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La guerra contra Irak y la campaña de los Estados Unidos para dominar al mundo

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El 17 de septiembre, 2002, el gobierno de Bush dio a conocer su “Estrategia para la Seguridad Nacional de los Estados Unidos de América”. Hasta ahora, la prensa convencional no ha analizado seriamente este documento tan importante. En pocas palabras, esto es desafortunado; el documento presenta la justificación política y teórica de la enorme y extraordinaria expansión del militarismo estadounidense, y declara formalmente lo que rige la política de los Estados Unidos: el derecho a usar la fuerza militar en cualquier rincón del mundo, cuando le de la gana, contra cualquier país que considere amenaza a los intereses estadounidenses o que en cualquier momento se convierta en amenaza. Ningún país de la historia moderna, ni la Alemania nazi durante el apogeo de la locura hitleriana, ha afirmado semejante derecho a la hegemonía mundial, o, para ir al grano, a la conquista mundial.

Si le hacemos caso omiso a los eufemismos cínicos y las evasiones conscientes del documento, el mensaje queda absolutamente claro: El gobierno de los Estados Unidos afirma el derecho a bombardear, invadir y destruir cualquier país que le plazca. Rehusa respetar, desde el punto de vista del derecho internacional, la soberanía de todos los países, y se asigna a sí mismo el derecho a derrocar a cualquier régimen, en cualquier parte del mundo, que le parece — o podría tornarse — hostil a lo que los Estados Unidos considera son sus intereses vitales. Dirige las amenazas de poco alcance contra las “naciones fracasadas”; es decir, las ex colonias y países del Tercer Mundo, empobrecidos y destruidos por la política rapaz del imperialismo. Pero los competidores principales de los Estados Unidos, a quien el documento llama los “Grandes Poderes” (que recuerda el lenguaje imperialista que se usaba antes de la Segunda Guerra Mundial) de ninguna manera están fuera de las miras del gobierno de Bush. Las guerras contra naciones pequeñas e indefensas que los Estados Unidos ahora prepara — sobretodo contra Irak — probarán ser el ensayo de la belicosidad militar contra objetivos mucho más formidables.

El documento comienza jactándose que “El poderío e influencia que los Estados Unidos tiene sobre el mundo no tienen ni precedente ni semejante”. Declara con arrogancia jadeante que “la estrategia para la seguridad nacional del país se basará en un internacionalismo que se distingue por su americanismo y que refleja la unión de nuestros valores y nuestros intereses nacionales”. Esta fórmula es tan insólita que merece aprenderse de memoria: los valores estadounidenses + los intereses estadounidenses = el internacionalismo puramente estadounidense. ¡Es un internacionalismo único el que proclama que lo que beneficia a los Estados Unidos beneficia al mundo entero!

Estos valores no son más que las panaceas anti científicas que la plutocracia estadounidense típicamente promulga, como “el respeto a la propiedad privada”; “los programas pro desarrollo jurídico y reglamentario para fomentar las inversiones, “el progreso y las actividades empresariales”; “programas para las rentas internas — sobretodo tasas de impuestos marginales más bajas — que mejoran el incentivo para la mano de obra y las inversiones”; “sistemas financieros poderosos que permitan la utilisación del capital de la manera más eficaz”; y “programas económicos razonables que fomenten la actividad empresarial”. El documento continúa con la siguiente declaración: “Las lecciones de la historia son bien claras: las economías basadas en el mercado — y no las economías bajo el control central burocrático de los gobiernos - es la mejor manera de fomentar la prosperidad y reducir la pobreza. Los programas políticos que contribuyen a fortalecer las instituciones y los incentivos del mercado son pertinentes a todas las economías: los países industrializados y los mercados y países que van en vía de desarrollo”.

Todas estos clichés de la derecha se reafirman en medio de una crisis económica mundial que va empeorando, en que continentes enteros sufren las consecuencias de una economía basada en el mercado libre que ha destruido lo que quedaba de sus infraestructuras sociales y reducido a billones de seres humanos a condiciones indescriptibles. Una década después del desmantelamiento de la URSS y la restauración del capitalismo, el índice de mortalidad de Rusia excede el de la natalidad. América del Sur, laboratorio en el que el Fondo Monetario Internacional felizmente ha puesto en práctica sus experimentos anti sociales, está al borde de la desintegración económica. En África del Sur, gran parte de la población ha sido infectada con el virus VIH. Según el Banco mundial,

“La crisis del SIDA sigue teniendo un impacto devastador en los países en vía de desarrollo, sobretodo en África. Los programas médicos para la salud - empobrecidos por el impacto del SIDA, el conflicto y las gerencias mediocres - no da vasto para tratar enfermedades tradicionales. La malaria y la tuberculosis siguen matando a millones; se calcula que la malaria por sí sola reduce la tasa de expansión del Ingreso Interno Bruto un promedio de 0.5% anualmente en el África al sur del Sahara. La prolongación de la vida en la región declinó de 50 a 47 años entre 1987 y 1999. En los países peor azotados por el SIDA (Botswana, Zimbabwe, África del Sur y Lesotho) la prolongación de la vida se redujo por más de diez años”. [1]

Esta situación catastrófica es consecuencia del sistema capitalista y el régimen instigado por el mercado libre. El documento acerca de la estrategia [de los Estados Unidos] reconoce de paso que “media humanidad vive con menos de $2 al día”, pero, tal como se esperaba, la receta médica del gobierno de Bush consiste en aplicar, de la manera más intensa, los mismos programas económicos que han causado la miseria que existe por todo el mundo.

Al definir la idea de un “internacionalismo que se distingue por su americanismo”, el documento declara que “aunque los Estados Unidos continuamente tratará de obtener el apoyo de la comunidad internacional, no titubearemos en actuar solos...” Otra porción del documento advierte que los Estados Unidos “tomará toda acción necesaria para asegurar que nuestros esfuerzos, guiados por nuestro compromiso con la seguridad mundial, no serán descarrilados por investigaciones, telas de juicio o enjuiciamientos por parte del Tribunal Penal Mundial, cuya jurisdicción no se extiende a los ciudadanos estadounidenses y la cual no aceptamos.” Es decir, las convenciones del derecho internacional no tendrán la menor autoridad sobre las acciones de los dirigentes estadounidenses.

El tribunal de Nuremberg sobre los crímenes de guerra

En un análisis del Tribunal de Nuremberg sobre los crímenes de guerra, Telford Taylor — quien trabajara como asistente al procurador estadounidense principal, Robert H. Jackson — escribió que “Las leyes que rigen la guerra no se aplican solamente a las personas bajo sospecha provenientes de las naciones derrotadas. No existe ningún fundamento legal o moral para darle inmunidad a las naciones contra el escrutinio. Las leyes que rigen la guerra no se aplican en un solo sentido”. [2] La negativa de los Estados Unidos en reconocer la autoridad del Tribunal Penal Internacional tiene un significado político internacional enorme; atestigua que los dirigentes de los Estados Unidos están muy conscientes que su política es criminal y que podrían ser sujetos — si las leyes internacionales se cumplieran — a las sanciones más severas.

Telford enfatiza que el enjuiciamiento de los dirigentes nazis en los tribunales de Nuremberg se basó en un concepto jurídico completamente nuevo: la planificación y la decisión para desatar una guerra agresiva constituía un delito. Este cargo adquirió prioridad sobre las acusaciones formales relacionadas a las atrocidades que los nazis habían perpetrado contra los judíos, los civiles de los países ocupados y los prisioneros de guerra. Taylor escribió un memorándum, en el que apoyaba la decisisón de imputarle a los dirigentes nazis el cargo de planificar la guerra agresiva, que declara:

“Sólo los legalistas más incorregibles pueden quedar sorprendidos ante la conclusión que el perpetrador de actos bélicos agresivos teme ser castigado por su crimen, aún cuando un tribunal no haya decidido previamente que la perpetración de la guerra agresiva constituye un delito”. [3]

Taylor sigue:

“Es importante que el juicio no se convierta en una investigación de las causas de la guerra. No se puede comprobar que el hitlerismo fue la única causa de la guerra, y no debería haber ningún esfuerzo para comprobarlo. Y tampoco creo que se debería dedicar esfuerzo o tiempo a distribuir la responsabilidad por la guerra entre las muchas naciones e individuos que tuvieron que ver con ella. El problema de la causa es importante y será debatido por muchos años, pero no tiene lugar en este juicio, que debe adherirse rigurosamente a la doctrina que la planificación y el lanzamiento de una guerra agresiva es un acto ilícito, no importa cuales hayan sido los factores que hayan empujado a los acusados a planificar y a lanzar. Los acusados pueden recurrir a las causas que contribuyeron [a sus acciones] ante el tribunal de la historia, pero no ante éste”. [4]

Este tema adquiere importancia extraordinaria hoy día, no sólo en relación a las preparaciones actuales y avanzadas para una guerra sin provocación contra Irak. Si el precedente que se estableció en Nuremberg tiene algún significado contemporáneo, toda la estrategia que este documento elabora está fuera del margen del derecho internacional. El reclamo fundamental que este documento afirma — que sirve como base de la estrategia estadounidense — es el derecho de los Estados Unidos a tomar acción militar unilateral contra otro país sin tener que ofrecer pruebas verificables que actúa para prevenir la amenaza indiscutible y verificable de un ataque. Esta declaración de poder absoluto para recurrir a la violencia cuando se plazca encuentra justificación en un lenguaje ambiguo que no aguanta el análisis más mínimo: “Tenemos que prepararnos para detener a las naciones pillas y a sus clientes terroristas antes que nos amenazen o usen armas para la destrucción de masas contra los Estados Unidos, nuestros aliados y amigos”.

Pero, ¿quién define a las naciones pillas? ¿Sería toda nación que desafíe, directa o indirectamente, los intereses de los Estados Unidos? La lista de países que el gobierno de Bush cataloga de pillos — para no decir las naciones que sólo han demostrado la posibilidad de llamarse “pillas” — es bastante larga. Cierto que incluye a Cuba y quizás hasta a Alemania luego de la reelección del canciller Gerhardt Schroeder.

También deberíamos insistir en que se nos presente una definición más exacta de lo que significa ser “terrorista”. Es una palabra que se destaca por lo vaga que es, sujeta a la e manipulación política. Además, ¿que pruebas se necesitan para establecer el vínculo entre la llamada “nación pilla” y el “cliente terrorista” antes que los Estados Unidos ataque a la primera? Hace sólo varios días que el presidente, la asesora de la seguridad nacional y el ministro de defensa anunciaron que existía un vínculo entre Irak y Al Qaeda sin presentar ninguna prueba basada en los hechos y en contradicción a lo que actualmente se sabe acerca del antagonismo del régimen secular de Irak hacia las organizaciones islámicas fundamentalistas.

Por último, la declaración que los militares tienen el derecho a tomar acción contra “naciones pillas y sus clientes terroristas antes de éstos poder amenazar o usar armas para la destrucción de masas” sólo pude significar que los Estados Unidos ahora reclama el derecho a atacar a toda nación que identifique como amenaza potencial. Aunque en la actualidad una nación no represente una amenaza a los Estados Unidos; aunque ahora mismo no se encuentre planeando — y mucho menos activamente preparando — un ataque contra los Estados Unidos, todavía puede convertirse en objetivo para atacar si el gobierno de los Estados Unidos considera que es una amenaza posible o incipiente contra la seguridad nacional del país.

La “amenaza” que no depende de ninguna acción obvia contra los Estados Unidos, pero que tiene la posibilidad de ello en algún momento futuro, pondría a casi todas las naciones del mundo en la lista de objetivos que los Estados Unidos puede atacar. Esto no es exageración. El documento no se refiere solamente a “enemigos”, sino también a “adversarios potenciales”, y les advierte que no “desarrollen las fuerzas militares para sobrepasar el poder de los Estados Unidos o ponerse al mismo nivel de él”. Directamente amenaza a China para que ésta no trate de “modernizar su capacidad militar” y reafirma que si “China sigue ese sendero anticuado, a fines de cuenta malogrará su afán por la grandeza nacional”. Es decir, puede que se convierta en amenaza que requiera la acción militar preventiva de los Estados Unidos.

Aunque el informe le dicta a China que “modernizar su capacidad militar” significa tomar el “sendero anticuado”, hipócritamente proclama dos páginas después que “Es hora que reafirmemos el poderío militar esencial de los Estados Unidos. Tenemos que desarrollar y mantener nuestras defensas para que nadie las desafíe”. Este proyecto incluye la expansión enorme de la presencia militar estadounidense por todo el mundo. “Para enfrentarnos a la incertidumbre y poder resolver los problemas de seguridad que se nos plantean, los Estados Unidos requiere el establecimiento de bases y cuarteles dentro y más allá de las fronteras de Europa Occidental y del nordeste de Asia, así como también pactos temporarios que nos permitan acceso para el despliegue de largo alcance de las fuerzas estadounidenses”.

El documento reafirma repetidamente que la nueva doctrina de ataques preventivos contra amenazas potenciales o existentes, y el abandono de la vieja política de “hacer retornar al pasado”, es reacción forzada por los sucesos del 11 de septiembre, 2001, cuando los Estados Unidos repentinamente se vio cara a cara con un peligro nuevo inimaginable y sin precedente. “La índole de la amenaza de la Guerra Fría”, reafirma el documento, “requería que los Estados Unidos enfatizara el enfrenamiento del enemigo cuando éste usara la fuerza, lo cual terminó siendo una estrategia lúgubre que aseguraba la destrucción recíproca. Con la desintegración de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, nuestra seguridad ha atravezado por una profunda transformación”. Poco después, el documento describe a la Unión Soviética como “generalmente pro statu quo ...adversaria a quien el riesgo repugnaba. La defensa basada en “hacer retornar al pasado” fue efectiva”.

Aquellos de nosotros para quienes la década del 80 es historia comparativamente reciente, para los que todavía recuerdan la del 60, y para los que aún recuerdan ciertas eventos que sucedieron en los 50, estas palabras son asombrosas. Los que no están familiarizados con la historia de la Guerra Fría apenas podrían imaginarse que los autores de este documento estratégico - que ahora se refieren, casi con nostalgia, a la URSS como “pro statu quo” y “adversaria a quien el riesgo repugnaba” y contra quien una política de "hacer regresar al pasado" llena de caballerosidad y cortesía fue efectiva — son casi la misma gente que hasta hace poco, durante la década del 80, se referían a la Unión Soviética como “foco del mal” contra el cual los Estados Unidos tenía que preparar la guerra total. El ministro de Defensa actual, Donald Rumsfeld, tuvo vínculos muy estrechos con el Comité por el Peligro Actual, organización derechista formada en los 70 que encarnizadamente se oponía a los pactos para el control de las armas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta organización exigía que los Estados Unidos expandiera enormemente su poderío militar contra la URSS, y sostenía que era posible desatar una guerra nuclear contra la URSS y ganarla. La Iniciativa para la Defensa Estratégica (SDI), plan también conocido como la “Guerra de las Estrellas” bajo los auspicios del gobierno de Reagan, surgió de las exigencias de elementos de la ultra derecha en el Partido Republicano — entre quienes ahora se encuentran, como miembros del elenco principal, los que dirigen la política del gobierno de Bush: Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz — para desarrollar una tecnología que le permitiera a los Estados Unidos considerar que las armas nucleares contra la URSS eran alternativa militar viable.

Y aquí llegamos a la falsificación histórica y el engaño político que guía la Estrategia para la Seguridad Nacional del gobierno de Bush; es decir, la política que, según el informe, es una reacción a los sucesos del 11 de septiembre, determinada y formada por las obligaciones militares ineludibles que la amenaza de Al Qaeda y otras organizaciones terroristas le impusieron a los Estados Unidos. Muy lejos de ser una reacción única o excepcional a los eventos del 11 de septiembre, 2001, el plan para la conquista mundial, que la Estrategia para la Defensa Nacional del gobierno de Bush ha bosquejado, ha estado bajo consideración por más de una década.

La disolución de la Unión Soviética

Los orígenes de la Estrategia para la Seguridad Nacional que se reveló hace dos semanas pueden trazarse a la disolución de la Unión Soviética en diciembre, 1991. Para los Estados Unidos, este suceso tuvo un significado transcendente. Durante casi tres cuartos de siglo, los destinos del imperialismo estadounidense y de la Unión Soviética estuvieron inextricablemente vinculados. El ingreso de los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial en abril, 1917, fue seguido, solo meses después, por la Revolución de Octubre, que había llevado al Partido Bolchevique al poder. Desde sus primeros días como poder imperialista principal, pues, los Estados Unidos se topó con la realidad de un estado obrero que proclamaba el advenimiento de una nueva época histórica: la revolución mundial socialista. A pesar que la burocracia estalinista luego traicionó los ideales internacionalistas que Lenín y Trotsky inicialmente habían proclamado, las sacudidas del terremoto causado por el destronamiento del capitalismo en Rusia continuaron reverberando por décadas: en el desarrollo de la concienciación social y la combatividad política de la clase obrera en los países capitalistas avanzados, inclusive en los Estados Unidos, y la ola de luchas anti imperialistas y anti coloniales que barrieron al mundo, sobretodo después de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque los Estados Unidos surgió de la Segunda Guerra Mundial como líder del capitalismo mundial, éste no estaba en ninguna condición de organizar al mundo como le diera la gana. Las esperanzas iniciales que la bomba atómica le permitiría a los Estados Unidos intimidar — y si fuera necesario, destruir — a la Unión Soviética se hicieron añicos cuando ésta produjo un dispositivo atómico en 1949. La victoria de la Revolución China el mismo año fue un golpe devastador para los Estados Unidos. Éste ya no podía dominar a Asia sin ser desafiado.

Durante los primeros años de la Guerra Fría, una encarnizada batalla se desató en los círculos reinantes del gobierno estadounidense sobre como lidear con la Unión Soviética. La feroz persecución anti comunista y las purgas políticas hacia fines de la década del 40 y principios de la del 50 fueron elementos claves del ambiente en que este debate se desarrollara. Cierta facción bastante grande de la élite gobernante abogaba por la estrategia de “obligar el retorno al pasado”; es decir, por la destrucción de la Unión Soviética y el régimen maoísta de China, aún cuando ello significaba el uso de armas nucleares. Otra facción, vinculada al teórico del Ministerio de Relaciones Exteriores [o Ministerio de Estado], George F. Kennan, abogaba por la política de “refrenamiento”.

El conflicto entre estas dos facciones llegó a su apogeo durante la Guerra de Corea, cuando el gobierno de Truman casi autoriza el uso de armas nucleares contra el ejército chino. En una conferencia de prensa el 30 de noviembre de 1950, se le preguntó a Truman cómo pensaba enfrentar la intervención de China en la Guerra de Corea. El presidente replicó: “Tomaremos todos los pasos necesarios para enfrentar la situación militar, tal como lo hemos hecho siempre.” Luego se le preguntó específicamente si eso incluiría el uso de la bomba atómica, ante lo cual Truman contestó: “Eso incluye todas las armas que tenemos.” Cuando los sorprendidos reporteros lo presionaron para que clarificara su declaración, Truman reiteró que el uso de la bomba atómica se estaba contemplando. [5]

La protesta internacional contra esta declaración obligó a Truman a retractar sus afirmaciones. Finalmente, el gobierno de Truman rechazó la petición del general MacArthur para que se lanzaran entre 30 y 50 bombas nucleares en la frontera entre Corea y Manchuria para crear “una banda de cobalto radiactivo” desde el Mar de Japón hasta el Mar Amarillo. Esta propuesta no fue producto maquiavélico de un general demente. Ideas de esa índole se han propuesto seriamente en varias ocasiones. Entre aquellos que públicamente llamaron al uso de armas nucleares se encontraba el congresista Albert Gore, Sr., padre del futuro vice presidente. Dos fueron los factores que influyeron la decisión de no usar bombas nucleares durante la Guerra de Corea. Primero, existían serias dudas acerca de su eficacia en la situación militar que dominaba. La segunda, y de mayor importancia, fue el temor a que el bombardeo de Corea podía desencadenar una reacción política que terminaría en un intercambio nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante el resto de la Guerra Fría, el verdadero significado de la política de “refrenamiento” no fue que a los Estados Unidos se le impidiera actuar contra la URSS, sino que la URSS, por medio de un posible contraataque, obstaculizó las acciones drásticas de los Estados Unidos.

Este no es el lugar para conducir un debate extenuante acerca de la estrategia nuclear estadounidense durante la Guerra Fría, para no decir de la Guerra Fría en su totalidad. Pero para comprender los desarrollos de la última década y las acciones actuales del gobierno de los Estados Unidos, se debe enfatizar que numerosos sectores de la clase dirigente de los Estados Unidos se sentían frustrados por las restricciones que la existencia de la URSS le imponía al poderío militar estadounidense. Durante ese período, existió un poderoso grupo dentro de lo que el presidente Eisenhower llamó “el complejo militar-industrial”, que incesantemente buscaba la confrontación con la Unión Soviética. Como ya he notado, muchos de los que actualmente ocupan puestos importantes dentro del gobierno de Bush frenéticamente exigían la expansión monumental del armamentismo antisoviético durante la década del 70 y el 80, y hasta argüían que un ataque nuclear contra la URSS debería considerarse opción viable.

La creciente agresividad de la política exterior estadounidense no era proyecto exclusivo del Partido Republicano. El gobierno de Jimmy Carter llegó a la idea de fomentar el fundamentalismo islámico en Afganistán con fin de desestabilizar las repúblicas de la URSS en Asia Central. Como reconociera su consejero de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, hace varios años, las actividades estadounidenses en Afganistán ya estaban en marcha antes de la URSS decidir intervenir militarmente en ese país.

Debemos hacer otro comentario sobre las relaciones entre la Unión Soviética y los Estados Unidos durante la Guerra Fría. Pienso que se puede argüir con vigor y persuasión que la agresividad estadounidense se relacionaba a la situación general de la economía capitalista. Durante el apogeo de la expansión del capitalismo internacional durante la postguerra, las luchas internas dentro de la clase dirigente estadounidense tendían a resolverse en base al raciocinio de los que proponían un acomodo con la URSS. Hasta el punto en que las condiciones generales para la expansión económica mundial le permitían al capitalismo estadounidense obtener ganancias dentro del marco geopolítico de la división del mundo entre Este y Oeste, la clase dirigente estadounidense decidió su estrategia: evitar, o por lo menos posponer, un enfrentamiento nuclear con la URSS. Los conflictos abiertamente militares se limitaron a las zonas periféricas.

Sin embargo, cuando el capitalismo mundial entró, en los años del 70, a un período de estancamiento y decaimiento que resultó de profundos problemas estructurales, de los cuales la recesión actual no es más que un síntoma avanzado, se reafirmaron tendencias mucho más agresivas que encontraron acogida en los ámbitos dirigentes. Se podría añadir que las dos crisis del petróleo en los años del 70 — la primera en 1973 como resultado del boicot a la venta de petróleo impuesto por los estados árabes, y el segundo después de la Revolución Iraní de 1979 — acentuaron la determinación de la clase dirigente estadounidense en prevenir toda interrupción futura a la accesibilidad al petróleo, el gas natural y a otros recursos estratégicos esenciales.

La enorme expansión militar de los años del 80 parecía indicar que poderosos sectores de la élite dirigente estadounidense estaban dispuestos a arriesgar una confrontación mayor con la URSS. Esta política internacional belicosa reflejaba la política interior del gobierno de Reagan, el cual inició un programa, agresivo y exitoso, para quebrar los sindicatos obreros y “hacer retroceder” las reformas sociales que la clase obrera había obtenido durante los 50 años previos.

Al final, fue la burocracia soviética la que decidió disolver a la URSS. La auto disolución de la URSS en 1991 — traición final a la herencia de la Revolución de Octubre por parte de la burocracia estalinista — creó para el imperialismo estadounidense una oportunidad histórica sin precedente. Por primera vez, para lograr sus objetivos, podía actuar a nivel internacional sin ninguna restricción significativa, militar o política, al uso de la fuerza. Fue a partir de este punto que las tendencias más malignas y reaccionarias se apoderaron de los debates internos acerca de los objetivos estratégicos de los Estados Unidos.

Declararon éstos que la desaparición de la URSS había creado la oportunidad para que los Estados Unidos estableciera la hegemonía mundial indiscutible. Era la misión de los Estados unidos explotar lo que en 1991 el columnista de derecha, Charles Krauthammer, llamó “el momento unipolar” para establecer su posición de dominio mundial absoluto. Los Estados Unidos, argüía Krauthammer, no puede titubear en usar su poder militar para conseguir lo que desee. A los europeos y a los japoneses debería tratársele con desprecio, y ser obligados a dirigirse a los Estados Unidos Como suplicantes. Aunque desde el punto de vista político era aconsejable que los líderes de los Estados Unidos aparentaran estar de acuerdo con el multilateralismo, la realidad era que esa política ya había muerto. Había llegado el momento para que los Estados Unidos ejerciera el poder unilateral, “imponiendo desvergonzadamente las reglas para un nuevo orden mundial y preparándose para obligar a cumplirlas.”[6]

Es probable que el grotesco Sr. Krauthammer no se dio cuenta que, al escribir esas palabras, estaba reivindicando la predicción que el marxista principal del siglo veinte hiciera muchos años antes. En 1933, León Trotsky explicó que Alemania había instigado la Primera Guerra Mundial con fin de “organizar” a Europa. Pero los objetivos del imperialismo estadounidense resultaron ser mucho más ambiciosos. “Los Estados Unidos,” escribió Trotsky, “se ve obligado a ‘organizar' el mundo. La historia está llevando a la humanidad cara a cara con la erupción volcánica del imperialismo estadounidense”.

La estrategia militar del gobierno de George Bush padre

El gobierno del Padre Bush reaccionó ante la disolución de la URSS con un repaso total de la estrategia militar estadounidense. Su objetivo principal era explotar agresivamente el vacío de poder que la disolución de la Unión Soviética había dejado, y, al lograrlo, imponer la llave estranguladora geopolítica que frenaría a todo país que se convirtiera en competidor potencial de los Estados Unidos. La clave de este proyecto era el poder militar para intimidar y, de ser necesario, aplastar cualquier enemigo o adversario que existiera o tuviera la probabilidad de existir. En 1992, Richard Cheney, ministro de defensa, y, en ese entonces, el general Colin Powell, ambos abogaron para que se pusiera en práctica la enorme expansión de los objetivos operantes de las fuerzas militares estadounidenses. Fijaron la condición que las fuerzas militares deberían tener la capacidad para completar una guerra mayor en 100 días y dos en menos de 180.

La elección de Bill Clinton no produjo ningún cambio significativo en la actitud agresiva de los planes militares estadounidenses. Bajo la consigna de “Configurando al mundo con el combate,” en la década de los 90 presenciamos el inicio de un consenso general político entre los Demócratas y los Republicanos, quienes consideraban que el poder militar era el medio principal para asegurar el dominio mundial a largo plazo.

La insistencia en que el papel militar era decisivo, sin embargo, no surgió en virtud de la fuerza del capitalismo estadounidense, sino de las flaquezas del sistema. En esencia, el militarismo es síntoma del decaimiento económico y social. Cuando la clase dirigente pierde, y con justa razón, su confianza en el poder económico del capitalismo estadounidense en relación a sus mayores rivales internacionales, y se vuelve cada vez más temerosa de las grietas que comienzan a quebrar la estructura social interna, ésta llega a considerar que el poder militar es el implemento con el cual puede contrarrestar todas las tendencias negativas. Como escribiera Thomas Friedman del New York Times en marzo de 1999, “La mano invisible del mercado nunca funciona sin el puño invisible; McDonald's no puede florecer sin McDonnell Douglas, fabricante de aviones de guerra F-15. Y el puño invisible que mantiene al mundo seguro para la tecnología digital del Valle de Silicona consiste del ejército, la fuerza aérea, la marina y la infantería de marina de los Estados Unidos... Sin los Estados Unidos de guardia no hay America On Line.”

La cuestión de Irak ha jugado papel central en los debates de alto nivel acerca de las ambiciones estratégicas de los Estados Unidos Desde este punto de vista, la primera guerra contra Irak ocurrió dos meses demasiado temprano para el gusto del imperialismo estadounidense. Entre enero y febrero de 1991, el destino de la URSS aún era incierto. El gobierno de Bush Padre consideró que era demasiado arriesgado hacerle caso omiso a las restricciones impuestas por el mandato de la ONU y tratar de derrocar unilateralmente al régimen de Saddam Hussein. Pero desde el momento [en que la guerra] acabó, los ámbitos gobernantes tuvieron la ensación que se había perdido una gran oportunidad. En el contexto de la nueva estrategia para prevenir a cualquier potencia o combinación de potencias que pudieran desafiar el dominio estadounidense, la conquista de Irak es un objetivo estratégico crucial. Un sin número de documentos, producidos por los estrategas de la ultra derecha, argüía abiertamente que el derrocamiento de Saddam Hussein le proporcionaría a los Estados Unidos control estratégico del petróleo, recurso crítico y esencial para sus posibles rivales económicos y políticos en Europa y Japón. Los especialistas en política, George Friedman y Meredith Lebard, argüían lo siguiente en su libro de gran influencia, La próxima guerra con Japón, publicado en 1991:

“El petróleo convierte al Golfo Pérsico en algo de mayor significado que la cuestión regional. Se convierte en eje central de la economía mundial. El dominio estadounidense de la región abriría las puertas a un poderío internacional sin precedente. Por otra parte, permitir que otro poder regional, digamos Irak o Irán, llegue a controlar la región y consolide su propio poder cerraría las puertas a esta posibilidad, al menos que los Estados Unidos esté preparado a lanzar una guerra terrestre en la región.

“Durante la invasión de Kuwait por Irak en 1990, la reacción de los Estados Unidos tuvo un propósito único explícito: prevenir que Irak dominara esa región rica en petróleo. Sin embargo, abrió otra posibilidad. El éxito de los Estados Unidos al retomar Kuwait, quebrar el régimen de Saddam, y asumir control de Irak pondría a los Estados Unidos en control de grandes recursos mundiales de reservas y producción de petróleo. Sin importar cuan benignamente se use este poder, los Estados Unidos estaría en control del sistema económico internacional...

“... Estaría en posición de establecer cuotas de producción y, por lo tanto, fijar precios, así como también controlar el flujo de petróleo. Un país como Japón, que depende de los países en el estrecho de Hormuz para suplirse de más del 60% de sus importaciones de petróleo, se toparía con que su competidor económico principal — la única gran economía mundial, que cada día es más hostil al Japón — tendría control directo de los abastecimientos petrolíferos al Japón...

“... La principal potencia política, los Estados Unidos, se encontraría súbitamente en una posición en la cual su influencia política se podría usar para chantajear a la economía internacional.

“Obligatoriamente el Golfo Pérsico será punto de controversia entre los Estados Unidos y Japón. La vulnerabilidad de Japón al abastecimiento de petróleo que se origina esa zona significa que el creciente poder estadounidense en la misma zona debe acrecentar la inseguridad de Japón. La regionalización del conflicto y la división en segmentos de las economías regionales abrirían una puerta importante a los Estados Unidos: la manipulación de las fuentes de petróleo de Japón podrían poner fin a las dificultades que las exportaciones japonesas le presentan a los Estados Unidos”[8]

Con la excepción de los medios de prensa estadounidenses, donde se considera tabú debatir estas cuestiones tan delicadas, el resto del mundo universalmente sabe que la inquietud principal de los Estados Unidos es el petróleo, no las llamadas armas de destrucción de masas. Aunque la guerra en Afganistán presentó la oportunidad para el establecimiento de nuevas bases militares estadounidenses en Asia Central — donde se cree que existen las segundas reservas de petróleo más importantes en el mundo — la conquista de Irak pondría inmediatamente las segundas reservas más grandes del Golfo Pérsico bajo control de los Estados Unidos. Para citar al inefable Thomas Friedman, “Una vez quebrado a Irak, seremos sus dueños”.

El gobierno de Bush, cuyos líderes principales consisten de gente como Cheney, quien perfeccionó su talento como criminal cuando era ejecutivo de la industria del petróleo, considera que el Golfo Pérsico es la gran joya del imperio estadounidense. Si el dominio de esa región se combina con el control de las reservas de petróleo y gas natural que eventualmente provendrán del Asia Central, los líderes del imperialismo estadounidense creen que habrán logrado la hegemonía estratégica que por tanto tiempo los ha eludido. Esta visión de conquista mundial, que el control de los recursos estratégicos mundiales les garantiza, es una fantasía reaccionaria con partidarios entusiastas en amplios sectores de la sede política. La mentalidad que domina la aristocracia política y financiera estadounidense se refleja en el libro de Robert Kaplan, titulado Guerreros políticos: por qué la dirección exige un genio pagano. En un pasaje típico declara:

“Cuanto más exitosa sea nuestra política exterior, mayor será nuestro poder persuasivo ante el mundo. Por lo tanto, los historiadores del futuro verán, con mayor firmeza, a los Estados Unidos del Siglo XXI como imperio y república, aunque diferente a Roma y a todos los otros imperios a lo largo de la historia. Porque mientras pasan las décadas y los siglos, los Estados Unidos habrá tenido 100 presidentes, o 150, en vez de 43, que estarán en la lista de los antiguos imperios — Roma, Bizancio, Otomano — la comparación con la antigüedad crecerá en lugar de disminuir. Roma en particular es el modelo de poder hegemónico, que usaba varios medios para imponer el orden en un mundo desordenado...”[9]

Este párrafo, que interesa sólo como extraño fenómeno cultural, es ejemplo de las alucinaciones que existen dentro de la élite dirigente, que ha perdido todo sentido de la historia y de la realidad actual, para no decir toda decencia.

Al Sr. Kaplan no se le ocurre que, a medida que los Estados Unidos trate de cumplir estas fantasías, encontrará oposición: en primer lugar, de aquellos que son blancos directos de los ataques estadounidenses: las masas en los países seleccionados para la conquista. También está la oposición de los rivales del imperialismo estadounidense en Europa y Japón, que simplemente no van a aceptar ninguna situación que amenaze con estrangular sus economías. Es precisamente el creciente temor de las consecuencias de la estrategia a largo plazo de los Estados Unidos — el establecimiento de su dominio mundial — que encuentra expresión en la expansiva oposición a los planes de guerra de los Estados Unidos contra Irak. Una de las probables consecuencias de la guerra contra Irak sería la enorme intensificación de los conflictos entre los imperialistas mismos, sobretodo entre los Estados Unidos y sus principales competidores económicos y geopolíticos. El campo estaría abierto para la Tercera Guerra Mundial.

Las relaciones sociales en los Estados Unidos

Al presentar las razones por las cuales los Estados Unidos se va a la guerra, nos hemos concentrado en los motivos económicos y geoestratégicos mundiales. Pero también existe otro factor crucial en la ecuación política: la situación más y más explosiva de las relaciones sociales en los Estados Unidos y la amenaza que esto significa para el capitalismo.

A lo largo de la última década, los expertos en política estadounidense han expresado su inquietud acerca de los signos cada vez más explícitos del decaimiento de la cohesión social. Samuel Huntington, mejor conocido por su libro, El Choque entre las civilizaciones, advirtió hace varios años que el fin de la Guerra Fría dejaría al gobierno de los Estados Unidos sin causa para buscar el apoyo popular del estado. Esfcribió que no parece existir ningún sentido genuino de interés nacional que atraiga ese respaldo. El problema que Huntington notara, sin embargo, no es principlamente ideológico. Cada día es más difícil esconder la gran desigualdad social que caracteriza a la sociedad estadounidense actual. La concentración de niveles extraordinarios de riqueza en un pequeño porcentaje de la población tiene grandes consecuencias sociales, no importa la manera en que los medios de prensa glorifiquen a los ricos y a su estilo de vida.

La erosión de las normas democráticas y el comportamiento cada vez más anacrónico de la política estadounidense son consecuencias objetivas de la polarización social. En el 2000, por primera vez desde el fin de la Guerra Civil, las elecciones no se solucionaron en forma democrática. A fines de cuenta, la plutocracia financiera eligió al presidente a dedo.

Los Estados Unidos está acosado de problemas sociales que las que relaciones políticas actuales no pueden resolver. Más aún, es imposible hablar de ellas. El sistema de dos partidos, cuyo personal depende totalmente del respaldo económico de la plutocracia, no representa a la población en general. ¿Cómo se puede explicar el hecho que la profunda ambivalencia e inquietud de millones de estadounidenses hacia la guerra no encuentra ninguna expresión en los ámbitos políticos? Por el contrario, la camarilla política, cuyos miembros provienen de diferentes facciones del 2% más rico de la población, es totalmente incapaz de referirse a las inquietudes e intereses de las grandes masas.

La crisis económica actual ha profundizado las diferencias entre la clase obrera y la clase dirigente. El desenmascarar de las actividades criminales de la élite empresarial amenaza con transformar la crisis económica — que en sí es de carácter muy grave — en crisis general de la dirigencia de la clase dirigente. Se debe de tomar que en cuenta que el gobierno de Bush espera que sus éxitos guerreros logren distraer al pueblo de la crisis económica. Pero la historia provee muchos ejemplos de las catástrofes que esperaban a los regímenes que se fueron a guerra para dominar sus problemas internos. Los gobiernos hacen de la guerra una receta, como si fuera medicina para los problemas económicos internos y los crecientes conflictos sociales, y pueden sufrir todo tipo de secuelas, entre los cuales la revolución es la más seria.

La política de guerra del gobierno de Bush le plantea a todos los estudiantes enormes cuestiones políticas y también morales. En primer lugar, permítanme darle el mayor énfasis posible a este tema. La política del gobierno no es mero error... es criminal. Los responsables de esta política no son individuos desorientados. Se trata de criminales políticos. Pero el aspecto criminal de su política surge del carácter esencialmente criminal del imperialismo estadounidense, que trata de mantener un sistema capitalista que está fracasando con su política de saqueo y asesinatos. En realidad, no existe ninguna diferencia esencial entre los métodos que la clase dirigente usa en los Estados Unidos y los que usa internacionalmente.

La ola de corrupción empresarial, que más y más se expande, tiene un significado social de largo alcance. Las actividades diarias de los negocios en Norteamérica han asumido un carácter criminal. La clase dirigente ha acumulado la riqueza enorme mediante la destrucción consciente de los recursos industriales, económicos y sociales. Los capitanes de industria podrían referirse a sus años a la cabeza de las empresas con una modificación parcial de las palabras de César: “Vine, vi y robé”. De hecho, no hay diferencias significantes entre los negociantes mafiosos que han saqueado a Rusia por más de una década y los elementos criminales que han saqueado las empresas estadounidenses. Tampoco existe diferencia fundamental en los métodos utilizados por la clase capitalista para lograr sus objetivos internacionales. Ellos codician el petróleo iraquí, y, por lo tanto, planean robárselo con la ayuda de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos.

Es la responsabilidad de los estudiantes oponerse a estos criminales, pero esta oposición debe basarse en la comprensión científica de la dinámica social y política de la sociedad capitalista. La lucha seria y sostenida contra la guerra imperialista no puede separarse de la lucha contra los intereses socioeconómicos que forman las bases de la guerra: el sistema capitalista. Más aún, tal lucha sólo puede ser exitosa si se enfoca en la movilización de la fuerza social en los Estados Unidos y a nivel internacional que objetivamente se opone al capitalismo. Esa fuerza social es la clase obrera, que consiste de la gran mayoría de la población de la sociedad capitalista moderna.

Por lo tanto, el corazón de la lucha contra la guerra es la organización y movilización de la clase obrera como fuerza política independiente. En los Estados Unidos, esto significa, en primer y último lugar, la liberación de la clase obrera del dominio político del Partido Demócrata y la formación de un nuevo partido independiente basado en un programa socialista. La característica fundamental de este partido debe de ser el compromiso con la lucha contra el imperialismo, basado en la unidad internacional de la clase obrera.

Ese partido existe en los Estados Unidos Es el Partido Socialista por la Igualdad, que está en solidaridad política con el Comité Internacional de la Cuarta Internacional. Les pedimos que consideren unirse a este partido.

Notas:

1. La Red de pobreza, la reducción de la pobreza y el Banco Mundial, Resumen Ejecutivo del Banco Mundial.
2. Anatomía de los Juicios de Nuremberg (Nueva York, 1992), p. 641
3. Ibid, p. 51
4. Ibid, pp. 51-52
5. Stanley Weintraub, La Guerra de MacArthur: Corea y el desenmascarar de un héroe estadounidense (Nueva York, 2000) pp. 253-54
6. Asuntos exteriores, vol. 70, no. 1, 1991, p. 33.
7.Escritos de León Trotsky 1933-34 (Nueva York, 1998) p. 302
8. Nueva York, 1991. pp. 210-11.
9. Nueva York, 2002, p. 153.