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Perspectiva

El legado político de Fidel Castro

El anuncio de la muerte de Fidel Castro el 25 de noviembre por la noche, una de las figuras más importantes del siglo XX, ha provocado reacciones públicas variadas que reflejan las polémicas contradicciones de su legado histórico.

Su muerte a los 90 años ocurrió casi una década después de que dejó a un lado las riendas del Estado, con las que ejercía un control incontestable sobre la vida política de Cuba. Durante casi medio siglo fue “presidente de por vida”, primer secretario del Partido Comunista y comandante en jefe del ejército cubano. Una gran parte de sus responsabilidades fueron transferidas dinásticamente a su hermano menor, Raúl Castro, quien ya tiene 85 años de edad.

Su gobierno duró más que el de diez presidentes estadounidenses juntos, desde Eisenhower hasta George W. Bush— todos quienes estaban comprometidos a derrocar a Castro, incluso a través de cientos de intentos de asesinato, la invasión abortada de Playa Girón organizada por la CIA en 1961, y el bloqueo económico más largo en la historia del mundo.

La longevidad de su carrera política es en muchos aspectos sorprendente. Sin duda, su forma de gobierno era en ciertos elementos la de un caudillo; podía llegar a ser despiadado hacia quienes consideraba ser sus rivales y opositores políticos. Al mismo tiempo, poseía un carisma personal y un grado de humanismo que le permitieron conseguir un amplio apoyo en las masas oprimidas de Cuba, así como en distintos sectores de los intelectuales y jóvenes radicalizados alrededor del mundo.

La reacción de la prensa estadounidense a su muerte ha sido predecible. Las denuncias editoriales del “brutal dictador” han sido acompañadas por una cobertura repugnante con mayor atención a unos cientos de exiliados cubanos derechistas que bailan en las calles de Little Havana en Miami que al luto, real y sombrío, en Cuba.

Diez años después de haber dejado el poder, Castro ha conservado una base popular reducida pero aún significativa. Esto refleja el apoyo a las innegables mejoras en las condiciones sociales de los sectores más empobrecidos del país forjadas por la revolución que dirigió en 1959.

Este cambio en los índices sociales del país se hace evidente al compararlos con las condiciones en la vecina República Dominicana, con aproximadamente la misma población y el mismo producto interno bruto. La tasa de homicidios en Cuba es menos de una cuarta parte de la dominicana; la expectativa de vida es seis años más alta (79 y 73); y la tasa de mortalidad infantil cubana es aproximadamente una sexta parte de la dominicana. Es representativo, además, que los niveles de alfabetización de Cuba y las tasas de mortalidad infantil son también superiores a las de Estados Unidos.

Las denuncias de los medios de comunicación estadounidenses de represión política deben ser colocados en un contexto histórico. Por todo un siglo, EE.UU. ha apoyado a innumerables dictaduras responsables por la muerte de cientos de miles de personas sólo en América Latina. Castro y el castrismo fueron en la última instancia el producto de esta amarga y sangrienta historia.

La propia evolución política de Castro fue moldeada por las varias décadas de saqueos y opresión del imperialismo estadounidense durante varias décadas como resultado de la transformación de la isla tras la guerra entre España y EE.UU. de 1898, de una colonia española a una semicolonia de Washington. En virtud de la llamada Enmienda Platt, Estados Unidos se otorgó el “derecho” de intervenir en los asuntos cubanos a su gusto y se apoderó de la Bahía de Guantánamo como una base militar.

La dictadura de Batista respaldada por EE.UU.

Antes de la revolución, el agente de Washington en La Habana era Fulgencio Batista. A la cabeza de una feroz dictadura, gobernaba por los intereses de las corporaciones extranjeras, la oligarquía nacional y la mafia, los cuales convirtieron al país en un casino y en una capital para la prostitución. La tortura era rutinaria y el propio John F. Kennedy comentó que el régimen de Batista fue responsable de los asesinatos políticos de al menos 20.000 cubanos.

Por lo vicioso que fuese, no era único en la región. Durante el mismo período, Washington respaldó a los regímenes criminales de Trujillo en la República Dominicana, Duvalier en Haití y Somoza en Nicaragua.

Los que intentaron cambiar el statu quo por vías democráticas fueron eliminados violentamente, como quedó claro con el golpe de Estado militar organizado por la CIA del gobierno de Árbenz en Guatemala en 1954. El resultado de estas medidas fue la expansión del odio popular hacia Estados Unidos en todo el hemisferio.

Castro creció dentro de una familia terrateniente española y se desenvolvió políticamente en el estimulante ambiente de la política estudiantil nacionalista en la Universidad de La Habana. Varios reportes indican que el joven Castro fue un admirador de los fascistas José Antonio Primo de Rivera de España y del duce italiano, Benito Mussolini.

Una de sus experiencias formativas fue un viaje en 1948 como estudiante a Bogotá, Colombia. En ese momento, EE.UU. había convocado un congreso interamericano en Bogotá para fundar la Organización de Estados Americanos (OEA) con el fin de reforzar su hegemonía sobre la región. Durante la visita Castro, el asesinato del candidato del Partido Liberal, Jorge Gaitán, condujo a un levantamiento de masas conocido como el Bogotazo. La mayor parte de la capital colombiana fue destruida y alrededor de 3.000 personas resultaron muertas.

Castro reconoció que también fue influenciado por Juan Domingo Perón, el oficial militar que llegó al poder en Argentina, y que admiraba su populismo, antiamericanismo y los programas de asistencia social para los pobres que instituyó.

Cuándo Castro aún estaba en sus veintes, comenzó a luchar contra la dictadura respaldada por Estados Unidos de Batista como miembro del Partido Ortodoxo, una tendencia política nacionalista y anticomunista basada en la pequeña burguesía cubana. Después de postularse como candidato del partido a la legislatura cubana en 1952, Castro recurrió a la acción armada un año más tarde, con el fallido asalto al Cuartel Moncada. Doscientos insurgentes murieron o fueron capturados por el ejército.

Después de una breve sentencia de cárcel y el exilio, regresó a Cuba a finales de 1956 con un grupo relativamente reducido de partidarios armados. Sufrieron pérdidas abrumadoras en las primeras batallas contra las tropas gubernamentales. Sin embargo, apenas dos años más tarde, el poder cayó en manos de Castro y su Movimiento guerrillero 26 de julio, bajo condiciones en las que tanto la burguesía cubana como Washington habían perdido confianza en la capacidad de Batista para gobernar el país.

Muchos, alrededor del mundo, se simpatizaron con Castro, cuya revolución fue vista como una lucha por la democracia. Entre los que expresaron su apoyo al nuevo régimen, estaba el escritor estadounidense, Ernest Hemingway, quien dijo estar “encantado” con el derrocamiento de Batista.

Inicialmente, Castro indicó que no tenía nada de simpatía por el comunismo, insistiendo que su gobierno protegería el capital extranjero y les daría la bienvenida a nuevas inversiones privadas, y trató de llegar a un acuerdo con el imperialismo estadounidense.

Sin embargo, las masas de trabajadores y campesinos cubanos exigieron ver resultados de la revolución, mientras que Washington dejó claro que, a tan sólo 90 millas de sus costas, no toleraría ni siquiera las reformas sociales más modestas. Los círculos gobernantes estadounidenses esperaban que después de breves celebraciones por la caída de Batista, el nuevo gobierno volvería a ser el mismo. Por lo cual, se horrorizaron al ver que Castro de verdad tenía la intención de cambiar las condiciones sociales en la isla y elevar el nivel de vida de sus masas empobrecidas. Respondieron ante cualquier intento de alterar el orden existente con intransigencia.

En respuesta a una reforma agraria limitada, Washington buscó estrangular a la economía cubana, al reducir la cuota de exportación de azúcar de Cuba y luego negándole petróleo a la nación isleña.

Castro respondió con nacionalizaciones, primero de propiedades estadounidenses, luego de empresas cubanas y recurrió a la burocracia soviética para obtener ayuda. Al mismo tiempo, se dirigió hacia el descreditado Partido Socialista Popular estalinista en Cuba, el cual había apoyado a Batista y se había opuesto al movimiento guerrillero de Castro. Los estalinistas le proporcionaron el aparato político que le faltaba.

Castro formó parte de un movimiento nacionalista burgués y antiimperialista más amplio que se extendió a través de los países coloniales y oprimidos en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde surgieron figuras como Ben Bella en Argelia, Nasser en Egipto, Nkrumah en Ghana, Lumumba en El Congo, entre otros. Al igual que Castro, muchos de ellos intentaron explotar el conflicto de la Guerra Fría entre Washington y Moscú para resguardar sus propios intereses.

Sin duda, hubo un elemento oportunista en la autoproclamación de Castro de ser “marxista-leninista” y en su giro hacia la Unión Soviética. Sin embargo, también es cierto que, en 1960, la Revolución de Octubre que transformó a Rusia 43 años antes aún ejercía una influencia contundente a nivel internacional, a pesar de que la burocracia soviética había exterminado a los líderes de la revolución y cortado todos sus vínculos con el marxismo auténtico.

Mientras que las expectativas crecientes de las masas cubanas y la reacción obstinada del imperialismo estadounidense empujaron a Castro hacia la izquierda, él nunca fue un marxista en lo absoluto. Aunque sus intenciones originales de implementar reformas significativas en la sociedad cubana eran sinceras, su orientación política siempre fue de carácter pragmático.

En última instancia, Castro fue el que llevó más al extremo el acuerdo faustiano con el estalinismo soviético de recibir una enorme asistencia y subvenciones comerciales a cambio de que Cuba le sirviera a la burocracia soviética como una baza estratégica para su “coexistencia pacífica” con el imperialismo estadounidense.

Tras la traición final de la burocracia estalinista, la disolución de la URSS en 1991, Cuba entró en una crisis económica y social desesperada. El gobierno de Castro sólo pudo contrarrestar esto a través de una apertura cada vez mayor a la inversión capitalista extranjera, además de los crecientes subsidios de Venezuela, cuya propia crisis económica actual está cerrando esa fuente de ayuda también.

Acercamiento con Washington

Estas son las condiciones que sentaron las bases para un acercamiento entre Washington y Cuba, con la reapertura de la embajada de Estados Unidos en La Habana y la visita de Obama al país en marzo pasado. Por su parte, el capitalismo estadounidense está determinado a explotar la mano de obra barata de Cuba y sus mercados potencialmente lucrativos para contrarrestar la influencia que en expansión de sus rivales chinos y europeos en el país.

Los grupos gobernantes en Cuba ven la afluencia de capital estadounidense en el país como un medio para salvar su dominio político, con el ejemplo de China en la mira. La élite cubana espera resguardar sus propios privilegios y poder a expensas de la clase obrera cubana bajo condiciones en las que la desigualdad social en la isla se profundiza rápidamente.

No cabe duda de que estos cambios perturbaron a Castro en la última década de su vida. Durante este período, continuó escribiendo regularmente para los medios cubanos en una columna conocida como “Reflexiones”. Estos escritos proporcionaron poco conocimiento teórico, y reflejaban el pensamiento de un radical pequeñoburgués sincero.

Después de la visita de Obama a Cuba, Castro escribió una de sus últimas columnas para denunciar con amargura el discurso del presidente estadounidense en La Habana. Declaró: “Somos capaces de producir los alimentos y las riquezas materiales que necesitamos con el esfuerzo y la inteligencia de nuestro pueblo. No necesitamos que el imperio nos regale nada.”

La realidad, sin embargo, es que la visita de Obama y la campaña para “normalizar” las relaciones con el imperialismo estadounidense indicaron que la revolución de Castro—como cualquier otro movimiento nacionalista burgués y lucha de liberación nacional liderada por fuerzas de la clase media— llegó a un callejón sin salida al no haber podido resolver los problemas históricos derivados de la opresión imperialista de Cuba y ahora avanza hacia una restauración de las relaciones neocoloniales a las que previamente se había opuesto.

Sólo un cínico podría negar los elementos de heroísmo y tragedia en la vida de Castro y, sobre todo, en la prolongada lucha del pueblo cubano.

Sin embargo, el legado de Castro no puede evaluarse únicamente a través del prisma de Cuba, sino que debe tener en cuenta el impacto de su política a nivel internacional y, sobre todo, en América Latina.

En este sentido, el papel más catastrófico fue desempeñado por los nacionalistas izquierdistas en América Latina y por los pequeñoburgueses radicales en Europa y América del Norte, quienes promovieron la llegada de Castro al poder a la cabeza de un pequeño ejército guerrillero como un nuevo camino al socialismo. Afirmaban que, consecuentemente, no eran necesarias la intervención política consciente e independiente de la clase obrera ni la construcción de partidos revolucionarios marxistas. Los mitos que rodeaban a la revolución castrista y, en particular, las teorías retrógradas del guerrillismo propagadas por su antiguo aliado político, Che Guevara, fueron popularizadas como el modelo para la revolución en todo el hemisferio.

El papel del revisionismo pablista

Entre los defensores más prominentes de esta falsa perspectiva se encontraba la tendencia revisionista pablista que surgió dentro de la Cuarta Internacional, impulsada por Ernest Mandel en Europa y Joseph Hansen en Estados Unidos, y posteriormente por Nahuel Moreno en Argentina. Los pablistas insistieron en que la llegada de Castro al poder demostró que unas guerrillas armadas dirigidas por la pequeña burguesía y basadas en el campesinado podían convertirse en “marxistas naturales”. En otras palabras, indicaban que los hechos objetivos las obligarían a llevar a cabo la revolución socialista, dejando de lado a la clase obrera con un papel pasivo de espectadora.

También concluyeron que las nacionalizaciones de Castro habían creado un “Estado obrero” en Cuba, independientemente de la ausencia total de ningún órgano de poder obrero.

Mucho antes de la Revolución Cubana, León Trotsky rechazó explícitamente como simplista el identificar a las nacionalizaciones emprendidas por fuerzas pequeñoburguesas con la revolución socialista. El Programa de Transición, el documento fundacional de la Cuarta Internacional, escrito en 1938, declaró, “No obstante, no es posible negar categóricamente a priori la posibilidad teórica de que bajo la influencia de una combinación muy excepcional (guerra, derrota, crack financiero, ofensiva revolucionaria de las masas, etc.) los partidos pequeño burgueses sin excepción a los estalinistas, pueden llegar más lejos de lo que ellos quisieran en el camino de una ruptura con la burguesía.” Sin embargo, inmediatamente distinguió tales episodios de una verdadera dictadura del proletariado.

En respuesta a las expropiaciones llevadas a cabo por el régimen del Kremlin en el curso de su invasión de Polonia (en alianza con Hitler) en 1939, Trotsky escribió: “Nuestro criterio político primordial no es el cambio de las relaciones de propiedad en tal o cual área, por muy importante que sea, sino el cambio en la conciencia y organización del proletariado mundial, el afianzamiento de su capacidad para defender sus conquistas y proponerse otras nuevas.”

El Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI) luchó intransigentemente contra la perspectiva pablista, insistiendo que el castrismo no representaba un nuevo camino hacia el socialismo, sino que avanzaba una de las variantes más radicales de los movimientos nacionalistas burgueses que llegaron al poder en gran parte del antiguo mundo colonial. El CICI advirtió que la glorificación pablista del castrismo representaba un rechazo a toda la concepción histórica y teórica de la revolución socialista basada en Marx y que abría paso a toda clase de liquidaciones de los grupos revolucionarios reunidos internacionalmente por el movimiento trotskista hacia el campo del nacionalismo burgués y el estalinismo.

Con base en sus principios políticos, el CICI defendió a Cuba contra toda agresión imperialista; sin embargo, su análisis del castrismo fue arraigado en una evaluación más amplia sobre el papel del nacionalismo burgués en la época del imperialismo.

Defendiendo la teoría de la revolución permanente de Trotsky, escribió en 1961: “No es el trabajo de los trotskistas promover la causa de estos líderes nacionalistas. Ellos pueden disponer del apoyo de las masas simplemente porque la social-democracia y en particular el estalinismo traicionaron la responsabilidad de crear una dirigencia revolucionaria, y, de esta manera, se vuelven amortiguadores entre el imperialismo y las masas de trabajadores y campesinos. La posibilidad de la ayuda económica de la URSS a menudo los empuja a obtener un mejor regateo en sus negociaciones con los imperialistas, e incluso permite a los elementos más radicales del liderazgo burgués y pequeño-burgués atacar a la propiedad imperialista y obtener un mayor apoyo de las masas. Pero, para nosotros, en todos los casos la cuestión primordial es que la clase trabajadora de estos países logre su independencia política por medio de un partido marxista que dirija a los campesinos pobres para que forme soviets y reconozca las necesarias conexiones con la revolución socialista internacional. En ningún caso, en nuestra opinión, deberían los trotskistas reemplazar esto por la esperanza de que los líderes nacionalistas se conviertan en socialistas”.

Estas advertencias fueron trágicamente reivindicadas en América Latina, donde las teorías promovidas por los pablistas contribuyeron a desorientar a toda una generación de jóvenes radicalizados y trabajadores jóvenes lejos de la lucha para movilizar a la clase obrara contra el capitalismo y hacia luchas armadas suicidas que costaron miles de vidas. Al desorientar el movimiento obrero, sentaron las bases para que llegaran al poder dictaduras militares y fascistas.

Estas teorías le costaron la vida al propio Guevara en Bolivia. Ignorando las luchas militantes de los mineros y del resto de la clase obrera boliviana, trató de reclutar en vano un nuevo ejército guerrillero entre los estratos más atrasados y oprimidos del campesinado. Terminó aislado y prácticamente muriéndose de hambre antes de ser perseguido y ejecutado por la CIA y el ejército boliviano en octubre de 1967.

El destino de Guevara anticipó trágicamente las desastrosas consecuencias que el castrismo y el revisionismo pablista iban a tener en todo el hemisferio. De manera similar, en Argentina el culto de guerrillismo sirvió para confundir y desorientar al movimiento obrero revolucionario que estalló con las huelgas masivas del Cordobazo en 1969.

El propio Castro, actuando como cliente del bloque soviético e incorporándose a la realpolitik para resguardar la estabilidad de su propio régimen, trató de forjar lazos con los mismos gobiernos burgueses latinoamericanos que sus seguidores intentaban derrocar. De este modo, en 1971, viajó por Chile, celebrando el “camino parlamentario al socialismo” en ese país, mientras que los fascistas y los militares se preparaban para aplastar a la clase obrera. Elogió a los regímenes militares de Perú y Ecuador como antiimperialistas e incluso dio su apoyo al corrupto aparato gobernante del PRI en México después de haber regido sobre la masacre de estudiantes en 1968.

El impacto total de las políticas de Castro y de las tendencias políticas que lo glorificaban fue detener la revolución socialista en todo el hemisferio.

Ahora, las potencias imperialistas, en especial Estados Unidos, evalúan hasta qué punto puede ser utilizada la muerte de Castro para promover sus intereses en Cuba y en general.

El presidente Barack Obama emitió una declaración hipócrita en la que declaró: “La historia tomará nota y juzgará el enorme impacto que tuvo esta singular figura sobre el pueblo y el mundo a su alrededor”, asegurando que “el pueblo cubano debe saber que tiene un amigo y un socio en los Estados Unidos Estados de América”.

Por su parte, el presidente electo Donald Trump emitió una declaración en la celebró, “el fallecimiento de un dictador brutal que oprimió a su propio pueblo por casi seis décadas”. Aún se especula acerca de las posibilidades de que Trump cumpla con sus amenazas de abandonar las medidas promulgadas por Obama para facilitar la entrada de los bancos y corporaciones estadounidenses a Cuba.

Mientras que los representantes del imperialismo tratan de explotar la muerte de Castro para avanzar sus agendas de reacción, sigue siendo una tarea vital para una nueva generación de trabajadores y jóvenes estudiar la experiencia histórica del castrismo y la crítica vanguardista desarrollada por el Comité Internacional de la Cuarta Internacional con el fin de preparar a la clase obrera para las luchas revolucionarias de masas que se avecinan y construir los partidos que las guiarán.

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