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Los medios estadounidenses y los documentos sobre el asesinato de Kennedy: “Sigan su camino, no hay nada para ver aquí”

La publicación parcial por parte de la administración de Trump de documentos previamente clasificados en relación con el asesinato del 22 de noviembre de 1963 del presidente John F. Kennedy ha sido dejada atrás por los medios de comunicación de masas estadounidenses con lo que solo puede describirse como prisa indecorosa.

El pasado jueves por la noche, cuando la Casa Blanca anunció que iba a desclasificar solo 2.800 de los papeles hasta ahora secretos, reteniendo una cantidad significativa del material más sensible en cumplimiento de las exigencias de la Agencia Central de Inteligencia y el Buró Federal de Investigaciones, el acontecimiento fue ampliamente cubierto, incluyendo la publicación de numerosos artículos anticipando la desclasificación concerniente a su significado histórico. Un gran contingente de periodistas se desplegó para mantener vigilados los Archivos Nacionales.

Para el domingo, ya era como si todo eso no hubiera pasado nunca. El tema no era abordado en ninguno de los programas de televisión de debates del domingo, y ni el New York Times ni el Washington Post publicaron ni tan solo una palabra sobre los documentos acerca del asesinato ni en sus noticias ni en sus páginas editoriales.

Desde el principio, el trato de los medios a este acontecimiento estuvo caracterizado por un nerviosismo palpable. Los presentadores de las noticias de la televisión por cable y los bustos parlantes expresaron su preocupación de que la extraordinaria admisión de Trump de que “no tenía más remedio” que retener un significativo número de expedientes a causa de advertencias de la CIA y del FBI de que el “daño potencialmente irreversible a la seguridad de nuestra nación” solo animaría a los “teóricos de la conspiración”.

Este epíteto, cuando se lo usa en relación con el asesinato de Kennedy, se aplica a aproximadamente dos tercios de la población estadounidense, que rechazan la versión oficial. Codificada en el encubrimiento producido por la Comisión Warren, esta narrativa insiste en que el asesinato del 35 presidente de los Estados Unidos fue obra de un tirador solitario, Lee Harvey Oswald, disparando un rifle comprado por correo por 21 dólares a la caravana de Kennedy mientras se desplazaba por la Dealey Plaza de Dallas.

Este consenso mayoritario ha declinado algo desde el período de 1975 a 2001, cuando los sondeos mostraban que más del 80 por ciento de la población rechazaba la versión del gobierno estadounidense sobre el asesinato de Kennedy.

¿Por qué no fortalecería la retención de los documentos los puntos de vista de cientos de millones de “teóricos de la conspiración” que pueblan los Estados Unidos? ¿Qué explicación plausible hay para esta acción si no el hecho de que los expedientes contienen material incriminatorio relativo a elementos del gobierno estadounidense y sus agencias de inteligencia?

No es como si los documentos que fueron desclasificados fueran de escaso interés como para justificar la respuesta colectiva de los medios de “Pasen de largo, no hay nada que ver aquí”. Exponen un aparato estatal empapado en derramamientos de sangre y criminalidad, en el cual el asesinato era una manera aceptada de promover los intereses imperialistas estadounidenses.

Algunos de los documentos conciernen a conspiraciones reveladas hace más de 40 años, tales como la connivencia de la CIA con la Mafia en tramar el asesinato del dirigente cubano Fidel Castro con métodos tan extravagantes tales como conchas marinas explosivas o un traje de buzo envenenado. A continuación hay expedientes recientemente revelados que plantean serias preguntas sobre una conspiración estatal rodeando el asesinato. Estos incluyen un documento que cita la exigencia frenética del Director del FBI J. Edgar Hoover, dos días después de la muerte de Kennedy y antes de que la investigación hubiera empezado, de que se publique algo “para que podamos convencer al público de que Oswald es el verdadero asesino”.

En el mismo estilo es un expediente truncado de la investigación de la Comisión Rockefeller de 1975 de la CIA, que consigna que al ex director de la agencia Richard Helms se le preguntó, “¿Hay alguna información implicada con el asesinato del Presidente Kennedy que muestre de alguna manera que Lee Harvey Oswald era de alguna manera un agente de la CIA o agente ...”. El expediente deja la pregunta incompleta y la respuesta de Helm sin consignar.

No se sabe si existen expedientes retenidos donde consten las respuestas a esas preguntas. Nadie con dos dedos de frente dará el menor crédito a los tuits de Trump del sábado por la noche prometiendo desclasificar “TODOS los #ExpedientesJFK excepto los nombres y direcciones de cualquier persona mencionara que aún esté viva”, para “mandar a paseo a todas y cada una de las teorías de la conspiración”. Trump, que durante la campaña de 2016 para obtener la candidatura presidencial republicana acusó al padre de su rival Ted Cruz de haber sido parte de la conspiración, hará públicos solo los documentos que la CIA permita.

En una cobertura más bien somera de la desclasificación de los documentos bajo el titular “Una mirada atrás a una era de secretos e intriga”, el New York Times comentó el viernes que los “documentos antes secretos … se remontan a una era de intrigas de la Guerra Fría y de concursos de espía contra espía, cuando los asesinatos y los complots clandestinos eran un asunto de técnicas de espionaje, no de novelas de John le Carré”.

El artículo cita con aprobación al analista político Larry Sabato diciendo, “Eran unos tiempos muy diferentes, y hay que recordar el contexto. Casi todo giraba en torno al sistema bipolar que teníamos entre los Estados Unidos y la Unión Soviética”.

Que eran “unos tiempos muy diferentes” nadie lo puede negar. El asesinato de Kennedy marcó un punto de inflexión en la crisis del imperialismo estadounidense y estaba atado a contradicciones políticas, económicas y sociales que solo se han profundizado en el más de medio siglo transcurrido desde entonces. Pero sugerir que hemos dejado atrás la era de “asesinatos y complots clandestinos” es ridículo.

Si acaso, el final del “sistema bipolar” mediante la disolución en 1991 de la Unión Soviética, y el subsiguiente intento de Washington de compensar la influencia global en decadencia del capitalismo estadounidense por intermedio de la persecución de un mundo “unipolar” por medio de la fuerza militar, ha visto un desarrollo explosivo de la criminalidad estatal que hacen que los métodos de principios de los 1960 parezcan pintorescos en comparación.

Los asesinatos se han mudado del ámbito de las operaciones encubiertas al de la política estatal abierta, incluyendo no solo un programa global de asesinatos con drones iniciada bajo la administración Obama que ha matado a miles de personas, incluyendo a ciudadanos estadounidenses, sino también la discusión de operaciones de “decapitación” para matar a Bashar al-Assad de Siria y a Kim Jung-un de Corea del Norte.

Las guerras se libran a espaldas del pueblo estadounidense, sin debate, mucho menos autorización del Congreso, y con la CIA armando y respaldando a elementos de Al Qaeda para llevar a cabo operaciones de cambio de régimen en Libia y en Siria.

Con la administración Trump, el submundo político de los asesinos de la CIA y criminales que emerge del todavía limitado número de documentos desclasificados sobre el asesinato de Kennedy está, junto con la plana mayor, firmemente en control de las palancas del poder estatal.

La cobertura truncada de los documentos sobre Kennedy por parte de los principales medios y las preocupaciones expresadas sobre “teorías de la conspiración” son empujadas menos por los acontecimientos de noviembre de 1963 que por las actuales conspiraciones en Washington. La preocupación real es no tanto lo que se revelará sobre los criminales de Estado de los 1960, sino antes bien la luz que esos crímenes arrojen sobre los métodos de un gobierno que hoy está mucho más completamente dominado por el aparato militar y de inteligencia estadounidense en expansión.

Entre las reacciones más reveladoras de la limitada desclasificación por parte de la administración Trump de los documentos de Kennedy está la del Partido Demócrata. Hace 25 años, el Congreso dirigido por los demócratas aprobó leyes que requerían que todos los expedientes sobre Kennedy fueran desclasificados el 26 de octubre de 2017. El que Trump se haya doblegado ante la CIA y el FBI para mantener secreto un número sustancial de esos documentos no provocó ni un atisbo de protesta por parte de ninguna figura destacada del Partido Demócrata, que se ha desplazado ininterrumpidamente hacia la derecha desde el asesinato de Kennedy.

Los demócratas están buscando posicionarse lo más cerca que puedan de la CIA y el ejército. Se oponen a Trump no desde el punto de vista de la amenaza de guerra nuclear contra Corea, su vendetta contra los inmigrantes, su ataque a la sanidad, sus recortes fiscales para los ricos o su abandono de las regulaciones corporativas y medio ambientales, sino más bien en base a que él está “confabulando” con Rusia para “sembrar la división” en la sociedad estadounidense.

El Partido Demócrata ha surgido como un campeón de la censura en Internet y un ataque general a los derechos democráticos que tiene por objeto suprimir “teorías de la conspiración” que revelan las condiciones que producen oposición masiva en la clase trabajadora a la guerra, la desigualdad social y la destrucción de los estándares de vida.

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