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Marcha zapatista a la Ciudad de México termina en acuerdo con el Presidente Fox

Siete años después de entablar una lucha armada contra el ejército mexicano que dejó 200 muertos en el estado de Chiapas, al sur del país, el movimiento guerrillero zapatista se ha ido por la senda familiar de transformarse en instrumento político del establecimiento gobernante de México.

La “larga marcha” a la Ciudad de México del Ejército Nacional Zapatista de Liberación el mes pasado culminó en una campaña de cabildeo para enmendar la constitución con cambios que le concedan autonomía formal a la población indígena del país, que llega a 10 millones.

Como dijo Carlos Marx, la historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. En 1915, Emiliano Zapata, del estado Morelos en el sur del país, entró en la capital cabalgando a la cabeza de un ejército de campesinos indios desterrados. Ahí se encontró con el ejército campesino norteño de Pancho Villa. Los dos dirigentes pasaron al Palacio Nacional, donde se detuvieron brevemente para ser fotografiados en el trono presidencial. Al no saber como disponer del poder que le había caído en las manos, regresaron a sus regiones de origen y dejaron la consolidación del estado en manos de la nueva burguesía mexicana y de lo que eventualmente llegaría a conocerse como el Partido Revolucionario Institucional, que gobernó por décadas.

El mes pasado, los zapatistas, quienes tomaron el nombre del heroico dirigente campesino del siglo pasado, siguieron la misma ruta a la Ciudad de México en un autobús alquilado que llevaba 24 personas disfrazadas con máscaras de esquiar. La clase gobernante mexicana, en vez de fugarse de la capital o esconderse temblando detrás de las puertas como lo habían hecho en 1915, recibió a los ex guerrilleros con los brazos abiertos, llevándolos como ovejas a la Cámara de Diputados donde pronunciaran discursos que varios reaccionarios politiqueros pro capitalistas tildaron de “históricos” y “afirmantes”.

Antes del viaje a la Ciudad de México, los zapatistas y su dirigente, el Subcomandante Marcos, repetidamente habían declarado que eran “radicales, no revolucionarios”. Insistieron que no tenían ningún interés en derrocar el estado mexicano o en suplantar el orden social actual.

El Presidente Vicente Fox, dirigente del Partido de Acción Nacional (PAN), invitó a los zapatistas a la capital, garantizándoles el salvoconducto y exhortándolos a que se quedaran todo el tiempo que quisieran. Fox, quien recibiera el respaldo de los sectores más poderosos de la clase gobernante mexicana y de Washington en las elecciones del año pasado, inmediatamente accedió a dos de las exigencias del grupo: la liberación de los prisioneros zapatistas y el desmantelamiento de varias bases militares cerca de su pueblo en la selva.

Fox también declaró su apoyo para que toda una serie de propuestas constitucionales negociadas entre los zapatistas y una comisión parlamentaria en 1996 se conviertan en ley. Legisladores del partido de Fox y del Partido Revolucionario Institucional, que rigió a México por 70 años ininterrumpidos antes de la victoria del PAN el año pasado, se han opuesto a varias de estas propuestas.

Los zapatistas lanzaron sus acciones armadas en 1994 para coincidir con la puesta en práctica de la NAFTA [Acuerdo del Mercado Libre de América del Norte], el cual, advirtieron ellos, destruiría más a fondo lo que todavía les quedaba del mercado agrícola controlado por la producción campesina. Irónicamente, ahora han cementado una alianza política con el presidente más derechista en toda la historia del país: ex ejecutivo de la Coca Cola y completamente comprometido a destruir las barreras que quedan contra la penetración capitalista extranjera y el desmantelamiento de los vestigios de las enterpresas estatales y de los programas de bienestar social.

Al abandonar su lucha, manteniendo que ésta no tenía que ver nada con “clases”, y al basarse en la defensa de la “sociedad civil” y de la “democracia participante”, los zapatistas se adaptaron, como todos los ex izquierdistas que se han unido al gobierno, a la idea que sacar al PRI del poder significaba una victoria para las masas mexicanas. Ignoran dos cosas: el apoyo capitalista internacional del cual Fox goza; y la esencia del programa social por el cual éste aboga.

Con la crisis del corrupto y represivo PRI y el desprestigio de su oposición izquierdista burguesa, es decir, del Partido Revolucionario Democrático de Cuauhtemoc Cárdenas, la política oficial de México ha virado hacia la derecha y los zapatistas han caído en línea.

¿Por qué la exigencia por la autonomía, de la cual la izquierda pequeña burguesa había sido campeón, ahora recibe el apoyo entusiasta de Fox? Las reformas constitucionales logradas entre los zapatistas y los legisladores declaran que los pueblos indígenas del país “tienen el derecho a la libre determinación y, como expresión de ésta, a la autonomía como parte del Estado mexicano."

Según el plan, esta autonomía consiste en "decidir sus formas internas de convivencia y de organización social, económica, política, y cultural." Reafirma el derecho del pueblo indígena a “aplicar sus sistemas normativos en la regulación y solución de conflictos internos”, inclusive tribunales autónomos. Declara que la utilización de los recursos naturales y de la tierra en los territorios poblados por los indígenas se le cederá de “manera colectiva”, excepto en aquellas regiones controladas por el gobierno mexicano.

La propuesta prohíbe la discriminación y aboga por la conservación de la cultura indígena a través de la educación pública. Finalmente, las propuestas exigen que los distritos electorales se diseñen de nuevo con tal de crear grupos de votantes homogéneos para los diferentes grupos nativos étnicos.

Debería notarse que la constitución mexicana, producto de la Revolución en 1917, formalmente incluye uno de los pactos sociales más progresistas del mundo. Le asegura a los trabajadores y a los campesinos del país amplios derechos a la fruta de su labor. Pero ninguna de estas garantías ha prevenido que más de la mitad de la población se haya hundido en la pobreza; que la gran mayoría de los campesinos hayan sido despojados de sus tierras; o que los obreros mejicanos hayan sido sometidos a la explotación bárbara en las maquiladoras que las corporaciones multinacionales han establecido en búsqueda de la mano de obra barata.

Las garantías constitucionales del bienestar social no han hecho nada para prevenir la enorme agudización de la desigualdad social que México ha sufrido durante las dos últimas décadas.

No existe ninguna razón para creer que promesas de papel para acabar con la discriminación contra los pueblos indígenas cambiará su status de parías. Al contrario; la idea que declarar “autónomos” a los 57 grupos étnicos indígenas le pondrá fin a la opresión es una utopia reaccionaria. El sistema social predatorio del capitalismo quedará en su lugar y sus leyes implacables seguirán imponiéndose.

En un país donde el 80% del presupuesto del gobierno nacional está dedicado a pagar la deuda extranjera, ¿qué tipo de “autodeterminación” o “autonomía” gozará la población trabajadora? Siempre que el sistema permanezca intacto, las garantías contra la discriminación serán promesas tan vacías para los descendientes de los habitantes originales de México como lo es el derecho constitucional que le garantiza trabajo a la clase obrera mexicana.

En el interior, la exigencia por la autonomía cuenta con que la población de las regiones donde los indígenas predominan no tiene diferentes intereses sociales y que sólo busca como practicar, colectivamente, las costumbres antiguas sin que haya intervención externa. Pero la población indígena de México, como la sociedad entera, no es totalmente homogénea. Más bien, la lucha armada de los zapatistas ha terminado casi tan pronto como empezó, pero las confrontaciones sangrientas continúan en Chiapas y en otras regiones. Muchas de destas batallas han sido fomentadas por el gobierno, que ha usado, para sus propios fines, las disputas religiosas entre Católicos y Protestantes, las reclamaciones de tierra por pueblos en pugna y un sin número de conflictos que actualmente están tomando lugar.

¿Quién decidirá las formas de “coexistencia” y de “organización social” en estos territorios indígenas, para no decir las estructuras del sistema jurídico y de la policía interna, si, o cuando, la autonomía se conceda? No será el pueblo en general que estará en control, sino más bien las capas sociales más privilegiadas, en alianza con el gobierno federal, que regirán. La autonomía “indígena” sólo servirá entonces para santificar un nuevo sistema de opresión, con recompensas para aquellos que, fueran zapatistas o caciques tradicionales, tendrán el mando de las instituciones autónomas; instituciones que defenderán usando la violencia del estado contra sus oponentes.

Grandes cantidades de gente abandonan las zonas predominantemente indígenas en Chiapas y en otros estados del sur para buscar trabajo en las zonas metropolitanas de México o para tratar de cruzar la frontera y pasarse a Los Estados Unidos. La solución a estos inmensos problemas a los cuales que estos trabajadores se enfrentan no es la autonomía cultural regional, sino la unificación de la clase obrera en lucha común contra el capitalismo mexicano y sus jefes capitalistas internacionales. El movimiento zapatista, y las exigencias que hace, presumen la imposibilidad de semejante lucha y aceptan el sistema social en existencia como si fuera fundamentalmente inmutable.

El Subcomandante Marcos, nacido Sebastián Guillén, no es indio. Alguna vez fue profesor. Comenzó su movimiento guerrillero en 1984 que no había llamado mucho la atención . Ha ganado más apoyo entre los intelectuales de la izquierda pequeño-burguesa en Europa y América del Norte que de los pueblos indígenas de México. Ha sido muy eficaz en sus relaciones con los medios de prensa, fomentando una imagen popularizada en camisetas y afiches que rápidamente está suplantando a la del Che Guevara.

Su programa político indudablemente atrae a la capa sociopolítica que anteriormente se había adaptado al estalinismo, a las burocracias de los sindicatos obreros y a los antiguos movimientos de liberación nacional; una capa que ha quedado desmoralizada por la desintegración política de todas estas fuerzas durante la última década. Para este medio ambiente, la desaparición de las burocracias sindicales y de los dirigentes nacionalistas burgueses reafirmó que el socialismo es imposible. Han elogiado la agenda “humanista” de los zapatistas como si fuera un programa sin paralelo en la historia que muestra el camino hacia adelante no sólo para México, sino para todos los oprimidos del mundo.

Entre los peregrinos que visitaron a México el mes pasado para recibir a los zapatistas se encontraban la ex Primera Dama de Francia, Danielle Mitterand; el novelista portugués José Saramago, ganador del Premio Nobel; los sociólogos franceses Alain Touraine e Ivon Le Bot; y muchos más.

Noam Chomsky, profesor de lingüística del Instituto de Tecnología de Massachussets y lucero del movimiento de protesta de la clase media en Los Estados Unidos, habló por toda esta capa de liberales y ex radicales al declarar que Marcos y compañía tenían la capacidad para unirse internacionalmente con otros movimientos y “cambiar la historia contemporánea”.

Walter de Cesaris, diputado del parlamento italiano y dirigente del Partido [estalinista]de la Refundación Comunista, predijo que los zapatistas “reactivarán la izquierda internacional y le pondrán paro al lloriqueo por el colapso del comunismo”.

Esta misma gente y sus co pensadores en el medio ambiente internacional de ex estalinistas, profesores radicales y portavoces “izquierdistas” también alabaron al cubano Fidel Castro, a los sandinistas nicaragüenses y al Frente de Liberación de Farabundo Martí del Salvador como movimientos políticos únicos que “reactivarían la izquierda internacional”. Pero ya hace tiempo que Castro abandonó sus pretensiones revolucionarias, y los frentes centroamericanos—con la asistencia del presidente cubano—han negociado pactos con los “contras” que gozan del apoyo de EE.UU. y con los escuadrones de la muerte de sus propios países. Sus dirigentes se han convertido en diputados parlamentarios, policías, y capitalistas. Ahora los fanáticos del guerrillerismo fomentan al zapatismo como modelo de lucha. Estos elementos son incapaces de aprender de la historia. Elogian a Marcos al mismo tiempo que éste se prepara a convertir a su grupo en una “organización no gubernamental” aliada al gobierno derechista mexicano”.

El Subcomandante aparentemente será la atracción principal en una manifestación que se ha planeado para julio en Ginebra durante la reunión del Grupo de los Ocho [países industriales principales]. El programa que forma las bases de esta manifestación es el mismo de “anti globalización” por el cual anteriormente abogaran manifestaciones similares en Seattle, Washington, Praga y en otros tantos sitios contra la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Son precisamente las exigencias limitadas—y, a fin de cuentas, reaccionarias—de los zapatistas que atraen a este tipo de apoyo internacional. Su programa de autonomía cultural y étnica encaja muy bien con aquellos cuya respuesta a la explotación acérrima de la clase obrera por un capitalismo internacional en movimiento constante es la restauración del poder económico al estado nacional.

No sorprende que la revista The Nation escriba de la siguiente manera acerca del significado internacional de los zapatistas: “Puede ser que la autonomía pronto se convierta en el producto principal de exportación de México”. La reacción de estos pseudos izquierdistas a la internacionalización de la producción, cuyo ímpetu viene de los desarrollos revolucionarios en la tecnología y en la transportación, consiste en abogar por la restauración de la “soberanía nacional”—es decir, una utopia retrógrada—y establecer nuevas fronteras alrededor de economías aisladas.

Todos rechazan la única fuerza que puede reorganizar a la sociedad sobre bases nuevas y progresistas: la clase obrera internacional. En México, como en otros lugares, la integración mundial de la economía ha resultado en un acrecentamiento del tamaño y poder objetivo de la clase obrera. En un país que era principalmente agrícola, el campesinado ha declinado a menos de una tercera parte de la población. Al mismo tiempo, un cinturón industrial enorme se ha formado a lo largo de la frontera norteña de México, atrayendo grandes masas campesinas a trabajar en las fábricas directamente vinculadas a la producción industrial en Los Estados Unidos, Europa y Asia Oriental.

La enorme crisis social a las cuales estos trabajadores se enfrentan— normas de vida y condiciones de trabajo deteriorantes, el ambiente envenenado y la represión política—no se resolverá con la ficción de la autonomía constitucional. Ésta tampoco resolverá las cuestiones históricas de campesinos sin tierras, la discriminación y la violencia rural que sufren aquellos que permanecen en las zonas donde predominan los indígenas.

Estos problemas únicamente se pueden resolver de una manera: a través de la construcción de un movimiento conscientemente político y anti capitalista que busca unir a la clase obrera mexicana con los obreros de Los Estados Unidos y del mundo en la lucha para abolir el sistema de ganancias [beneficios] y reorganizar la sociedad basándose en los principios del socialismo internacional.