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Perspectiva

El despido de Comey por parte de Donald Trump: Un nuevo nivel en la crisis del dominio burgués

El abrupto despido del director del FBI, James Comey, por parte del presidente estadounidense, Donald Trump, marca un nuevo nivel en la prolongada crisis del sistema político de este país. Esta decisión que tuvo lugar el martes ha sido seguida por una riña política dentro de la clase gobernante alrededor de cuestiones de política exterior, particularmente en relación con Rusia.

Los líderes demócratas y algunos republicanos están intensificando sus llamados por una comisión independiente o fiscal especial que investigue los vínculos entre Rusia y la campaña electoral de Trump. El comité de inteligencia del Senado anunció el miércoles que emitió una orden de comparecencia para el exasesor de seguridad nacional de Trump, Michal Flynn, para que provea información pertinente a sus comunicaciones con las autoridades rusas.

La decisión de Trump de despedir a Comey tiene todas las características de una administración en caos político, desesperada por no perder el control sobre el aparato estatal. Los informes de la prensa indican que antes de ser despedido, Comey le había pedido al Departamento de Justicia más recursos para impulsar la investigación de los presuntos ciberataques rusos durante las elecciones presidenciales.

El diario New York Times, que ha encabezado la campaña contra Rusia, comparó esta situación con la “Masacre del Sábado por la Noche” durante la crisis de Watergate en octubre de 1973, cuando Nixon obligó a su fiscal general y fiscal general adjunto a renunciar, seguidos por el despido del fiscal especial, Archibald Cox. El Times declaró que es necesaria una investigación para determinar “si la presidencia fue efectivamente robada por una potencia extranjera hostil”, es decir, Rusia.

Si hubiese un paralelo entre Watergate y el conflicto actual, es que ambos reflejan una profunda crisis del dominio burgués. Sin embargo, a diferencia de Watergate, ningún lado defiende actualmente algún principio democrático, independientemente de cuan limitado.

No cabe duda de que el gobierno de Trump representa algo nuevo en la política estadounidense: la aparición de elementos de fascismo y matonismo a las alturas del poder ejecutivo. Trump personifica el dominio desmaquillado de la oligarquía.

No obstante, Trump no salió de la nada. Es el producto de un largo proceso de decadencia política que alcanzó un punto de inflexión en el fraude electoral del año 2000, cuando el Partido Demócrata ni siquiera se opuso al robo de la presidencia por parte de una mayoría derechista en la Corte Suprema, permitiéndole a Bush tomar el poder a pesar de haber perdido el voto popular contra el candidato demócrata, Al Gore.

Los ocho años bajo Bush terminaron en una catástrofe tras otra, tanto en el ámbito militar (Irak) y social (el huracán Katrina) como en el económico (el desplome de Wall Street del 2008). Obama fue puesto en el poder para recomponer la imagen de la élite gobernante después de Bush, quien dejó el cargo como el presidente más odiado desde Nixon. El objetivo era contener el amplio descontento social tras la crisis económica y financiera del 2008. Pero el contenido de las políticas de Obama iba dirigido a expandir la agresión militar estadounidense en el extranjero e intensificar los ataques contra los niveles de vida de la clase trabajadora y los derechos democráticos en EE.UU.

La caída continua de las condiciones sociales de los trabajadores —en contraste con la bonanza en Wall Street— le permitió a Trump capitalizar la gran decepción en la población.

Para la burguesía, la ruptura con las formas constitucionales de gobierno que representa el gobierno de Trump trae consigo muchos peligros.

En el mismo New York Times, el exasesor de Bush, Peter Wehner, dio voz a estas inquietudes dentro de la élite gobernante. Escribe que Trump es “un hombre de tendencias iliberales y poco probable de ser controlado a través de normas y costumbres. No usaría el poder benévolamente, sino insensata e imprudentemente, de forma que podría socavar nuestras instituciones democráticas y la fe en nuestro gobierno”.

La revista Foreign Policy, en un comunicado escrito por su editor y CEO, David Rothkopf, un ex director general de la firma Kissinger Associates y exfuncionario del gobierno de Clinton, advirtió que bajo Trump, “Tenemos todos los componentes de una república bananera”. Rothkopf escribe que la democracia estadounidense corre el riesgo de desacreditarse completamente, llegando al punto que, “el mundo verá a EE.UU. como un Estado fallido, uno que está traicionando las ideas básicas sobre las cuales se fundó —que ningún individuo está por encima de la ley...”.

Sin embargo, es un hecho de enorme trascendencia política que el Partido Demócrata se ha opuesto a Trump con base en los criterios más reaccionarios posibles, enfocándose en exigirle una política exterior más agresiva en Siria y contra Rusia. Al demonizar al régimen de Putin en Moscú, los demócratas (junto con los republicanos más belicistas como John McCain) están sentando las bases para una guerra con Rusia, la cual resultaría en la aniquilación nuclear del planeta.

Existe un abismo social infranqueable entre la enorme oposición a Trump de los trabajadores y la juventud, la cual se vio reflejada en las importantes protestas de los primeros cuatro meses de su gobierno, y la campaña anti-Trump que han encabezado el Partido Demócrata y el aparato militar y de inteligencia.

Millones han marchado en oposición a la cacería de brujas contra inmigrantes de Trump, sus intentos para suprimir las ciencias climáticas, su desmantelamiento de regulaciones ambientales y sus ataques contra los derechos democráticos. No marchan por defender al FBI o pedir una guerra contra Rusia. Pero son precisamente esos los fundamentos del Partido Demócrata en alianza con los sectores predominantes de los mandos militares y de inteligencia. Al igual que Trump, estas fuerzas temen que surja un movimiento desde abajo y, por ende, buscan cooptar toda oposición que provenga desde la clase obrera y la juventud para encausarla a favor de intereses reaccionarios.

Lo que podría pasar en el conflicto dentro de la clase gobernante es incierto. Pero la historia demuestra que las crisis de dominio burgués preceden revoluciones sociales.

Para que la clase obrera pueda defender sus propios intereses, debe negarse a seguir cualquier facción de la élite política. Los demócratas y los republicanos son los partidos de los multimillonarios. La clase trabajadora tiene que oponerse al gobierno de Trump tomando como base su independencia política completa del sistema bipartidista y su propio programa socialista revolucionario contra todo el sistema del lucro capitalista.

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