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Nuevo libro de David North

Un cuarto de siglo de guerra: La ofensiva de Estados Unidos por la hegemonía mundial – 1990-2016

Publicamos aquí el prefacio del último libro de David North, titulado: “Un cuarto de siglo de la Guerra: La ofensiva de Estados Unidos por la hegemonía mundial 1990-2016 (A Quarter Century of War: The US Drive for Global Hegemony 1990–2016. El libro será publicado el 10 de agosto en su versión en inglés, y está disponible para ordenarlo hoy en su versión inglés de la editorial Mehring en dos versiones, una de tapa dura y la otra de tapa blanda.

“Durante la época de la crisis, la hegemonía de los Estados Unidos se hará sentir más completa, más clara, más implacablemente que en un período de prosperidad”.

— León Trotsky, 1928

" El capitalismo de Estados Unidos se enfrenta con los mismos problemas que en 1914 empujaron a Alemania a la guerra. ¿Está dividido el mundo? Hay que redividirlo. Para Alemania se trataba de ’organizar Europa’. Estados Unidos tiene que ’organizar’ el mundo. La historia está enfrentando a la humanidad con la erupción volcánica del imperialismo norteamericano."

— León Trotsky, 1934

Este tomo compila los informes políticos, conferencias públicas, las declaraciones del partido, ensayos y polémicas documentando la respuesta del Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI) al cuarto de siglo de guerras lideradas por Estados Unidos comenzando en 1990-1991. El análisis de los eventos que aquí se presentan, aunque escritos a medida que se desarrollaban, han perdurado el paso del tiempo. El Comité Internacional no posee una bola de cristal. Su labor se basa en una comprensión marxista de las contradicciones del imperialismo estadounidense y mundial. Por otra parte, el método de análisis marxista examina los acontecimientos no como una secuencia de episodios aislados, sino como momentos en la evolución de un proceso histórico más amplio. Este enfoque de orientación histórica sirve como defensa contra reacciones impresionistas a los más recientes acontecimientos políticos. Se reconoce que la causa esencial de un evento es raramente evidente en el momento de su ocurrencia.

Gran parte de lo que en la prensa burguesa pasa por análisis consiste en nada más que poner un signo de igual entre una descripción impresionista de algún acontecimiento y su causa más profunda. Este tipo de análisis político legitima las guerras de Estados Unidos como respuestas necesarias a una u otra personificación del mal: Saddam Hussein en Irak, el "tirano" Farah Aidid en Somalia, Slobodan Milosevic en Serbia, Osama Bin Laden de Al Qaeda, el Mulá Omar en Afganistán, Muammar Gadafi en Libia; y, más recientemente, Bashar al Assad en Siria, Kim Jong Un en Corea, y Vladimir Putin en Rusia. Estados Unidos agrega nuevos nombres continuamente a la lista negra de los de monstruos que requieren ser destruidos. Esta lista es ampliable hasta el infinito.

El material en este tomo es una crónica de un enfoque muy diferente y mucho más sustancial para examinar la política exterior de estadounidense.

En primer lugar, es de gran importancia que el Comité Internacional interpretara el colapso de los regímenes estalinistas de Europa del Este en 1989-90, y la disolución de la Unión Soviética en 1991, como aspectos de una crisis existencial de todo ese sistema global de estados naciones, que había surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. En segundo lugar, el CICI anticipó que la ruptura del equilibrio establecido en los años de la posguerra conduciría rápidamente a un resurgimiento del militarismo imperialista. Hace 26 años, en agosto de 1990, fue capaz de pronosticar las consecuencias a largo plazo de la guerra del gobierno de Bush contra Irak:

Anuncia el inicio de un nuevo reparto imperialista del mundo. El fin de la época de la posguerra significa el fin de la época poscolonial. Al proclamar el "fracaso del socialismo", la burguesía imperialista, en los hechos –aunque todavía no en palabras— proclama el fracaso de la independencia nacional. La profundización de la crisis que encaran todas las grandes potencias imperialistas las obliga a asegurarse el control sobre recursos y mercados estratégicos. Otra vez tienen que subyugar a antiguas colonias que habían alcanzado independencia política. En su brutal asalto contra Irak, el imperialismo anuncia la intención de restaurar el tipo de dominación desenfrenada sobre los países atrasados que existía antes de la Segunda Guerra Mundial”. [1]

Este análisis fundamentado en la historia impartió el contexto esencial para poder comprender la Guerra del Golfo de 1990-91, otras guerras lanzadas durante esa década y también la "guerra contra el terrorismo," después del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.

En un artículo de primera plana publicado recientemente, el New York Times puso el dedo en el renglón de un importante hito en la presidencia de Barack Obama: "Ha estado en guerra más tiempo que el señor George W Bush, o cualquier otro presidente de Estados Unidos." Con los varios meses que quedan en su período de gobierno, va a establecer un nuevo récord. El Times escribió:

“Si Estados Unidos sigue peleando en Afganistán, Irak y Siria hasta el final del segundo período presidencial de Obama, lo que es casi una certeza dado el reciente anuncio del presidente de enviar 250 adicionales fuerzas de operaciones especiales a Siria, dejará un improbable legado en la historia de Estados Unidos habiendo sido presidente durante dos cuatrienios con la nación en guerra”. [2]

Para lograr su récord, Obama se ha encargado de mortíferas acciones militares en siete países: Irak, Afganistán, Siria, Libia, Pakistán, Somalia y Yemen. Ese número sigue aumentando, ahora que Estados Unidos intensifica sus operaciones militares en África. Para suprimir la insurgencia de Boko Haram se requieren fuerzas estadounidenses en Nigeria, Camerún, Níger y Chad.

Sin ningún sentido de ironía, Mark Landler, autor del artículo del Times, nos recuerda que Obama fue el ganador del Premio Nobel de la Paz en 2009. El autor representa al presidente como alguien que "sigue tratando de cumplir promesas que hizo como candidato antibélico….” Continua diciendo que Obama "batalla con esta realidad inmutable [de la guerra] desde su primer año en la Casa Blanca.”

Landler informa a sus lectores que Obama "se paseó entre las tumbas del cementerio militar nacional de Arlington, antes de ordenar el envío de 30.000 soldados más a Afganistán." Les recuerda un pasaje del discurso de 2009 aceptando el Premio Nobel, en el que, con cansada insistencia, el presidente lamenta que la humanidad necesite reconciliar "dos verdades aparentemente irreconciliables, que la guerra es a veces necesaria, y que la guerra es una expresión de la irracionalidad humana."

Durante los cuatrienios de Obama, la irracionalidad claramente ha tenido la sartén por el mango sin que este héroe de Landler pueda hacer nada. Obama halla que es "exasperante y difícil terminar sus guerras."

Para tener el carácter de tragedia genuina le falta a este retrato de Obama del Times algo esencial: Identificar las fuerzas objetivas, independientes de la voluntad del presidente, que frustraron y abrumaron sus altos ideales y aspiraciones humanitarias. Si el señor Landler quiere que sus lectores se apenen de este hombre amante de la paz que, al llegar a la presidencia, personalmente se encarga de mandar a asesinar con drones, que se transforma en una especie de monstruo moral, el corresponsal del Times debería haber identificado las circunstancias históricas que determinan el "trágico" destino de Obama.

El Times evita ese desafío. No logra conectar la crónica bélica de Obama a toda la historia de la política exterior de Estados Unidos durante el último cuarto de siglo. En verdad Estados Unidos ha estado en guerra casi continuamente desde la el primer enfrentamiento contra Irak en 1990-91, antes de que Obama llegara a la presidencia en el 2009.

La anexión de Kuwait en agosto de 1990 se convirtió en el pretexto para la Guerra del Golfo. No obstante, la violenta reacción de Estados Unidos a la disputa del presidente iraquí Saddam Hussein con el emir de Kuwait derivaba de condiciones y consideraciones globales más amplias. El contexto histórico de la operación militar de Estados Unidos fue disolución de la Unión Soviética, que entonces era inminente y que finalmente ocurrió en diciembre de 1991. En anticipación, el primer presidente Bush había declarado el inicio de un "Nuevo Orden Mundial." [3] Con esa frase Bush dejaba en claro que Estados Unidos se consideraba libre para reestructurar el mundo de acuerdo a los intereses de la clase capitalista estadounidense, sin el estorbo de la realidad del poder militar compensatorio de la Unión Soviética o la posibilidad de revolución socialista. La disolución de la URSS, aclamado por Francis Fukuyama como el "fin de la historia", significó para los estrategas del imperialismo estadounidense el fin de restricciones militares.

Es una de las grandes ironías de la historia que el ascenso indiscutible de Estados Unidos al estatus de potencia imperialista dominante, durante la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, coincidió con el estallido de la Revolución Rusa de 1917. Esa revolución culmina, bajo la dirección del Partido Bolchevique, con la creación del primer estado obrero socialista en la historia. El 3 de abril de 1917, el presidente Woodrow Wilson pronunció ante el Congreso de Estados Unidos su mensaje de declaración de guerra, lo que marcó la entrada de los Estados Unidos al conflicto imperialista mundial. Dos semanas más tarde, V.I. Lenin regresaba a Rusia, que estaba en medio de la revolución, y reorientaba al partido bolchevique hacia la lucha para derrocar al Gobierno Provisional burgués.

Lenin y su principal aliado político, León Trotsky, insistieron en que la lucha por el socialismo estaba indisolublemente ligada a la lucha contra la guerra. El historiador R. Craig Nation argumenta:

“Para Lenin no había duda que la revolución era el resultado de una crisis del imperialismo y que los dilemas que ésta planteaba sólo podían resolverse en el plano internacional. La campaña por la hegemonía proletaria en Rusia, la lucha contra la guerra y la lucha internacional contra el imperialismo eran aspectos del mismo proceso. [4]

O sea que justo cuando Estados Unidos intenta hacerse árbitro de los destinos del mundo se enfrenta a un reto, en la forma de la Revolución Bolchevique, no sólo a la autoridad del imperialismo estadounidense, sino también al desarrollo económico, político –e incluso a la legitimidad moral— de todo el orden mundial capitalista. El historiador Melvyn P. Leffler escribió: "La retórica y las acciones de los bolcheviques estallaron temor, repulsión e incertidumbre en Washington." [5]

Otro historiador de la política exterior de Estados Unidos explica:

La gran mayoría de los líderes estadounidenses estaban muy preocupados con la Revolución Bolchevique; los inquietaba lo el presidente Wilson llamó el "sentimiento general de rebelión" contra el orden existente, y la creciente intensidad de esa insatisfacción. En sus mentes, la Revolución Bolchevique se había convertido en el emblema simbólico de todas las revoluciones que surgieron de ese descontento. Y eso es, tal vez, represente el entendimiento clave de la tragedia de la diplomacia estadounidense. [6]

Un Wilson desesperado en destruir el nuevo régimen revolucionario, envía una fuerza militar Rusia en 1918, del lado de las fuerzas contrarrevolucionarias durante la brutal guerra civil; aventura que se convierte en un fracaso desastroso.

En 1933 que Estados Unidos finalmente reconoce a la Unión Soviética. Indudablemente ese acercamiento diplomático es facilitado en parte por el hecho que el régimen soviético, ahora bajo la dictadura burocrática de Stalin, estaba en proceso de repudiar el internacionalismo revolucionario que había inspirado a los bolcheviques en 1917. El régimen de Stalin abandonaba la perspectiva de la revolución mundial a favor de alianzas con los estados imperialistas, en base a la "seguridad colectiva". Incapaz de logar una alianza de ese tipo con Gran Bretaña y Francia, Stalin firmó el infame pacto de no agresión con Hitler en agosto de 1939. Cuando Hitler invade la Unión Soviética, en junio de 1941, y Estados Unidos se mete en la Segunda Guerra Mundial, en diciembre de 1941, las exigencias de la lucha contra la Alemania nazi y el Japón imperial requirieren que el gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt forjara una alianza militar con la Unión Soviética. Siguiendo las derrotas Alemania y Japón, las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética se deterioraron rápidamente. El gobierno de Truman, oponiéndose a la extensión de la influencia soviética en Europa del Este, y temiendo el crecimiento de los partidos comunistas de Europa Occidental, puso en marcha el Plan Marshall en 1948; comenzaba la Guerra Fría.

El régimen del Kremlin puso en práctica una medidas nacionalistas, basadas en el programa estalinista del "socialismo en un solo país", traicionando los movimientos obreros y antiimperialistas que ocurrían a través del mundo. Aun así la mera existencia de un régimen que había surgido de una revolución socialista tuvo un impacto político radical en todo el mundo. Sin duda fue correcta la opinión de William Appleman Williams de que "los líderes estadounidenses durante muchos años temían más el reto implícito e indirecto de la revolución que lo que temían el poder real de la Unión Soviética”. [7]

En las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos nunca pudo ignorar la existencia de la Unión Soviética. El limitado apoyo político y material que la Unión Soviética y la República Popular de China, establecida en 1949, le daban a los movimientos antiimperialistas del "Tercer Mundo", le negaba a la clase dominante estadounidense la mano libre para lograr sus propios intereses. Las más notables evidencias de esos límites son las derrotas en Corea y Vietnam, el acuerdo entorno a la crisis de los misiles en Cuba, y la aceptación del dominio soviético en la región del Báltico y Europa del Este.

La existencia de la Unión Soviética y del régimen anticapitalista chino privaron a los Estados Unidos la posibilidad de tener libre acceso a la mano de obra humana y a su explotación, a materias primas y mercados potenciales de una gran parte del mundo, especialmente en Eurasia. Esto obligó a los Estados Unidos a entrar en acuerdos y ceder más de lo que hubiera preferido, en las negociaciones sobre cuestiones económicas y estratégicas con sus principales aliados en Europa y Asia, así como con los países más pequeños que aprovecharon para explotar las oportunidades tácticas que surgieron a causa de la Guerra Fría entre EE.UU. y la Unión Soviética.

La clase de poder estadounidense consideró la disolución de la Unión Soviética en diciembre de 1991, combinada con la restauración del capitalismo en China después de la matanza de la Plaza de Tiananmen en junio de 1989, oportunidades para rechazar los compromisos de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial y reestructurar la geopolítica global con el fin de establecer la hegemonía total de los Estados Unidos,.

Hubo elementos de autoengaño en la grandiosa respuesta estadounidense a la desintegración de la Unión Soviética. Las afirmaciones rimbombantes que Estados Unidos había ganado la Guerra Fría se basaron mucho más en un mito que una realidad. De hecho, la repentina disolución de la Unión Soviética tomó por sorpresa a todo los grupos políticos ligados a la política exterior de Washington. En febrero de 1987, del Consejo de Relaciones Exteriores había publicado una evaluación de las relaciones soviético estadounidenses, escrito por dos de sus más eminentes sovietólogos, Strobe Talbott y Michael Mandelbaum. En sus análisis de las discusiones entre Reagan y Gorbachov en las reuniones en Ginebra y en Reykjavik en 1986, los dos expertos llegaron a la conclusión:

“No importa cómo Gorbachov defina la Perestroika en la práctica y no importa cómo modifique la definición oficial de seguridad, la Unión Soviética resistirá presiones de cambio, de afuera o adentro, de arriba o abajo. Por lo tanto es probable que persistan las condiciones fundamentales de las relaciones soviético norteamericanas. Esto, a su vez, significa que es probable que perdure a la larga el ritual de las cumbres entre Estados Unidos y la Unión Soviética. . .” [8]

Talbott y Mandelbaum pronosticaron que ese "a la larga" iría a continuar no sólo durante el gobierno del "sucesor de Gorbachov," sino también del "sucesor del sucesor." Era de esperarse sólo cambios de poca sustancia en las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Desde el Consejo de Relaciones Exteriores concluyeron estos dos profetas:

“Sean quienes sean, y cualquier cambio que se haya producido en el ínterin, los líderes estadounidenses y soviéticos del próximo siglo seguirán encarando la misma gran interrogante –de como manejar su rivalidad con el fin de evitar la catástrofe nuclear –que había preocupado a Ronald Reagan y Mikhail Gorbachov en la segunda mitad de la década de 1980”. [9]

En contraste con la errónea prognosis de los expertos de Washington, el Comité Internacional reconoció en el régimen de Gorbachov el abismo de la crisis del estalinismo. "La crisis de Gorbachov", declara el CICI en un comunicado fechado 23 de marzo de 1987 "ocurre justo cuando todos los sectores del estalinismo mundial encaran convulsiones económicas y levantamientos de las masas. En todos los casos, de Beijing a Belgrado –la respuesta de los burócratas estalinistas es virar cada vez más abiertamente hacia la restauración capitalista”. [10]

El canto de victoria en la Guerra Fría fue acompañada en la élite de poder con una desastrosa sobreestimación del poder y el potencial del capitalismo estadounidense. La búsqueda de la hegemonía supone la capacidad de EE.UU. para contener fuerzas económicas y políticas centrífugas desatadas por el capitalismo global. Incluso durante el apogeo de su poder, un inmenso proyecto de este tipo hubiese excedido las capacidades de los estadounidenses. Consumida por la euforia generada por el fin de la Unión Soviética, la clase de poder optó por ignorar las raíces profundas y prolongadas de la crisis de la sociedad norteamericana. Analizando las condiciones tanto de los Estados Unidos y la Unión Soviética entre 1960 y 1990, algún observador objetivo bien podría haber preguntado ¿cuál de los dos atravesaba una mayor crisis? Durante las tres décadas que precedieron a la disolución de la URSS, altos niveles de inestabilidad política, social y económica predominaban en Estados Unidos.

Tan solo hay que considerar la suerte de los presidentes en el poder durante esas tres décadas: (1) El gobierno de Kennedy terminó trágicamente en noviembre de 1963 con un asesinato político, en medio de la escalada de las tensiones sociales y las crisis internacionales; (2) Lyndon B. Johnson, sucesor de Kennedy, fue incapaz de postularse a la reelección en 1968, como resultado de los tumultos urbanos y el enorme repudio a la invasión estadounidense de Vietnam; (3) Richard Nixon se vio obligado a renunciar en agosto de 1974, después de que el Comité Judicial de la Cámara de Representantes votó a favor de su destitución por cargos relacionados con su criminal subversión de la Constitución; (4) Gerald Ford, que se convirtió en presidente al renunciar Nixon, fue derrotado en las elecciones de noviembre de 1976 en medio del rechazo popular sobre los crímenes de Nixon y la debacle militar de Estados Unidos en Vietnam; (5) el mandato de Jimmy Carter estuvo dominado por una crisis inflacionaria donde la tasa de interés federal preferencial subió al 20 por ciento, una amarga huelga nacional de tres mes de los mineros del carbón, y los temblores políticos generados por la revolución iraní; (6) los años de Ronald Reagan, a pesar de toda la alharaca sobre "el amanecer” de Estados Unidos se caracterizaron por recesión, amarga tensión social, y una serie de desastres en el Oriente Medio y América Central. El descubrimiento de un negociado ilegal para financiar las operaciones paramilitares en Nicaragua (la crisis Irán-Contra) llevo a Reagan al borde de un juicio político y su posible destitución de la presidencia. El Partido Demócrata lo rescató, ya que no tenía ningún deseo de destituir a un presidente políticamente debilitado y que ya presentaba síntomas de demencia.

El factor dominante en todos esos gobiernos, desde Kennedy a Reagan, fue la erosión de la situación económica global de los Estados Unidos. El incuestionable dominio de las casas de finanzas y la industria estadounidense a fines de la Segunda Guerra Mundial había asentado los cimientos económicos del sistema de Bretton Woods basado en la convertibilidad dólar-oro, que sirvió de base para la estabilidad y el crecimiento capitalista global. A fines de los años 1950, ya sufría el sistema crecientes dificultades. Durante el gobierno de Kennedy las desfavorables tendencias en la balanza comercial de Estados Unidos comienzan a preocupar. El 15 de agosto de 1971, Nixon terminó repentinamente con el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos internacionales, anclado en la convertibilidad de US$ 35 por una onza de oro. Durante los años 1970 y 1980, detrás del declive del tipo de cambio del dólar estaba el deterioro económico de Estados Unidos.

La respuesta beligerante de los Estados Unidos a la disolución de la Unión Soviética en 1991 es evidencia de la debilidad del capitalismo estadounidense, no de su fortaleza. El apoyo abrumador de la élite gobernante a una política exterior muy agresiva surgió de la ilusión de que Estados Unidos podría revertir la erosión prolongada de su posición económica mundial a través del despliegue de su bárbaro poder militar.

La Guía de Planificación de Defensa (Defense Planning Guidance), elaborado por el Departamento de Defensa en febrero de 1992, afirma sin ambigüedades las pretensiones hegemónicas del imperialismo estadounidense:

“Existen otras naciones o coaliciones potenciales que podrían, en el futuro lejano, desarrollar objetivos estratégicos junto a una postura de defensa de dominio regional o global. Nuestra estrategia debe ahora centrarse en excluir la aparición de cualquier futuro competidor global en potencia”. [11]

Durante los 1990 ocurre el uso persistente del poder militar estadounidense; resalta la primera Guerra del Golfo seguida por la guerra para desmembrar a Yugoslavia. La brutal reestructuración de los estados de balcánicos, que provocó una guerra civil fratricida, culminó con la campaña de 1999 de bombardeo liderado por Estados Unidos para obligar a Serbia a aceptar la secesión de la provincia de Kosovo. En esa década ocurrieron otras importantes aventuras militares como la intervención en Somalia, que terminó en un desastre, la ocupación militar de Haití, el bombardeo de Sudán y Afganistán, y repetidos ataques aéreos contra Irak.

Los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 fueron al oportunidad de iniciar la "guerra contra el terrorismo", consigna propagandística que sirve para justificar todos los asaltos militares por todo el Oriente Medio, Asia Central y África (cada vez más frecuentemente). Crearon el pretexto que el gobierno de Bush necesitaba para institucionalizar la guerra como un instrumento legítimo y normal de la política exterior de Estados Unidos.

En el otoño del 2001, el gobierno del segundo presidente Bush ordenó la invasión de Afganistán. En los discursos que siguieron al once de septiembre, Bush utilizó la frase "guerras del siglo XXI". Esta vez, el presidente que usualmente hablaba de una manera inarticulada, lo hizo con precisión. Desde un principio fue concebida la "guerra contra el terrorismo" como una serie interminable de operaciones militares en todo el mundo. Cada guerra conduciría necesariamente a otra. Afganistán resultó ser un ensayo general para la invasión de Irak.

La estrategia militar de los Estados Unidos cambia para adaptarla a la nueva doctrina de "guerra preventiva" adoptada por los EE.UU. en el 2002. Esta doctrina, que viola el derecho internacional existente, le da a Estados Unidos el derecho de atacar a cualquier país del mundo que dizque represente una amenaza potencial, no sólo militar sino también de carácter económico a los intereses estadounidenses.

En un truco de magia verbal, el gobierno de Bush justificó la invasión de Irak como una guerra preventiva, llevada a cabo en respuesta a la amenaza inminente que representaban las "armas de destrucción masiva" de ese país para la seguridad nacional de los Estados Unidos. Por supuesto, la amenaza era tan inexistente como eran las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. En todo caso, para el gobierno de Bush deja de haber distinción de significado entre guerras que responden a amenazas reales y guerras preventivas, en efecto afirmando el derecho de Estados Unidos para atacar a cualquier país, independientemente de la existencia o no existencia de una amenaza inminente a la seguridad nacional. Cualquiera que sea la terminología empleada con fines propagandísticos por presidentes de Estados Unidos, éstos se adhieren a la doctrina ilegal de guerra en anticipación de alguna amenaza, futura o imaginaria.

El alcance de las operaciones militares cada vez se hace más amplio. Se inician nuevas guerras mientras continuaban las más antiguas. La invocación cínica de los derechos humanos se utilizó para hacer la guerra contra Libia y derrocar el régimen de Muamar Gadafi en 2011. Se empleó el mismo pretexto hipócrita para organizar una guerra de poder en Siria. Las consecuencias de estos crímenes, en términos de vidas y sufrimiento humano, son incalculables.

El último cuarto de siglo de guerras instigadas por Estados Unidos debe ser estudiado como una cadena de eventos interconectados. La lógica estratégica de la unidad de Estados Unidos por la hegemonía mundial se extiende más allá de las operaciones neocoloniales en el Oriente Medio y África. Las continuas guerras regionales son elementos de una rápida escalada en la confrontación de los Estados Unidos con Rusia y China.

La importancia esencial de los acontecimientos de 1990-91 está hoy siendo revelado a través del prisma de los esfuerzos de Estados Unidos para controlar la amplia región continental eurasiática, que le es estratégicamente crítica. Pero esta última etapa en la lucha permanente por la hegemonía mundial, que se encuentra en el corazón del conflicto con Rusia y China, saca a relucir latentes y potencialmente explosivas tensiones entre Estados Unidos y sus actuales aliados imperialistas incluyendo –para nombrar el más significativo posible adversario– Alemania. Las dos guerras mundiales del siglo XX no fueron el producto de malos entendidos. El pasado es prólogo. Como pronosticó el Comité Internacional en 1990-91, la ambición estadounidense de hegemonía mundial despierta latentes rivalidades interimperialistas bajo la superficie de la política mundial. Surgen abiertamente dentro de Europa, insatisfacciones con el papel de Estados Unidos como el árbitro final de los asuntos del mundo. El Ministro de Asuntos Exteriores alemán, Frank-Walter Steinmeier, ha rechazado directamente la dominación global de Washington en un provocativo ensayo, publicado en Foreign Affairs, la revista autoritaria del Consejo estadounidense de Relaciones Exteriores:

“Cuando las consecuencias de la guerra de Irak tambalean a Estados Unidos; cuando la UE encara problemas propios, atravesando una serie de crisis, Alemania se mantiene fuerte.. .”

“Hoy Estados Unidos y Europa se encuentran en aprietos tratando de conducir el mundo. La invasión de Irak en 2003 dañó permanente su posición hegemónica. Después de la caída de Saddam Hussein, la violencia sectaria desmembró a Irak y el poder estadounidense en la región comenzó a debilitarse. No pudo el gobierno de George W. Bush cambiar el orden político de la región mediante la fuerza y los costos políticos, económicos y de “poder suave” de esta aventura socavaron la posición global de Estados Unidos. La ilusión de un mundo unipolar se ha desvanecido”. [12]

Steinmeier reprocha a Estados Unidos: "Nuestra experiencia histórica ha barrido con la idea del excepcionalísimo nacional –para cualquier nación". [13]

No pueden explicar la cadena de conflictos estadounidense aquellos periodistas y académicos, que trabajan en el marco de las fábulas oficiales de defensa de los derechos humanos y "guerra contra el terrorismo" –desde la Guerra del Golfo de 1990-91, a la actual expansión de la OTAN 1.300 kilómetros hacia el este y el actual "giro a Asia". Con frecuencia Estados Unidos y sus aliados realizan maniobras de guerra en Europa del Este, cerca de las fronteras rusas, y en aguas estratégicamente críticas frente a la costa de China. No es difícil imaginar una situación en la que los acontecimientos –ya sea como resultado de cálculo deliberado o un error imprudente de mal cálculo– hagan estallar una conflagración entre potencias nucleares. En el año 2014, cuando el centenario de la Primera Guerra Mundial se acercaba, un sinnúmero de ensayos académicos se refirieron a las similitudes entre las condiciones que precipitaron ese desastre en el mes de agosto 1914 y las tensiones de hoy.

Una congruencia entre hoy y 1914 es la creciente sensación compartida por estrategas políticos y militares que la guerra entre los Estados Unidos y China o Rusia es inevitable. Ese supuesto fatalista influye cada vez más en los juicios y las acciones de los dirigentes en más alto nivel del Estado. Se convierte en un factor dinámico que en sí aumenta la probabilidad de un brote de guerra. Un especialista en geopolítica internacional escribió recientemente:

“No bien líderes y militares calculen que la guerra es inevitable, la cuestión ya no es si habrá o deberá haber una guerra, sino cuando es más ventajoso hacer guerra. Incluso aquellos que no sean ni ávidos ni optimista sobre los resultados una guerra pueden optar por luchar cuando actúan en un entorno de inevitabilidad”. [14]

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial no ha existido un peligro tan grande de una nueva guerra mundial. El peligro se acentúa aún más porque el pueblo tiene poca conciencia del peligro de guerra. ¿Qué porcentaje de la población estadounidense, hay que preguntarse, se da cuenta de que el presidente Barack Obama ha comprometido formalmente a los Estados Unidos ir a la guerra en defensa de Estonia, en el caso de un conflicto entre ese pequeño país báltico y Rusia? Los medios de comunicación cortésmente se abstienen de pedir al presidente a declarar cuántos seres humanos morirían en el caso de una guerra nuclear entre los Estados Unidos y Rusia o China, o ambas a la vez.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, León Trotsky advirtió que una catástrofe amenazaba toda la cultura de la humanidad. La historia demostró que estaba correcto. En menos de una década, la Segunda Guerra Mundial cobró la vida de más de cincuenta millones de personas. Una vez más debemos hacer sonar la alarma. Hay que decirle la verdad a la clase trabajadora y la juventud en los Estados Unidos y de todo el mundo.

El desarrollo progresivo de una economía mundial integrada a nivel global es incompatible con el capitalismo y el sistema de estados nacionales. Para frenar y evitar una catástrofe global, hay que crear un nuevo y poderoso movimiento internacional en base a un programa socialista, guiado de manera estratégica por los principios de la lucha revolucionaria de clases. El Comité Internacional rechaza la geopolítica imperialista, donde los estados nacionales luchan brutalmente por el dominio regional y global. Propone como alternativa la estrategia de la revolución socialista mundial. Como aconsejaba Trotsky, nosotros seguimos “el mapa de la lucha de clases y no el de las batallas bélicas” [15]

En las semanas previas a la invasión de Irak en 2003, ocurrieron enormes manifestaciones contra la política de guerra de Estados Unidos y sus aliados. Millones de personas salieron a las calles. Sin embargo la oposición pública prácticamente desapareció después comienzo de la guerra. De ninguna manera indica apoyo a la guerra la ausencia de protesta popular. Más bien ejemplifica el repudio de su propia oposición al imperialismo durante la guerra de Vietnam, del ex movimiento de protesta de clase media.

Crecen la señales de radicalización política entre significativos sectores de la clase trabajadora y la juventud. Es sólo cuestión de tiempo para que esta radicalización se transforme en rechazo conciente a la guerra. El objetivo de este volumen es impartir al nuevo movimiento contra la guerra una perspectiva y programa socialista e internacionalista.

Notas:

[1] Véase "Agosto 1990: En vísperas de la Primera Guerra Estados Unidos-Irak", Parte 1, un Cuarto de Siglo de Guerra.

[2] Marcos Landler, "Para Obama, un legado inesperado de dos períodos completos en guerra", New York Times, 14 de Mayo 2016.

[3] Documentos Públicos de los presidentes de los Estados Unidos: George H. W. Bush, el Estado de la Unión, 29 de enero de 1991. www.presidency.ucsb.edu/ws/?pid=19253

[4] R. Craig Nation, “Guerra a la guerra: Lenin, la izquierda de Zimmerwald, y los orígenes del internacionalismo comunista.” ( Durham y Londres: Duke University Press, 1989 ), Pág. 173.

[5] Melvyn P. Leffler, “El fantasma del comunismo: Los Estados Unidos y los orígenes de la Guerra Fría, 1917-1953.” (Nueva York: Hill y Wang, 1994), Pág.. 6.

[6] William Appleman Williams, “The Tragedy of American Diplomacy” (Nueva York y Londres: W. W. Norton & Company, 1972), Pág.. 105-06.

[7] Ibid., Pág.. 105.

[8] Michael Mandelbaum and Strobe Talbott, “ Reagan and Gorbachev”, (New York: Vintage Books, 1987), Pág.. 189.

[9] Ibid., Pág.. 190.

[10] Declaración del Comité Internacional de la Cuarta Internacional, "Qué ocurre en la URSS? Gorbachov y la crisis del estalinismo”, Fourth International, junio de 1987, Pág.. 37.

[11] Departamento de Defensa de Estados Unidos, Defensa Planning Guidance (según lo publicado por el New York Times el 8 de marzo de 1992), http://nsarchive.gwu.edu/nukevault/ebb245/doc03_extract_nytedit.pdf. También conocida como la Doctrina Wolfowitz, el 18 de febrero de 1992, un memorándum de veinticuatro página fue filtrado al New York Times el 7 de marzo., 1992

[12] Frank-Walter Steinmeier, "El nuevo papel global de Alemania: Berlín intensifica", Foreign Affairs. Vol 85, No. 4: (julio / agosto de 2016), Pág.. 106-107.

[13] Ibid., Pág.. 110.

[14] Steven E. Miller, "El Siglo Sarajevo-1914 y el ascenso de China", en Richard N. Rosecrance y Steven E. Miller, eds., “La siguiente gran guerra? Las raíces de la Primera Guerra Mundial y el riesgo de Conflicto un EE.UU.-Chino.” (Cambridge, MA: MIT Press, 2014), Pág.. xi.

[15] "La guerra y la Cuarta Internacional," 10 de junio 1934; Escritos CEIP; http://www.ceipleontrotsky.org/La-guerra-y-la-Cuarta-Internacional,136

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