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Tercer Festival de Cine Independiente de Buenos Aires--Tercera Parte

Algunos Problemas del Cine Latinoamericano

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Los problemas del cine latinoamericano son los problemas del cine mundial, lo cual no significa que los realizadores latinoamericanos de cine no se encaran a dilemas y contradicciones particulares. Las trágicas derrotas que la clase obrera sufrió en esa región durante los 1970 y los 1980 (Chile, Bolivia, Argentina y doquier), y los amplios ataques contra las aspiraciones progresistas de las masas populares, han tenido consecuencias duraderas para la vida social y su más frágil reflejo: el arte.

No reclamamos ser estudiantes del cine latinoamericano, pero tenemos la obligación de informar que la seriedad y el fondo de las obras de la región que han estado circulando por los festivales de cine durante los últimos años (lo cual por lo general significa obras argentinas, brasileñas y mexicanas; las cubanas representan un caso especial y requieren espacio aparte) no nos han impresionado, en particular a luz de los sucesos traumáticos de las décadas recientes. Son muchos los instantes en que los espectadores han sido apabullados por el cinismo, la desmoralización y la auto lástima ocasional de los realizadores, para no decir la trivialidad de muchos de los proyectos.

(Ejemplos de obras que no satisfacen incluyen Dos crímenes, del mexicano Roberto Sneider, y Sin compasión, dirigida por Francisco J. Lombardi, del Perú (1994); No te mueras sin decirme a dónde vas (1995), del argentino Eliseo Subiela; Un cielo estrellado (1996), de Tata Amaral, brasileño; Bajo California—el límite del tiempo (1998), del mexicano Carlos Bolado; Plata quemada (2000), del argentino Marcelo Piñeyro; y otras.)

Quizás la figura latinoamericana más aclamada durante los últimos años ha sido el prolífico mexicano, Arturo Ripstein (La mujer del puerto, Principio y fin, Profundo carmesí, El evangelio de las maravillas, y demás), quien fuera asistente del español Luis Buñuel (quien vivió décadas en México como exiliado del régimen franquista). La obra de Ripstein tiene vestigios del surrealismo en sus extravagancias, pero carece la perspicacia y la protesta social de ese movimiento. El público pequeño-burgués que asiste a sus películas se ríen a carcajadas de los desafortunados y vagabundos [que aparecen en sus guiones]. Nuestra opinión es que las películas de Ripstein son otra adición al cine del desprecio, no de la compasión.

Tres directores cuyos éxitos alcanzaron un público internacional considerable durante los 1980 no han vuelto a repetir ese éxito: Héctor Babenco (Pixote, 1981 , El beso de la mujer araña, filmada en inglés), brasileño nacido en Argentina; Héctor Olivera (No habrá más penas ni olvido, 1983); y el argentino Luis Puenzo (La historia oficial, 1985). En los 1990, una película que quizás indica el deterioro general fue la banal Agua como para chocolate, de México.

Los veteranos del movimiento cinema nôvo brasileño de los 1960 y 1970 continúan produciendo cintas. Entré éstos se encuentran Carlos Diegues (Bye bye Brasil, 1979), Nelson Pereira dos Santos y Ruy Guerra (La figura más destacada del grupo, Glaucher Rocha (Antonio das mortes, 1969), falleció en 1981. La nube, de otro veterano de la era, el argentino Fernando Solanas (Hora de los hornos, 1968), apareció en 1998. Ninguna de estas últimas figuras, sin embargo, parece estar capacitado para examinar la sociedad contemporánea de manera lo suficientemente crítica.

El chileno Patricio Guzmán ha producido cierta cantidad de documentales—La batalla de Chile, partes 1-3, 1975-1979, y La memoria obstinada, 1997 - que incluyen material importante acerca el derrocamiento organizado por la CIA contra el régimen de Allende en 1973, pero que, desde el punto de vista político, representan una defensa de la estrategia basada en el Frente Popular que desarmó a las masas chilenas ante el barbarismo militar burgués.

Entre otros realizadores de cine que recientemente han dejado sus huellas se encuentran el brasileño Walter Salles (Central do Brasil, 1998) y dos argentinos: Pablo Trapero Mundo grúa, 1999) y Marco Bechis (Garage Olimpo, 1999). El brasileño Bruno Barreto (Doña Flor e seus dois maridos, 1976, y O que é isso, companheiro?, 1997) se ha “graduado” para filmar películas hollywoodenses de altos presupuestos. Uno de los éxitos del momento en Los Estados Unidos es la película del mexicano Alejandro González Iñárritu, Amores Perros, la cual es violentísima y fundamentalmente manipulante.

Una nueva ola de directores argentinos, cuyo cine analizaremos a finales de esta serie, ha surgido recientemente. Pero tenemos que admitir que las “nuevas olas” por lo general no son impresionantes de por sí. Una explosión de producción cinematográfica puede tomar lugar en cualquier país por cualquier cantidad de razones, inclusive un clima económico que ha mejorado o un gobierno que toma interés y provee fondos. Las olas van y vienen, pero bajo toda circunstancia lo que cuenta, de manera decisiva, es tener algo que decir.

En cuanto a este punto, un vistazo inicial a la historia del cine latinoamericano muestra una contradicción sorprendente. En su obra, Historia Oxford del cine mundial, Michael Chanan escribe: “Hacia finales de los 1950, un cine nuevo comenzaba a verla luz en Latinoamérica. Encontraba su nicho donde quiera que se le diera la menor oportunidad y se desarrollaba aun bajo las circunstancias más hostiles. Es más, éstas le daban fuego, pues este era un cine que, en gran parte, estaba consagrado a la denuncia de la miseria y a la celebración de la protesta”.

Como ya hemos explicado en el World Socialist Web Site, las condiciones de vida para las masas generales de la población latinoamericana han empeorado durante los años recientes. Reprimida igual por los militares y regímenes “democráticos” - regímenes que reciben sus órdenes de Washington y el Fondo Internacional Monetario - y traicionada por sus dirigencias nacionalistas, estalinistas y pequeño burguesas - la clase obrera ha sufrido la destrucción de sus niveles de vida y perdido los adelantos sociales que generaciones anteriores habían ganado. A través de Latinoamérica, los salarios reales han perdido el 50% de su valor durante las dos últimas décadas. Más de 210 millones de personas viven por debajo del criterio económico que define la pobreza.

La polarización social nunca había sido mayor en la historia de la región. El 20% más rico de la población recibe casi 20 veces la riqueza del 20 más pobre. Según un informe publicado por la Organización de Estados Americanos, en varios países latinoamericanos más del 50% de los ingresos nacionales se van directamente a los bolsillos del 10% más rico.

En medio de estas condiciones sociales tan desastrosas, ¿cómo se puede explicar que “la denuncia de la miseria y la celebración de la protesta” que caracterizaba al cine de hace varias décadas han desaparecido casi totalmente?

Claro, aquí opera otra cosa que no es lógica formal. Ante todo, tenemos la cuestión de los acontecimientos dramáticos de los 1960, 1970, y 1980 y el impacto que tuvieron sobre los intelectuales latinoamericanos. Como hicimos notar en el primer artículo de esta serie, es decir, el relato de la debilidad general del cine y el arte, hay que examinar dos procesos generales: por una parte, el enriquecimiento y viraje hacia la derecha por sectores significantes de la clase media; por otra, la crisis de perspectiva causada por el colapso de la Unión Soviética y la campaña ideológica proclamando la “muerte del socialismo” (y, específicamente en Latinoamérica, las consecuencias de las derrotas impuestas contra los trabajadores y campesinos mencionadas arriba).

El abandono de los principios políticos en Latinoamérica ha sido espectacular. Ex dirigentes guerrilleros, tales como Teodoro Petkoff, del FALN, se han convertido en ministros del gobierno. Los vestigios del movimiento guerrillero de los Tupamaros en Uruguay se han unido a un frente electoral burgués, el Frente Amplio. El movimiento M-19 ha entrado en un acuerdo sucio con el gobierno colombiano por medio del cual sus miembros pueden entregar las armas a cambio de préstamos para establecer pequeños negocios. Los movimientos guerrilleros de la América Central (los sandinistas, el FMLN, la URNG de Guatemala), que una vez fuesen la gran esperanza de los radicales de la clase media por todo el mundo, todos han firmado pactos con las mismas autoridades responsables por asesinatos y la represión general. La trayectoria de los Zapatistas en México hacia la respetabilidad burguesa (y posiblemente puestos en el gobierno) está tan clara que todo el que tenga la vista sana la puede ver.

Todos estos movimientos nacionalistas pequeño burgueses, bajo la influencia del castrismo, rechazaron a la clase obrera y declararon que habían “descubierto otros vehículos mucho más revolucionarios para llegar al socialismo por atajos convenientes”.

(El castrismo y la política del nacionalismo pequeño burgués). En realidad, estas organizaciones, que condujeron a miles de seguidores a aventuras suicidas y desmoralizaron a sectores enteros de trabajadores y oprimidos del campo, tenían sus bases en la pequeña burguesía y capas de la burguesía nacional mientras declaraban que representaban los intereses de los oprimidos. Durante el transcurso de varias décadas han comprobado su inutilidad total. Lo mismo con las otras tendencias dentro y alrededor de ellos: los estalinistas, los maoístas y los centristas (los tan llamados “trotskistas en Chile [Vitale], Argentina [Moreno], Bolivia [Lora], y por doquier).

Por lo tanto, el primer punto de clarificación para los artistas y los intelectuales serios es el siguiente: tienen que comprender que las derrotas y las tragedias de las últimas décadas en la América Latina no fueron consecuencias ni de la incapacidad orgánica de la clase obrera ni de la imposibilidad del proyecto socialista, sino de las falsas teorías y acciones traicioneras de los movimientos políticos que ejercían una dirigencia con gran influencia sobre grandes sectores de la población. La construcción de una alternativa verdaderamente socialista todavía es la cuestión de las cuestiones.

Este no es un problema solamente latinoamericano. Es mundial e histórico. El dominio de la ideología nacionalista todavía es una carga pesada sobre los hombros de los intelectuales de la región. Nada provechoso ha de resultar si a la economía integrada mundial se le enfoca desde el punto de vista de proteger, estrictamente, los intereses nacionales, para no decir “latinoamericanos” y mucho menos, por ejemplo, el “orgullo argentino”. Este es lenguaje de la burguesía nacional, o por lo menos de varios sectores de ella.

Se dice que a los intelectuales ordinarios de Buenos Aires no les gusta considerarse “suramericanos,” pues esta apelación los identifica con las poblaciones más “atrasadas” de Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú y el resto del continente. Si esto es verdad, entonces es un esnobismo indefensible al que hay que sobreponerse. El artista que, en vez de solidarizarse con la humanidad sufrida, prefiere solidarizarse con los cineastas del Banco Izquierdo o con los habitantes del Lower East Side de Manhattan no le será de ningún provecho a nadie.

No importa la manera que el artista escoja para enfocar el problema, un análisis crítico de las experiencias históricas del Siglo XX es inevitable. Es simplemente imposible dar pasos importantes hacia adelante hasta que se clarifiquen la confusión y las falsificaciones acerca del pasado. La esperanza verdadera y las aspiraciones artísticas que ésta despierta no aparecerán de nuevo hasta que se emprenda la misión para clarificar la historia. Esto, naturalmente, no se le aplica solamente a los artistas latinoamericanos, pero a los de todos los continentes.

Puede que, a primer vistazo, esto parezca demasiado exigente. Durante los últimos años se ha hecho todo esfuerzo para convencer (y muchos ya se han convencido a sí mismos) al artista que él o ella no deberían preocuparse para nada con el análisis histórico y la protesta social, pues “todas esas cuestiones” pertenecen a otra época menos ilustrada. Y lo cierto es que nadie que entienda y valoriza al arte está a favor de obras didácticas o pesadas. Estas ofrecen poco de valor y traicionan la inseguridad del artista.

Estamos de acuerdo con Trotsky:

“Es tonto, absurdo, de lo más estúpido, pretender que el arte permanecerá indiferente a las grandes convulsiones de nuestra época. Los eventos, preparados y logrados por la gente, caen sobre, y cambian a, esta gente. Directa o indirectamente, el arte afecta las vidas de la personas que originan o que conocen por experiencia estos eventos. Esto se refiere a todo arte, desde el más grandioso hasta el más íntimo. (Prefacio a Literatura y revolución)

La expresión propia es algo noble, pero el “ego” tiene que nutrirse de algo más, no de las conversaciones de madrugada, las intrigas, las riñas y los asuntos que sólo ocurren dentro de sectores muy limitados de la sociedad. O, de la misma manera, de un radicalismo relativamente fácil que plenamente se contenta con identificar los males y las injusticias sociales de cierta manera que fortalece la resignación y el fatalismo. (“Bah, ¿qué se puede hacer? Así es el mundo!”)

Es sumamente crucial resucitar la noción, ahora fuera de moda, que el material que flota en la mente del artista — el material que más está a su alcance — quizás no mueva la tierra, que quizás que conducir una lucha interna y oponerse a “lo que le viene fácil”. Es más, es posible que el/ella tenga que mirar hacia fuera, estudiar lo que ve y conscientemente desarrollar lo que Trotsky llamó “una sensibilidad importante y bien definida por el mundo”.

El artista tiene que reconocer de nuevo que la realidad objetiva existe externa a él/ella. Tiene que reflejar sobre ella, enfocarla, explorarla. Necesita recordar que a mucha gente le gustaría (y necesita) ver representaciones de la vida que son generosas y precisas y no simplemente producto de su visión social limitada y, francamente, de las impresiones de segunda categoría que a menudo lo guían.

Todo esto tendrá su tiempo. Ya han aparecido ciertos pequeños indicios.