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Perspectiva

La crisis política en Washington por el despido de Comey: El preludio de alzamientos revolucionarios

La crisis política que se cierne sobre Washington tiene consecuencias e implicaciones de gran alcance tanto para Estados Unidos como para el resto del mundo. El aparato estatal al centro del capitalismo mundial y principal potencia imperialista se está desgarrando visiblemente por conflictos internos y un vaivén de recriminaciones.

A raíz del furor por el despido del director del FBI, James Comey, la crisis que se ha venido desarrollando desde la inauguración del presidente Trump hace casi cuatro meses está llegando a una nueva etapa.

La cuestión inmediatamente en disputa dentro de la clase gobernante es clara. Durante la campaña electoral y desde entonces, los sectores dominantes del aparato militar y de inteligencia que apoyaron la campaña presidencial de la demócrata Hillary Clinton han estado preocupados de que el nuevo gobierno no continúe las campañas militares en Siria y contra Rusia. Es con base en esto que acusan a los rusos de ciberataques contra las elecciones estadounidenses y a Trump de ser “suave” con el presidente ruso, Vladimir Putin.

El ataque con misiles de crucero de Trump contra Siria a principios de abril fue aplaudido por los demócratas y la prensa, pero esto no duró mucho. Inmediatamente, le exigieron seguir este acto de agresión con una “estrategia integral” para derrocar al régimen sirio de Bashar al Asad.

Sin embargo, hay cuestiones más profundas. Mientras que el gobierno de Trump habla por y personifica a la aristocracia financiera estadounidense, también arrastra consigo problemas significativos para la clase gobernante. Más que cualquier otra presidencia en la historia, está plagada de corrupción y nepotismo. El magnate multimillonario de bienes raíces y estrella de televisión ha importado a la Casa Blanca los intereses personales de toda su familia extendida, la cual considera que controlar el poder ejecutivo es puramente una oportunidad para aumentar sus riquezas a una escala sinigual.

Para la burguesía, quién sea el ocupante de la Casa Blanca es una cuestión importante. Trump es visto como alguien errático e incontrolable, poco dispuesto o incapaz de subordinar sus acciones y tuits a las demandas del “Estado profundo”. En las semanas previas a su destitución, se dice que Comey llamó a Trump “loco” (en relación con tuits alegando que el gobierno de Obama dio órdenes para espiar todas sus comunicaciones durante la campaña electoral) y “fuera de lo normal”.

Esto tiene consecuencias serias para los intereses de la clase gobernante estadounidense. Internacionalmente, Estados Unidos es visto cada vez más como un “Estado canalla”, socavando así el dominio global del imperialismo estadounidense. A nivel nacional, el gobierno de Trump es ampliamente despreciado. A pesar de que fue capaz de explotar la amplia ira social en el país durante la carrera electoral, llegó al poder aun tras haber perdido el voto popular y tener los índices de aprobación más bajos o cerca de los más bajos de cualquier otro presidente entrante en EE.UU.

El jueves pasado, el New York Times, que se ha desempeñado como el portavoz para aquellos dentro de los mandos de inteligencia que se oponen al nuevo gobierno, manifestó estas preocupaciones de secciones de la élite política en una “carta abierta” al fiscal general adjunto, Rod Rosenstein. El diario le pide a Rosenstein actuar con rapidez para disipar la “nube oscura de sospechas sobre este presidente”, nombrando un “consejo especial independiente del departamento [de Justicia] y la Casa Blanca”.

El Times apeló a Rosenstein a ejercer su “reputación de probidad” y reconocer el “desacato a las normas éticas de presidentes anteriores” por parte de Trump, quien ha “mezclado sus intereses empresariales con sus responsabilidades públicas. Se ha jactado de que las leyes sobre conflictos de intereses no aplican para él por ser presidente. Y desde que asumió el cargo, el Sr. Trump ha demostrado tener la voluntad de un déspota para inventar su propia versión de la verdad y utilizar el gobierno federal como un arma para defender esa versión...”.

Pero, contrario a lo que escribe el Times, Trump no es ninguna aberración ni un descarrío inexplicable de las altas “normas éticas” propias de un presidente. Como lo ha explicado el WSWS, Trump no es algún intruso en el jardín del Edén de la democracia estadounidense. Es el producto y culminación de una crisis más profunda y fundamental que ha tardado décadas en llegar a este punto.

Cabe preguntarse, ¿a qué se refiere el Times con “normas éticas”? El último medio siglo ha sido una historia de decadencia política y degeneración. ¿Se estará refiriendo el Times a Lyndon Johnson, quien mintió para justificar la expansión de la Guerra de Vietnam, la cual resultó en la muerte de millones de personas? ¿O a Nixon, destituido tras el escándalo de Watergate y revelaciones de sus actividades delictivas en el país y fuera de este? ¿O Carter, quien inició la política de financiar organizaciones fundamentalistas islámicas en Afganistán para instigar una guerra indirecta contra la Unión Soviética?

Tal vez el Times se refiere a Ronald Reagan, el actor que se convirtió en político y encabezó un gobierno en los años ochenta caracterizado por su criminalidad, incluyendo el escándalo Irán-Contra de 1986, que tuvo lugar por la violación del gobierno de leyes aprobadas por el Congreso. Podría ser George W. Bush, cuya administración tomó el poder robándose las elecciones del 2000, inventó “su propia versión de la verdad” —con la ayuda y bajo la presión del mismo New York Times — para justificar una guerra ilegal de agresión contra Irak y capitalizó los acontecimientos del 11 de septiembre para desmantelar la Constitución bajo la bandera de la “guerra contra el terrorismo”.

Luego está Obama, quien fue promocionado por los medios de comunicación y el Times como el candidato del “cambio” pero por ocho años supervisó una histórica transferencia de riqueza a los ricos y pasará a la historia como el presidente que promulgó el asesinato de ciudadanos estadounidenses sin el debido proceso. Desde que dejó la Casa Blanca, ha hecho todo lo posible para “mezclar sus intereses empresariales con sus responsabilidades públicas”, aprovechando su estatus como expresidente para recibir pagos multimillonarios.

La sostenida decadencia e incalificable corrupción de la política estadounidense reflejan procesos sociales más amplios: un cuarto de siglo de interminables guerras, cuatro décadas de aumentos en la desigualdad social, un sistema económico arraigado en el parasitismo y dependiente de una burbuja financiera tras otra.

En el trasfondo de todo, hay una profunda alienación popular, artificialmente suprimida por los sindicatos y por lo que se hace pasar por la “izquierda” política.

Es necesario recalcar una vez más el carácter profundamente reaccionario de la campaña del Partido Demócrata contra Trump. Más que cualquier otra cosa, los demócratas están aterrados de la posibilidad de que la desafección de las masas se desborde de manera incontrolable. Representan a secciones de la élite corporativa y financiera y a las agencias de inteligencia estadounidenses, en una alianza con capas privilegiadas de la clase media-alta que se basan en la política de identidad.

Su orientación no es hacia la oposición de la clase obrera contra las políticas derechistas del gobierno de Trump, sino hacia la CIA, el FBI y las fuerzas armadas, cuyas agendas son decididas tras bastidores con la esperanza de llegar a alguna clase de acuerdo para establecer un gobierno más estable y, sobre todo, que siga escalando su campaña de agresión contra Rusia.

Para el Partido Demócrata, la histeria antirrusa no es solo una cuestión de política exterior y de los intereses del imperialismo estadounidense. También está buscando alguna manera para contener, redirigir y eventualmente reprimir toda oposición social. Por lo tanto, no dejan de denunciar a Rusia por librar una “guerra de información” y fomentar el malestar social, como si la pérdida de votos de Clinton en los estados claves y la menor participación de votantes en las urbes fuese el resultado de propaganda rusa y no de las políticas derechistas que el mismo Partido Demócrata ha impuesto.

Sin importar cuál medicina administren, los demócratas están tratando con una enfermedad incurable, de la que ellos mismos son un síntoma. Simplemente por intentar encontrar una cura, profundizarán más la crisis en Washington, la cual podría constituir en sí el catalizador de una nueva crisis económica. Trump, al tratar de proteger su posición, podría responder con una nueva guerra. Y si se efectuase un cambio de régimen, el sustito estaría igual o más comprometido a librar guerras en el extranjero y una contrarrevolución dentro de EE.UU.

Esta crisis política tiene todas las características de una situación prerrevolucionaria. La clase gobernante ya no es capaz de gobernar como solía hacerlo y la clase obrera no puede tolerar vivir bajo el viejo régimen.

Para la clase obrera, la cuestión más crítica es intervenir políticamente con su propia organización y un programa independiente. Ningún acuerdo de carácter democrático ni salida a la catástrofe hacia la que el capitalismo está llevando a toda la población mundial es posible dentro del marco del Partido Demócrata ni el Republicano, ni en el sistema político burgués en su conjunto.

“El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masa en los acontecimientos históricos”, escribió el revolucionario ruso, León Trotsky, en el prefacio de su obra H istoria de la Revolución Rusa. Es precisamente esta interferencia directa la que se necesita más que todo lo demás. La clase obrera no puede quedarse al margen de los eventos, permitiendo que la política sea definida por una camarilla de gobernantes burgueses. Debe avanzar su propia solución: la reorganización de la vida económica en Estados Unidos y el resto del mundo con base en la igualdad, la paz y el socialismo.

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