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Cuarto Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires—Segunda parte

Las películas del director taiwanés, Hou Hsiao-hsien, y varios documentales

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El director de películas Hou Hsiao-hsien, de Taiwán, es una figura muy respetada en el cine independiente, y con razón. Su obra durante los últimos veinte años no tiene paralelo. El festival de cine de Buenos Aires presentó once de sus películas de largo metraje (1983-2001) que se consideran productos de su madurez como artista.

A través de obras autobiográficas, piezas históricas y dramas de la vida contemporánea, Hou (nacido en China en 1947) ha tratado de formar una visión acerca de toda una sociedad y época: Taiwan después de la Segunda Guerra Mundial. Es bastante difícil recordar un director de otra parte del mundo que haya creado, durante las últimas décadas, una visión tan completa y compleja.

Hou es artista serio, lo cual significa que puede poner en marcha todos sus recursos objetivos y subjetivo. Ha expresado que las cuestiones sociales le interesan menos que el destino de las familias y los individuos. Y en realidad no hay razón para dudarle, pero como es artista sincero y honesto evidentemente ha descubierto que es imprescindible trazar las raíces del comportamiento irracional del individuo a elementos históricos de mayor amplitud.

Fue el primer director de Taiwan que examinó el terror anticomunista, así como también los cuarenta años de represión y ley marcial que siguieron y las consecuencias emocionales y psicológicas que el régimen de Chiang Kai-shek, apoyado por los Estados Unidos, lanzara en 1947. Ha examinado, con cierta simpatía, las vidas y destinos de los oponentes izquierdistas de la política de la Guerra Fría por la cual su gobierno abogaba.

Si se pudiera usar el adjetivo “Shakespeareano” para describir de la manera más simple a cierto tipo de artista—es decir, a la persona que acepta la realidad, que no le teme y que tampoco la reduce a moralejas, pues que la considera de la manera más objetiva (claro, sin sugerir que el dicho artista posee el genio de Shakespeare)—entonces ese término bien se podría aplicársele a Hou.

Dotado con poderes extraordinarios de observación, Hou ha tratado de integrar el análisis de grandes cuestiones históricas y sociales con las historias y vidas de gente ordinaria, gente de su propia generación y de las generaciones que siguieron, gente que lucha con las vicisitudes del amor, el sexo, la juventud, el envejecimiento y la muerte. Se podría decir que Hou posee profundos sentimientos por la vida, que se interesa en sus elementos dinámicos e inmutables, los cuales son tan vitales para el artista y los cuales tantos de nuestros contemporáneos carecen.

Que sus obras más recientes ( Flores de Shanghai, Mambo del Milenio) no sean tan interesantes como las anteriores sólo comprueba que la capacidad de observación no es el único requisito para que a un director de cine se le pueda considerar serio. En esta época tan complicada también se necesita una capacidad extraordinaria para analizar la sociedad. Es posible que su falta de interés en cuestiones sociales se haya apoderado de él. Parece que la situación actual de Taiwan—y presuntamente la de China también—lo han dejado tan perplejo y abrumado como a los personajes jóvenes de Mambo del Milenio, quienes se muestran relativamente poco compasivos.

De las cuatro películas de Hou que vi en Buenos Aires, dos son mayormente autobiográficas y dos son históricas.

Los muchachos de Fengkuei (1983) es una de sus películas más extraordinarias y, en mi opinión, una de sus mejores. Un grupo de muchachos que viven en un pueblo playero pasan su tiempo haciéndole bromas a la gente, luciéndose ante las chicas y peleando con sus rivales. Cuando las cosas comienzan a complicarse un poco, se mudan a una ciudad mayor, Kaohsiung (importante centro industrial de Taiwan, al sur de la isla), antes de entrar en el servicio militar obligatorio.

Encuentran empleos en una fábrica; la hermana de uno de ellos es prostituta. Uno de los muchachos, Ah Ching, se enamora de la novia de uno de los vecinos. Cuando el vecino se va de viaje por mar, Ah Ching concluye que su amor es una fácil conquista. Pero la muchacha se va a Taipei y lo deja con el corazón destrozado. Eventualmente se sobrepondrá al profundo dolor que esta experiencia le deja, pero las emociones devastadoras formarán partes integrantes de su personalidad.

La espontaneidad y los sentimientos que esta película expresa por la vida son extraordinarios. Su punto de vista (y su propia sensibilidad) es el de la juventud de la clase obrera o de la clase media baja: iracunda, vulnerable y burda; inconforme con las autoridades que los abusan; ansiosa con deseo y ambiciones; afanada en progresar. El joven que desempeña el papel de Ah Ching comunica la vulgaridad e inocencia del joven a quien, mientras anda las calles, se le puede engañar acerca con una película pornográfica (“¡ En colores y pantalla grande!”) en cartelera que no existe. Comunica, además, la astucia y sensibilidad de un joven que ya comienza a tramar contra el mundo para obtener las cosas más simples, tales como el cariño y la calidez humana.

Pero, ¿qué nos ofrece la película? Un drama acerca de la adolescencia y la madurez, de las consecuencias de la urbanización y de la realidad de las relaciones entre las clases sociales.

Verano en la casa de abuelo (1984), cuyo guión es de Chu T'ien-wen, es una obra más pulida acerca de un joven y su hermanita que, cuando su madre se enferma, pasan sus vacaciones en el campo con los abuelos. El abuelo es médico y un poco severo. El ambiente social es más alto en esta película y la obra por lo general es menos áspera, por no decir idílica. El hermano y la hermana hacen amigos y tienen sus aventuras durante todo el verano. A la misma vez se desenlazan otros tramas: el abuelo le prohíbe al tío de los niños, quien es la oveja negra de la familia, que se case con su novia. Violan a la “loca” del pueblo, Han-tzu, y ésta, quien en un momento le había salvado la vida a la niña, sufre un aborto.

El fin de la película amenaza con ser bien nítido y benigno: la mama se cura, los niños regresan a su hogar y se resuelve el drama del tío (más o menos), pero a último momento Hou muestra su humanidad y profundidad. Vemos a la empobrecida y atormentada Han-tzu caminando con su parasol en la lejanía de la carretera. Cuando la niña le llama, Han-tzu no responde. Es un fin conmovedor y trágico.

Nos hace recordar a El globo blanco, del iraní Jafar Panahi y basada en un guión de Abbas Kiarostami. Esa película, que también trata la niñez, también corre el riesgo de llegar a un final demasiado fácil. La última imagen de la película, sin embargo, es del pobre vendedor de globos, quien hasta ese punto de la trama es un personaje casi sin importancia y cuya situación es bastante desesperada. En un instante, el director es consciente—y obliga al público a ser consciente—que hay circunstancias más trágicas y de mayor interés que a las que se enfrentan los personajes principales.

Ciudad de la tristeza (1989) es la película que puso a Hou en el mapa internacional. Recibió grandes elogios en el Festival de Venecia, y de mayor importancia aún, quebró el silencio acerca de uno los más trágicos acontecimientos de la época después de la Segunda Guerra Mundial. La masacre del 28 de febrero, 1947—en la cual las tropas nacionalistas de Chiang-Kai-chek asesinaron entre 18,000 y 28,000 personas nacidas en Taiwan (según el informe de un comité investigativo del gobierno)—juega un papel prominente, aunque algo indirecto, en la película.

Esta película examina la historia de la familia Lin, y trata, con mucha ambición, interpretar la historia en términos dramáticos y poéticos. Merece, pues, que se le estudie bien. Contiene secuencias extraordinarias. Hou muestra las actividades de los oposicionistas izquierdistas del régimen nacionalista, destinados a caer pisados por el sistema. Como siempre, Hou crea unas inolvidables caracterizaciones de gángsteres y de la vida baja. Las escenas de represión política hielan la sangre.

No obstante, esta película y El gran titiritero (1993)—acerca de la vida y obra a Li Tienhu, gran titiritero durante la primera mitad del Siglo XX—no parece tan exitosa como las obras más espontáneas y autobiográficas ( Los muchachos de Fengkuei, Tiempo para vivir y tiempo para morir [1985] y Polvo al viento [1987]).

En primer lugar, cuando Hou torna a la historia en consideración, y en particular a los izquierdistas que sufrieron a finales del '40 y a principios del 50, se convierte en director bastante reverente y "correcto”. Simplemente, parece que las escenas carecen de vida, aunque hayan sido preparadas y filmadas escrupulosa y meticulosamente. Por lo general no son memorables.

Hace ya mucho que los marxistas observan que cuando el artista imaginativo abandona lo que sabe o conoce bien—es decir, las relaciones personales y las emociones que surgen de ellas—y se vira hacia la esfera de los problemas políticos e históricos objetivos, casi siempre la calidad artística cae, por lo menos al principio. El artista, como ser racional, se anticípa a sí mismo en la esfera de lo que él percibe y siente inconscientemente. Claro, esto no significa una refutación de estos esfuerzos, que se necesitan más que nunca, pero sí hay que reconocer las trampas y contradicciones inherentes en el proceso.

Y también se puede percibir otra tendencia en el caso de Hou Hsiao-hsien. ¿Con qué frecuencia nos damos cuenta que, una vez que el artista llega a dominar formalmente la técnica, el elemento espontáneo y vital de su obra disminuye? En cuanto a la carrera de muchos artistas, sería interesante dibujar una gráfica donde dos líneas representan, respectivamente, la técnica y la vitalidad artística. ¿En cuál punto se cruzan? ¿Dónde se apartan?

La solución a este problema no se encuentra principalmente en la estética. En su mayor parte está vinculado a procesos sociales. La trayectoria del artista individual dentro de la sociedad capitalista a menudo sigue la línea establecida por cierta escuela o tendencia artística: primero la rebelión, los hábitos infantiles, el exceso, la aspereza, la sinceridad; luego, el reconocimiento que el status quo le brinda, el descubrimiento del estilo “clásico”, el sistema cultural que lo absorbe, la perdida de energía y, por último, la incapacidad de ofender. Sólo aquellas figuras que son verdaderamente excepcionales pueden escapar esta evolución.

Pero con Hou, sin embargo, además de los peligros inevitables inherentes a su profesión, hay que considerar factores históricos adicionales. La forma de esto se presenta en la aparente dificultad que tiene en crear un puente entre sus personajes contemporáneos y ordinarios, que son vivaces y listos para cualquier cosa, y sus taiwaneses históricos, que son austeramente izquierdistas o demasiado dispuestos a obedecer y a someterse a toda y cualquier tipo de autoridad. Y es aquí donde el ingrediente que le falta—la perspectiva política e histórica—juega un importante papel. El punto de vista de Hou en cuanto a la historia de Taiwan es esencialmente trágico y pesimista (y por lo tanto laborioso desde el punto de vista dramático y, además, estático visualmente). Para él, el “terror blanco” de la década del 50 no tiene sentido; sólo puede echarle la culpa al pueblo por aguantarlo. Y tampoco se explica la cultura materialista y vacía actual sin culpar a la juventud que la absorber. (Los que admiran a Hou sin crítica quizás se engañen a sí mismos, pero Mambo del milenio es bastante hostil hacia sus personajes centrales, que quizás se lo merezcan.)

Para comprender las dificultades ideológicas y morales de los taiwaneses habría que comenzar por lo menos con un análisis de la Revolución China y del régimen maoísta para hacer reventar las presunciones “comunistas” de ambos y así desenmascarar el papel que el estalinismo jugara en la traición, decepción y confusión de las masas de la región. Sería verdaderamente desmoralizante si estuviéramos convencidos que solamente existen alternativas: por una parte el capitalismo rapaz tipo estadounidense, y por otra el “comunismo” estatal burocrático y represivo.

Los documentales

Algunos alumbran el camino, otros no tanto.

Le profit et rien autre [ ¡Las ganancias y nada más qué!], del director Raoul Peck ( Lumumba), parece ser más o menos producto secundario del movimiento antimundialización, igual que otra cierta cantidad de documentales ( Gerentes y salvajes, Vida y deuda, No para venta, Mujeres trabajadoras del mundo, Viajes en camiseta). Peck examina la miseria de Haití, su país natal, y entrevista a varias figuras académicas francesas, así como también al radical estadounidense, Immanuel Wallerstein. Es un esfuerzo para establecer la injusticia y desigualdad que reinan en la sociedad capitalista contemporánea.

Las imágenes de Haití y parte del material que Peck presenta tienen su valor, pero el tono general y la intención de la película son extremadamente débiles y equivocados. “El capital ha triunfado; ha logrado convencernos que sólo él constituye la verdad, que sólo éste es moral, que sólo éste sabe como hacer política. Más aun, nos ha convencido que ya la política no se necesita”, dice la narración del director. Pero, ¿quién es el convencido?

Todas las figuras académicas, sin excepción, que se presentan en el documental firmemente creen en la omnipotencia del orden social en existencia y la capacidad que éste tiene para regularse a sí mismo y suprimir o integrar a toda oposición. Wallerstein declara que “la lucha de clases no ha desaparecido”, pero el error de los oponentes del capitalismo durante los últimos “200 años” ha sido la fe en la “inevitabilidad de la historia”. Pero la verdad es que los marxistas nunca han dependido de la inevitabilidad de los procesos históricos; siempre han insistido en el papel determinante de la conciencia.

Y tampoco han hecho un fetiche de la “inevitabilidad” como suelen hacerlo los observadores intelectuales de la lucha de clases, quienes se quieren fortalecer contra mayores “decepciones”.

Peck se pregunta a sí mismo: “¿Por qué fabricar imágenes? Lo hemos hecho todo, pero el mundo no ha cambiado...¿Por qué filmar películas?” El documental más o menos termina en esta nota desmoralizada y llena de auto lástima. Dejando a un lado las imágenes visuales, la película consiste esencialmente de banalidades y truismos y de un tono moralizante que no va a alentar a nadie que quiera luchar contra las condiciones que tan enfáticamente critica.

Suits and Savages (Dylan Howitt, Zoe Young) desenmascara un proyecto del Banco Mundial en una remota región de la India, aparentemente con el fin de conservar el medio ambiente y el tigre, que corre peligro de ser extinto. Los realizadores de esta película fácilmente demuestran, que el programa, administrado por las Instalaciones Globales para el Ambiente, no hace nada por el ambiente, por los residentes locales o por los animales. “Sólo los poderosos de la aldea sacan beneficios”, explica un residente. “Dicen que harán cosas para nosotros, pero nunca es verdad”. Un funcionario o tipo similar declara: “El Banco Mundial tiene que ser obligado a ser responsable”. Y desgraciadamente ese parece ser el mensaje general del documental.

L'Affaire Sofri (Jean-Louis Comolli, antiguo escritor de la revista cineasta francesa, Cahiers du Cinema) es una obra inteligente y útil. En 1988 de repente se apareció un testigo ocular declarando que tres dirigentes del grupo izquierdista italiano, Lotta Continua, inclusive Adriano Sofri, habían sido responsables, en 1971, del asesinato de un inspector de policía milanés. Este inspector había sido acusado por la izquierda de haber sido culpable de, o por lo menos de haber sido cómplice en, la muerte del anarquista Giuseppe Pinelli, quien en 1969 había “saltado” por una ventana de los cuarteles de la policía y quedado muerto.

La película esencialmente es un monólogo del académico Carlo Ginzburg, quien escrupulosamente ha desenmascarado el caso contra Sofri. En octubre del 2,000, un tribunal de Venecia había sostenido la sentencia del ex dirigente izquierdista a 22 años de cárcel. Ginzburg, conocido de Sofri, declara: “Yo estaba convencido de su inocencia”. Explica que el enjuiciamiento de los ex dirigentes de Lotta Continua había sido una persecución política, un acto de venganza tramado en los altos niveles del gobierno italiano. Compara la conducta “arrepentida” del testigo, Leonardo Marino, ex miembro de Lotta Continua, a las reacciones de prisioneros y testigos durante la Inquisición.

Ginzburg muestra que muy lejos de Marino repentinamente aparecerse en los cuarteles de la policía un día en 1988 (tal como se sostenía) para ofrecer su sorprendente confesión, había tenido vínculos con la policía, incluyendo conversaciones nocturnas, durante semanas enteras. Habían sido las autoridades que habían buscado a Marino, no vice versa. Es aparente de las contradicciones entre el testimonio de Marino y otros testigos oculares que Marino ni siquiera había estado presente en el lugar de la matanza. ¿Por qué había mentido? Ginzburg no nos da una respuesta definitiva. Marino evidentemente había sufrido “una crisis moral y religiosa”, dándole la espalda a la izquierda y a su propio pasado.

Existen otros hechos: gran parte de la evidencia, inclusive la bala fatal, ha desaparecido o sido destruida bajo custodia de la policía. Hay una peste que huele a maquinación.

El mismo Sofri, en una videocinta filmada durante uno de sus juicios, deshecha la idea de un complot a alto niveles. Pero Ginzburg no está tan seguro al notar que “Las confabulaciones sí existen”. Intrigantemente indica que el periódico (diario) La Republica acaba de publicar una entrevista con un tal Maletti, hombre clave en el servicio secreto italiano durante la década del 70, quien sostiene que fuerzas de espionaje estadounidenses estaban detrás de los bombardeos terroristas de la época. Frente a la radicalización de los estudiantes y de los trabajadores en 1969, los círculos gobernantes italianos y sus aliados estadounidenses habían tratado de crear las condiciones para alcanzar una solución “griega”; es decir, un golpe de estado por elementos internos de las fuerzas armadas.

No se aprende mucho de Agosto: el momento antes de la explosión (Avi Mograbi), pero lo que se llega a saber no es muy halagador de la sociedad israelita. Mograbi tiene un estilo irritante, quizás porque se basa su estilo en el del italiano Nanni Moretti ( Estimado diario, Abril), el cual coloca la personalidad y las observaciones del director—que en realidad no son nada extraordinarias—en el mismo centro de sus documentales.

Mograbi toma su cámara por todo Israel en el abrasador y sofocante mes de agosto y descubre una sociedad al borde de la violencia perpetua. Las muchedumbres en los juegos de fútbol, los circunstantes durante arrestos, y grupos de personas comprando en los centros comerciales se muestran tensas, iracundas y usualmente racistas. Un grupo de niños estudiantes judíos en un vecindario bastante acaudalado le dicen “que a los árabes deberían quemarlos”. Mogravi entrevista a un grupo de obreros árabes quienes, a su vez, culpan a los inmigrantes—“negrazos que nos roban los empleos”—de causar el desempleo. En este documental nadie sale bien.

Declara Mograbi: “Esta es Israel. Dónde quiera que una vaya, todo lo asociado con la vida privada o la vida pública está sobrecargado con la violencia, como si estuviéramos enfrentándonos a un desastre inevitable, a un desastre imprevisto”. Pero ya el desastre ha llegado con suficiente aviso.

Punto ciego: la secretaria de Hitler (André Heller, Othmar Schmiderer) es uno de esos extraños documentales acerca de los cuales no se sabe que decir. Consiste de entrevistas con Traudl Junge, quien en realidad fue la secretaria de Hitler entre 1942 y el fin de la guerra.

Luego de 56 años de silencio, Junge decidió contar su historia en 2001 (ya ha fallecido). En cierta manera lo que tiene que decir es iluminante, pero su comprensión de los eventos es muy limitada, y los realizadores de la película prueban que son incapaces de rebasar esos límites. Quizás sea porque están consagrados al cinema verité que se limitan solamente a las palabras—y nada más que a las palabras—de ella, pero estas auto restricciones son contraproducentes. El documental habría sido mucho más iluminante si sus realizadores hubieran ofrecido su propio análisis del nazismo y de aquellos que lo apoyaron.

Junge empezó a trabajar para Hitler por casualidad cuando, crease o no, ganó un concurso de mecanografía en las oficinas del gobierno alemán donde ofrecía sus servicios. Dice ella que en aquella época era “tan ignorante”. A principios se defiende, diciendo que ella era sólo una de los “millones que no veían” y “muy servil y sumisa a una figura que servía de padre”. Su propio padre era “completamente apolítico”, pero su abuelo era general. Dan ganas de saber más acerca de esta familia, cuyo ambiente ella llama “increíblemente conformista”.

Junge observa que Hitler creía que a él lo guiaban “grandes objetivos y grandes ideas”, los cuales ella ahora considera “primitivos”. Asevera que él nunca se expresó con el lenguaje antisemita, pero declara que “sin él el Occidente no habría podido resistir el bolchevismo”. La secretaria explica, además, que Hitler se refirió varias veces a este tema y lo cita: “Es imposible que el bolchevismo triunfe. Soy el único que lo puede prevenir”. Cuando una visitante se quejó de haber visto a judíos en Austria apretados como sardinas en un tren, Hitler se puso iracundo y le hizo caso omiso a la inquietud.

La segunda mitad de la película tiene que ver con los últimos días de Hitler en un barracón. Junge se encontraba presente. El colapso ignominioso del régimen más asqueroso y barbárico que el mundo haya conocido fue una pesadilla.

Junge declara que por años había justificado su comportamiento debido a su juventud e ignorancia. Un día, explica ella, se encontró ante un monumento a una joven que se había convertido en mártir luchando por la causa antifascista, joven de la misma edad de Junge cuando ésta se había ido a trabajar para Hitler. Evidentemente abochornada por profundos sentimientos de culpa que la avergüenzan, Junge le dice a la cámara: “Ser tan joven no es excusa”.