Sheik, Egipto, para participar en una reunión de urgencia convocada para ponerle fin a dos semanas y media de pugna, la política de Israel ya se parecía más y más a la de una camarilla militar que ha perdido todo sentido de la realidad política.

Los apologistas del régimen israelita han hecho todo lo posible para que la responsabilidad por la explosión palestina caiga sobre los hombros de Yassir Arafat, presidente de la Organización para la Liberación Palestina (OLP). Pero las circunstancias que culminaron en dos semanas de sangre prueban que fueron fuerzas derechistas dentro del mismo gobierno israelí que provocaron la violencia; fuerzas a las que el Primer Ministro Ehud Barak capituló.

El comportamiento de las fuerzas armadas israelitas, que ha dejado a 3,000 palestinos heridos y a otros 100 muertos—e incluido el uso de helicópteros bombarderos para disparar cohetes teledirigidos contra pueblos palestinos—es sintomático de una dirigencia política que ha perdido la razón. Hasta los aliados de Israel en EE.UU. y Europa se han quedado asombrados. Esta perplejidad, evidente en los círculos más destacados del imperialismo mundial, apareció en un editorial del Financial Times que caracterizó como “locura” al ataque que los helicópteros israelitas desataron contra las oficinas centrales de Arafat.

En la política, lo que parece locura tiene una lógica objetiva bien definida. Como siempre, para comprender por qué los acontecimientos del Medio Oriente han ocurrido de tal manera, hay que comenzar con un análisis del fondo histórico.

Los gobiernos occidentales y los medios de prensa ordinariamente presentan la lucha que se desenlaza únicamente en términos del conflicto israelita-palestino, o como si fuera una batalla entre Israel y un bloque árabe monolítico. Pero los redactores titulares que asaltan a los palestinos con palabras tronantes porque éstos se atrevieron a rebelarse contra la represión militar serían mejor servidos si analizaran de manera seria las situación actual de la sociedad israelita y las condiciones históricas que la han producido.

La índole del estado israelí

Lo que actualmente se desenlaza en Israel es producto de contradicciones políticas e ideológicas muy profundas dentro del estado sionista mismo. Hace ya hace más de cincuenta años desde que Israel se estableció. Su fundación se arraigó en la catástrofe que diezmó a los judíos europeos durante los 1930 y los 1940 y que culminó en el holocausto nazi, el cual aniquiló a seis millones de ellos.

Esto fue consecuencia horrible de la derrota que la clase obrera sufrió a manos del fascismo. La degeneración estalinista de la Unión Soviética y de la Tercera Internacional, además de la mano traidora de la burocracia en la lucha por el socialismo mundial, fueron, desde el punto de vista político, responsables por la victoria del fascismo. Además, los métodos represivos del Kremlin y el tono anti semítico de su política jugaron un papel sumamente importante en desacreditar al socialismo ante los intelectuales y trabajadores judíos.

En los 1920, los judíos y los árabes de Palestina, inspirados por la revolución rusa, se habían unido para formar el Partido Comunista Palestino (PCP) y abogaban por una lucha unida por el socialismo contra la naciente burguesía judía y los feudalistas árabes. A través de la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores árabes y judíos lucharon juntos contra el mismo opresor extranjero, culminando en la formación de varias organizaciones obreras en las cuales colaboraban. El PCP podría haber desafiado con éxito a los sionistas, pero la política divisiva de la burocracia estalinista y sus maniobras con los poderes imperialistas prohibió que este desafío se desarrollara sanamente. El PCP por fin sufrió una escisión étnica antes de terminar la Segunda Guerra Mundial.

El sionismo obró para canalizar el desánimo y la desesperación que la destrucción casi total de los judíos europeos produjo en una campaña cuyo objetivo era asegurar el establecimiento de un estado judío separado, lo cual se logró con la partición de Palestina bajo el protectorado británico.

Millones de personas en todos los rincones del mundo, horrorizadas por los crímenes que los nazis habían cometido contra el pueblo judío, simpatizaban con el establecimiento del estado de Israel. A este se le alabó como nación nueva y progresista dedicada a la formación de un hogar democrático y hasta igualitario para el pueblo europeo y del mundo que había sufrido la opresión más terrible.

Pero el estado sionista nunca podía cumplir tales promesas. Israel se estableció a través del combate militar para expulsar a los habitantes árabes de sus tierras. Esta lucha comenzó con una campaña terrorista que intimidó y terminó en el destierro de más de 750,00 palestinos de sus hogares. El estado de Israel se estableció sobre un principio fundamental: la supremacía de los intereses étnicos y religiosos judíos sobre los de los musulmanes árabes. Los gobernantes políticos sionistas de Israel y sus apologistas pintaron de anti semita a toda persona que criticara esta política tan anti democrática y represiva

Para justificar la creación de Israel, los dirigentes sionistas, cuya insignia principal era “Tierra sin pueblo para pueblo sin tierra”, negaron la existencia del pueblo palestino por cuarenta años. En las proclamaciones oficiales, la tierra que llegó a convertirse en Israel carecía de casi toda población antes que llegaran los colonizadores judíos.

Desde el primer día de su existencia, pues, Israel ya estaba en guerra con sus vecinos árabes y era incapaz de desarrollar una sociedad verdaderamente democrática. No existía ninguna separación entre el estado y la religión judía y, por lo tanto, ningún concepto de ciudadanía que le extendiera derechos iguales a todos. Israel pronto se convirtió en un fuerte armado. Ahora era un medio a través del cual Los Estados Unidos podía ejercer sus intereses en el Medio Oriente a cambio de enormes subvenciones cuyo objetivo principal era fortalecer el aparato militar israelita.

La guerra árabe-israelí de 1967

Inevitablemente, las contradicciones que existían entre la propaganda oficial y la realidad social tenían que salir al sol. La guerra árabe-israelí de 1967 fue fundamental para la evolución de Israel; sus ramificaciones todavía influyen los sucesos que hoy se despliegan. La aserción de Israel que era la débil y la desamparada, forzada a defender sus fronteras contra vecinos más poderosos, se desenmascaró decisivamente cuando ocupó las tierras que le pertenecían a Jordania, a Siria y a Egipto: el Banco Occidental del Río Jordano, las Cimas de Golan y la Franja de Gaza. Colonias judías comenzaron a establecerse en las zonas ocupadas del Banco Occidental y la Franja de Gaza. Según el pretexto oficial, las colonias ofrecían una barrera de protección temporaria, pero la oposición derechista del Partido Likud exigía—y todavía exige—que éstas se incorporaran al estado de Israel.

La necesidad de cultivar una población colonizadora sionista que simpatizara con la extrema derecha dentro del territorio ocupado ha tenido un impacto duradero sobre la política y la sociedad israelita. Esta población, en conjunto con grupos ultra ortodoxos alentados por la propaganda basada en justificaciones pseudo bíblicas, se ha convertido en la base socio-política de la cual han surgido tendencias semi fascistas en los círculos militares y políticos.

Los colonizadores constituyen una facción militante y gritona cuyos intereses sociales están íntimamente vinculados al gobierno israelita en los territorios ocupados y a la perpetuación de la maquinaria militar del país. Estas capas se han fortalecido con la ola de inmigrantes procedentes de Los estados Unidos y luego de Rusia, quienes se sintieron atraídos a Israel debido a la perspectiva explícitamente anti socialista y patriotera de ésta; perspectiva que ha proyectado de manera más y más abierta desde 1967.

Durante las últimas dos décadas, las tensiones socio-políticas dentro de Israel se han exacerbado debido al cisma creciente entre los ricos y los pobres cuyas bases se encuentran en el desempleo que aumenta y en los sueldos que caen. Cuando la mayoría de la población comenzó a enajenarse de la política oficial, el estado extendió su dependencia sobre los colonizadores derechistas y los fanáticos religiosos ultra nacionalistas. Hoy día, ningún partido puede formar un gobierno sin el apoyo de ellos. Por más de una década han derrotado toda tentativa para llegar a un pacto con los palestinos, aun cuando la burguesía israelita y Washington llegaron a considerar semejante acuerdo era esencial para que Israel continuara su existencia.

Las masas palestinas nunca aceptaron ser refugiados permanentes. Que la Organización para la Liberación de Palestina surgiera luego de la guerra de 1967 fue una expresión de las ansias por una solución justa a su situación y por el regreso a sus tierras. Los sionistas reaccionaron con ataques; pintaron a la OLP de terroristas y los llamaron agentes de poderes extranjeros. Israel rehusó con intransigencia reconocer la existencia de un pueblo palestino.

Israel a menudo ha reiterado que se vio obligada a lanzar sus acciones militares porque necesitaba proteger sus fronteras contra poderes árabes hostiles. Pero esta aserción quedó irremediablemente desenmascarada cuando ganó una victoria decisiva contra Egipto, Siria y otros poderes árabes en octubre de 1967. El resultado de esa guerra dejó a Israel como poder indisputable de la región. Desde ese entonces, todas las guerras de Israel han tenido de blanco a los palestinos.

La piedra angular de la estrategia sionista quedó destrozada cuando reventó la intifada en 1987. Esto fue un movimiento revolucionario embrionario que Israel no pudo suprimir sin tratar de obtener la asistencia de la OLP con promesas de concesiones y, eventualmente, cierta forma de una patria natal.

La amenaza revolucionaria que la intifada planteó coincidió con cambios económicos mundiales que rindieron imposible toda noción de preservar, a fuerza de armas, un estado israelita aislado política y económicamente. La clase gobernante israelí por largo tiempo se había enfrentado el doloroso costo social y económico de la ocupación; es decvir, a los gastos militares y all status de paría que Israel había adquirido por todo el mundo árabe y en otros países. El callejón sin salida ocasionado por la ocupación de los territorios frenó la expansión de los vínculos económicos entre los árabes y los israelitas. Estos lazos se habían considerado esenciales para el desarrollo de la economía israelita durante una época en que las corporaciones se veían obligadas a producir mercancías por encima de barreras nacionales y vender sus productos en el mercado mundial.

Luego del colapso de la Unión Soviética, Los Estados Unidos, para asegurar su propia hegemonía y conservar la estabilidad de una región riquísima en petróleo, emprendió nuevas relaciones con los regímenes árabes que anteriormente habían sido pro soviéticos. Los frutos iniciales de esta política se cosecharon cuando los regímenes árabes le brindaron apoyo tácito a la guerra de EE.UU. contra Iraq en 1991.

Los Estados Unidos le advirtió a Israel que a menos que ésta se acostumbrara a las nuevas realidades que surgieron después de la Guerra Fría en el medio oriente y entrara en un acuerdo con sus vecinos, Washington no continuaría financiando su presupuesto indefinidamente. Los gobernantes de Israel se vieron obligados, pues, a participar en negociaciones arbitradas por EE.UU. para acercarse más a sus contrapartes árabes y ofrecerle a los palestinos cierto reconocimiento.

Siete años de fracaso

No obstante, desde Oslo en 1993 hasta el Campamento David este año, ningún gobierno israelita se ha preparado para—o ha sido capaz de—llegar a un acuerdo realmente democrático sobre la cuestión palestina. Cualquier concesión—sujeta a muchas restricciones—que se le diera a los palestinos ha terminado por abrir enormes grietas políticas en el estado y sociedad israelitas.

Por siete años, la explosión de la oposición derechista en Israel repetidamente ha frustrado de negociaciones. Todo esfuerzo diplomático se ha tropezado con la necesidad de reconciliar a las masas palestinas con las exigencias del régimen sionista que éstas denieguen sus propios derechos democráticos básicos. La oposición israelita a cualquier concesión significante es muy profunda; explica por qué, en las negociaciones, los israeltas a menudo han exigido que Arafat se haga directamente responsable por reprimir al pueblo palestino. A fin de cunetas, estas exigencias sólo han servido para desacreditar a Arafat ante amplias capas de las masas palestinas.

Los sectores políticos derechistas que dominan la élite sionista han manifestado con consistencia que cualquier concesión a los palestinos equivale a alta traición. El primer golpe contra el Acuerdo de Oslo fue el asesinato, en noviembre de 1995, de su firmante, Yitzhak Rabin, Primer Ministro del gobierno Laborista. En las elecciones que siguieron, el Partido Likud, bajo el mando de Benjamín Netanyahu, llegó al poder por medio de la estrategia de alentar el miedo y los sentimientos anti árabes entre los judíos israelitas. Natanyahu pasó tres años tratando de sabotear todo acuerdo final con la OLP.

La victoria electoral aplastante de Ehud Barak en mayo del año pasado expresó que muchos israelitas ordinarios, crecientes en número, querían la paz. Pero su gobierno, que dependía de los partidos religiosos y tenía terror a ser acisado de venderse, alcanzó el poder cojeando desde el primer día.

Ningún acuerdo democrático con los palestinos es posible sin declarar a Jerusalén ciudad abierta, permitiéndole a los palestinos que regresen a sus hogares solariegos y establezcan una soberanía árabe-judía sobre toda la Tierra Santa. Pero para Israel esta propuesta es profundamente odiosa. Las propuestas que Barak ha presentado han evadido todas estas cuestiones fundamentales. El miedo que Barak le tiene a desatar la oposición derechista le ató las manos desde el principio; ni siquiera pudo correr el riesgo de nombrar a su gobierno los partidos árabe-israelitas que cuentan con 20% del voto popular porque le habría costado el apoyo de los socios ortodoxos en su coalición. Bajo el látigo del Likud y con el respaldo de EE.UU., Barak exigió que Arafat aceptara propuestas que constituían una sentencia de muerte para la OLP.

Antes de entrar en las negociaciones del Campamento David, la negativa de Israel en hacerle concesiones a los palestinos se convirtió en rehén de maniobras conscientemente destructivas por parte de elementos de extrema derecha, quienes toda la historia de Israel había forjado, sobretodo durante el período después del 1967. Bajo presión de estas capas, el gobierno de Barak se desplomó debido a las defecciones de su propio partido y de los socios derechistas en su coalición. La desilusión aumentó entre aquellos israelitas que se habían esperanzado con que Barak lograría la paz.

Con la élite estadounidense preocupada por la campaña electoral presidencial, el Likud decidió que había llegado el momento decisivo para barrer con toda oportunidad de llegar a un acuerdo. Ariel Sharon, dirigente del Likud, provocativamente visitó el Templo del Monte bajo intensa protección militar, y las fuerzas israelitas prosiguieron con la matanza de los palestinos.

Barak rehusó condenar la provocación de Sharon y culpó a Arafat de la violencia que no se podía controlar. El gobierno de Barak y el Likud ambos parecen haber calculado de antemano que la visita de Sharon resultaría en una sublevación, la cual podrían usar contra Arafat. Pero colectivamente calcularon mal la intensidad de la ira y de la oposición que se desencadenaron. Barak le dio su apoyo completo al Likud.

Una perspectiva nueva

La transformación repentina de la postura pública de Barak—de conciliadora a belicista—ha mostrado que ningún sector de la élite política israelita es capaz de poner a un lado los métodos represivos policiacos que han caracterizado al estado sionista desde sus comienzos. La diplomacia de los poderes occidentales tampoco han podido ponerle fin a las atrocidades sionistas. Es imposible reconciliar la existencia de naciones que se basan en el exclusivismo étnico, racial o religioso con la democracia genuina. Los esfuerzos del imperialismo para mantener semejante estado en Israel, a la vez que le implora que conceda derechos democráticos limitados a los palestinos, han sido inútiles.

El carácter fundamentalmente reaccionario de la perspectiva nacionalista sionista ha encontrado su expresión más avanzada. Casi una década después del tan llamado “proceso de paz”, Israel se encuentra mucho más cerca a una guerra total contra los palestinos que durante cualquier momento de su historia reciente. Es posible que todavía pueda desatar una conflagración que consuma a todo el Medio Oriente. La desintegración y la posibilidad una guerra civil amenazan a la sociedad israelita misma. Hay indicios cuya veracidad aumenta que los árabes israelitas—20% de la población—por primera vez le brinden su apoyo a los palestinos.

En Israel, son los hombros el movimiento obrero, de los activistas que abogan por los derechos democráticos y de los intelectuales socialistas que llevan el peso de levantar oposición a mayor derramamiento de sangre. Todo el que se ha comprometido a lograr la paz con sus vecinos árabes tiene que reconocer que esta causa es incompatible con darle apoyo al aparato del estado sionista o a la ideología nacionalista que lo engendró. No importa las ilusiones que estas capas hayan tenido antes, el estado israelí ha comprobado que en nada se distingue del viejo régimen segregacionista del África del Sur.

La alternativa está bien clara: o se le entrega toda la iniciativa política a Sharon y a sus compinches y se hacen preparaciones para una catástrofe militar y una sangrienta guerra civil, o se busca la manera de unir a los judíos y a los árabes sobre un programa democrático, secular y socialista para formar Los Estados Socialistas Unidos del Medio Oriente en el cual todos los pueblos de la región puedan vivir en armonía.