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Perspectiva

Una semana después de Charlottesville

La élite empresarial y el ejército afianzan su dominio sobre Washington

En la mayoría de los casos, las consecuencias de un acontecimiento político develan las cuestiones esenciales detrás de éste. Los conflictos dentro de la clase gobernante provocados por los disturbios nazis en Charlottesville que culminaron en el despido el viernes pasado del estratega en jefe de Trump, Stephen Bannon, fueron uno de estos casos.

Los medios de comunicación corporativos han buscado enmarcar estos eventos en términos puramente raciales, indicando que el despido de Bannon y de otros defensores del “nacionalismo blanco” han dejado a la Casa Blanca de Trump en las manos más estables y “moderadas” de la camarilla de generales y exgenerales encabezados por el jefe de personal John Kelly, junto con los ejecutivos financieros como Gary Cohn, el asesor económico de Trump, y Steven Mnuchin, el secretario del Tesoro.

El diario New York Times marcó el trecho con un editorial el domingo en el que declaró: “Los estadounidenses, acostumbrados constitucional y políticamente a líderes civiles, dependen ahora de tres generales activos y retirados —John Kelly, el nuevo jefe de personal de la Casa Blanca, H. R. McMaster, el asesor en seguridad nacional, y Jim Mattis, el secretario de Defensa— para prevenir que el Sr. Trump se salga completamente de curso. Con experiencia y educación, leídos sobre los terribles costos de las confrontaciones militares y motivados por un impulso hacia el servicio público que el Sr. Trump carece, estos tres, se espera, van a poder contrarrestar los peores instintos del mandatario”.

En la misma edición del Times, un análisis de noticias ovaciona lo que su encabezado llama “La voz moral de las corporaciones estadounidenses”. Según esta versión de los hechos, “un coro de líderes empresariales surgió la semana pasada para denunciar a los grupos del odio y defender la tolerancia y la inclusión”.

Entre aquellos que participaron en este “coro” de líderes “morales”, se encuentran criminales corporativos como Jamie Dimon de JP Morgan Chase, uno de los culpables de la crisis financiera del 2008; Mary Barra de General Motors, quien presidió el encubrimiento de los defectos de ignición que mataron a cientos de personas; y Doug McMillon, el CEO de WalMart, cuya compañía es un símbolo de la explotación de la mano de obra barata.

La élite gobernante ve los incautos comentarios de Trump en defensa de los neonazis que realizaron disturbios en Charlottesville como una seria amenaza para los intereses del imperialismo estadounidense en el extranjero, al igual que para la estabilidad social y política en el país. Los intereses corporativos más poderosos el efecto que pueda tener en la implementación de la agenda de recortes fiscales para las corporaciones, la eliminación de regulaciones empresariales y el resurgimiento en ganancias en la forma de reformas en infraestructura y el desmantelamiento del seguro médico para los más pobres, Medicaid, y otros programas sociales.

La autoexposición de Trump de que está intentando desarrollar una base de apoyo extraparlamentaria de tendencia fascista hizo temblar a la élite financiera por el peligro de que colapse la burbuja financiera que se ha venido inflando desde el desplome de Wall Street del 2008.

La respuesta, planteada de la forma más clara por el Times, ha sido afianzar el control del ejército y la élite empresarial sobre el gobierno a un grado sin precedentes en la historia estadounidense. Han pasado 56 años desde que el presidente Dwight D. Eisenhower advirtió en su discurso de despedida en 1961 acerca del peligro que el “complejo militar-industrial” representaba para la democracia. Sin embargo, Eisenhower no podría ni imaginarse el tamaño, poder y grado de dominio que ha alcanzado el complejo militar, de inteligencia y corporativo en la actualidad.

El primer resultado de esta consolidación fue el anuncio de que Trump daría un discurso a la nación el martes por la noche, detallando los planes para una expansión de la guerra en Afganistán.

La burguesía teme ante todo que crezca la oposición de la clase obrera al gobierno de Trump y a todo el sistema político. Por ende, en la narrativa oficial de la prensa, no se puede encontrar ninguna referencia a la realidad social que se vive en EE. UU. —un país en el que veinte individuos poseen tanta riqueza como la mitad más pobre de la población— ni a la verdadera agenda reaccionaria del gobierno de Trump. Tampoco hay discusiones sobre la guerra y los crímenes que han cometido líderes “responsables” como Mattis, quien se ganó el apodo “Perro Rabioso” por dirigir la destrucción de la ciudad iraquí de Faluya.

Tales abordajes son reemplazados por distracciones que se han centrado en una burdamente falsa representación de EE. UU. como un país que bulle y borbotea de racismo, exagerando también la envergadura e influencia de las fuerzas neonazis y racistas. Consecuentemente, es posible tener la aparente pero compatible contradicción, generalizada en la prensa alineada con el Partido Demócrata, de la promoción de la política de identidades junto a retratos respetuosos e incluso admirativos de los matones supremacistas blancos que protestaron en Charlottesville.

Un boletín de noticias publicado el domingo por la revista New Yorker bajo el titular “Supremacía Blanca en Estado Unidos” es un ejemplo típico. En la introducción, David Remnick, el autor de la biografía hagiográfica de Obama The Bridge, proclama: “No lo dudes: los neonazis y los supremacistas blancos están ahora al frente de la política estadounidense”.

Uno de los artículos más destacados por la revista es del autor Toni Morrison, bajo el título, “Haciendo a EE. UU. blanco de nuevo”. Ahí, insiste que, “A diferencia de todos países europeos, Estados Unidos mantiene la blancura de las personas como su fuerza unificadora”. En línea con el Partido Demócrata y sus satélites, los cuales incluyen a las organizaciones de pseudoizquierda de los sectores más privilegiados de la clase media, Morrison explica que la llegada de Trump al poder es producto del racismo del “EE. UU. blanco”:

En las elecciones, tantos votantes blancos —con poca y mucha escolaridad— acogieron con tanto entusiasmo la vergüenza y el miedo sembrados por Donald Trump. El candidato cuya compañía fue demandada por el Departamento de Justicia por no alquilarle apartamentos a personas negras. El candidato que cuestionó si Barack Obama nació en EE. UU. y que pareció aprobar la golpiza de un protestante de Black Lives Matter en un mitin electoral. El candidato que no permitía que los trabajadores negros estuvieran en las plantas de sus casinos. El candidato que es adorado por David Duke y respaldado por el Ku Klux Klan.

El intento de presentar a todos los blancos, particularmente a los hombres, como simpatizantes secretos del KKK es un fraude político. El racismo existe. Sin embargo, los supremacistas blancos y neonazis que marcharon en Charlottesville son una minoría diminuta que es vista con repulsión por la gran mayoría de los trabajadores. Su movilización nacional sólo pudo congregar a unos pocos cientos de promotores de esa barbárica ideología. Mientras tanto, decenas de miles de personas de todas las razas marcharon para denunciar a Trump y a los fascistas que defiende.

Trump es presidente hoy, no porque hubo un gran voto en apoyo al racismo, sino porque pudo apelar con mayor éxito al descontento social que el Partido Demócrata y Hillary Clinton, quien personifica la alianza de Wall Street con el aparato militar y de inteligencia y que ni siquiera intentó maquillar su hostilidad complaciente hacia las dificultades para sobrevivir de las decenas de millones de trabajadores en el país.

La narrativa racialista que está siendo empleada para demonizar a sectores vastos de la población, apuntalada por la política de identidades de las capas privilegiadas de la clase media, cumple varias funciones: encubrir políticamente la enorme transferencia de riqueza a favor de los ricos, crear apoyo para un virtual golpe palaciego en manos de los generales y multimillonarios en el gobierno y, lo más significativo, desviar y suprimir el desarrollo de un movimiento independiente de la clase obrera.

La imperiosa amenaza a los derechos democráticos no proviene de un puñado de matones fascistas, sino de la alianza de Wall Street y el Pentágono que está siendo celebrada como el antídoto para los fascistas en las calles.

Por su parte, el Times y sus afiliados en el Partido Demócrata no perciben a los neonazis como la verdadera amenaza, sino al movimiento socialista de la clase obrera.

La promoción de la política racialista y el afianzamiento del control militar y corporativo sobre el gobierno van mano a mano con la supresión de los puntos de vista de oposición, particularmente los del World Socialist Web Site. A esto se debe la decisión hecha por Google, en estrecha colaboración con el Estado, de censurar y poner en una lista negra al WSWS mediante la manipulación de los resultados de búsqueda. Este paso augura acciones más agresivas para incorporar ataques contra la oposición socialista en las políticas de la élite corporativa y financiera.

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