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Perspectiva

La CIA toma control del Partido Demócrata

En una serie de tres partes publicada la semana pasada, el World Socialist Web Site documentó la afluencia sin precedentes de agentes de inteligencia y militares en el Partido Demócrata. Más de 50 candidatos militares o de las agencias de inteligencia están buscando una nominación demócrata en los 102 distritos priorizados por el mismo Comité Demócrata de Campaña para el Congreso en las elecciones del 2018. Estos incluyen tanto escaños desocupados u ocupados por republicanos que considera vulnerables a un bandazo en el voto a favor de los demócratas.

Si el Partido Demócrata consiguiere el aumento neto de 24 bancas el 6 de noviembre que necesita para alcanzar una mayoría en la Cámara de Representantes, serán los exagentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), los excomandantes del ejército y los exoficiales del Departamento de Estado los que controlarán tanto el margen de victoria como la balanza de poder en el Congreso. La presencia de tantos representantes del aparato militar y de inteligencia en el Legislativo sería una situación nunca antes vista en la historia de Estados Unidos.

Desde su establecimiento en 1947 —bajo el Gobierno del presidente demócrata, Harry Truman—, la CIA ha estado legalmente proscrita dentro de EUA de llevar a cabo el tipo de misiones que realiza en el exterior: espionaje, infiltración, provocaciones políticas, asesinatos. Estas prohibiciones solo han sido acatadas verbalmente.

Después de la crisis de Watergate y la renuncia forzada del presidente Richard Nixon, el reportero Seymour Hersh publicó el 22 de diciembre de 1974 la primera exposición devastadora del programa de espionaje interno de la CIA en un informe investigativo para el New York Times. Este reportaje provocó la formación de la Comisión Rockefeller, un esfuerzo de la Casa Blanca para prevenir mayores daños, además de comisiones en el Senado y la Cámara de Representantes con el nombre respectivo de sus presidentes, el senador Frank Church y el diputado Otis Pike, quienes presidieron una serie de audiencias e intentos serios para investigar y exponer los crímenes de la CIA, el FBI, y la Agencia de Seguridad Nacional.

La Comisión Church se enfocó particularmente en los planes de asesinato de la CIA contra líderes extranjeros como Fidel Castro, Patrice Lumumba en el Congo, el general René Schneider en Chile y muchos otros. Se descubrieron muchos otros horrores: MK-Ultra, un programa secreto de la CIA en el que experimentaba drogas como la LSD con víctimas inadvertidas; la Operación Sinsonte (Operation Mockingbird), en la que reclutaba a periodistas para que plantaran historias y atacaran a oponentes; la Operación Caos (Operation Chaos), un esfuerzo para espiar y provocar divisiones en el movimiento contra la guerra; Operación Shamrock, bajo la cual varias compañías de cable compartieron su tráfico con la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) durante más de un cuarto de siglo.

Las exposiciones de las comisiones Church y Pike, pese a sus limitaciones, tuvieron un efecto político devastador. La CIA y sus organizaciones aliadas de inteligencia en el Pentágono y la NSA se convirtieron en leprosos políticos, detestados como enemigo de los derechos democráticos. En particular, la CIA fue ampliamente vista como la agencia “Asesinatos Inc.”.

En ese periodo, habría sido impensable que docenas de “ex”funcionarios de las agencias militares y de inteligencia participaran abiertamente en las elecciones ni que fueran bienvenidos o reclutados activamente por ambos partidos corporativos. Los demócratas y republicanos procuraron distanciarse, al menos públicamente, del aparato de espionaje, mientras que la CIA declaró que dejaría de reclutar y pagarles a periodistas en EUA para que publicaran contenido proveniente de sus cuarteles centrales en Langley, Virginia. Aún en los años ochenta, el escándalo Irán-Contra expuso las operaciones ilegales del director de la CIA bajo el Gobierno de Reagan, William Casey.

¡Cómo han cambiado los tiempos! Una de las principales funciones de la “guerra contra el terrorismo” librada después de los atentados del 11 de setiembre del 2001 en el World Trade Center y el Pentágono ha sido rehabilitar al aparato de espionaje estadounidense y remaquillarlo para el público como un supuesto protector del pueblo estadounidense contra el terrorismo.

Esto significó hacer caso omiso a las reconocidas conexiones entre Osama bin Laden, otros líderes de Al Qaeda y la CIA, que los reclutó para que participaran en guerrillas antisoviéticas en la guerra en Afganistán de 1979 a 1989, al igual que el rol aún inexplicado de las agencias de inteligencia estadounidenses en facilitar los atentados del 11 de setiembre.

Los últimos 15 años han sido testigo de una expansión masiva de la CIA y las otras agencias de inteligencia, respaldada por una avalancha de propaganda mediática, incluyendo un sinfín de programas televisivos y películas glorificando a los espías y asesinos estadounidenses ( 24, Homeland, Zero Dark Thirty, entre otros).

La prensa estadounidense ha sido alistada en estos esfuerzos. Judith Miller del New York Times, con sus reportes sobre “armas de destrucción masiva” en Irak es tan solo el ejemplo más notorio del conjunto de periodistas asociados a las agencias de inteligencia e “insertados” en el Times, el Washington Post y los otros principales medios de comunicación. Más recientemente, el Times seleccionó como editor de la página editorial a James Bennett, hermano de un senador demócrata e hijo de un exdirector de la Agencia para Desarrollo Internacional, acusada de operar como un frente de la CIA.

La campaña propagandística de acusaciones contra Rusia por supuestamente intervenir en las elecciones estadounidenses del 2016 se ha basado completamente en comunicados de la CIA, la NSA, y el FBI transmitidos por reporteros que son títeres involuntarios o agentes conscientes del aparato militar y de inteligencia. Esto ha estado acompañado del reclutamiento por parte de las redes de televisión de toda una camarilla de altos funcionarios militares y de la CIA como comentaristas “expertos” y “analistas” generosamente remunerados.

Al enfocar su oposición a Trump en acusaciones fraudulentas de interferencia rusa mientras ignoran sus ataques contra los inmigrantes y los derechos democráticos, su alianza con grupos ultraderechistas y supremacistas blancos, su ofensiva contra programas sociales como el seguro de salud Medicaid y las estampillas para alimentos, su militarismo y sus amenazas de guerra nuclear, el Partido Demócrata ha adoptado la agenda del aparato militar y de inteligencia y ha procurado convertirse en su voz política.

Este proceso ya estaba en marcha durante el Gobierno de Barack Obama, el cual respaldó y expandió las distintas operaciones de las agencias de inteligencia en el exterior y dentro de EUA. La sucesora endosada por Obama, Hillary Clinton, se desempeñó abiertamente como la candidata elegida por el Pentágono y la CIA, presumiendo la severidad con la que asumiría el cargo de comandante en jefe y prometiendo escalar la confrontación con Rusia, tanto en Siria como en Ucrania.

La CIA ha encabezado la campaña antirrusa contra Trump en gran parte debido a resentimientos por la disrupción de sus operaciones en Siria, y ha utilizado exitosamente dicha campaña para forzar un cambio en la política del Gobierno de Trump. Se ha formado un coro en los medios —incluyendo a Nicholas Kristof y Roger Cohen del New York Times, a la junta editorial entera del Washington Post y la mayoría de las redes televisivas— como parte de esta campaña para contaminar la opinión pública y atizar el apoyo a una expansión de la guerra estadounidense en Siria con base en supuestas violaciones a los “derechos humanos”.

La campaña electoral del 2018 marca una nueva etapa: por primera vez, los militares y agentes de inteligencia están movilizándose en manada a tomar control político de un partido y protagonizar directamente en el Congreso. Las docenas de veteranos de la CIA y el ejército que están compitiendo en las primarias demócratas son “ex” agentes de este aparato. El estatus de “retirados” es puramente nominal. Unirse a la CIA, al Cuerpo de Rangers del Ejército, o a los SEAL de la Armada es como entrar en la Mafia: nadie sale en realidad, simplemente proceden a nuevas faenas.

La operación de la CIA del 2018 es diferente a sus actividades en el extranjero en un aspecto importante: no es encubierta. Al contrario, los funcionarios militares y de inteligencia en la carrera electoral para las primarias demócratas están jactándose de sus carreras como espías y combatientes en operaciones especiales. Ninguno de los candidatos con experiencia en el campo de batalla prescinde de sus fotografías en uniformes para el desierto y otros entornos en sus páginas web. Más allá de ser bienvenidos, reciben puestos preferentes, con oficiales demócratas cediéndoles el campo para sus candidaturas.

La clase obrera se enfrenta a una situación política extraordinaria. Por un lado, el Gobierno republicano de Donald Trump cuenta con más generales en altos puestos que cualquier otra Administración previa. Por el otro lado, el Partido Demócrata le ha abierto las puertas a una “ocupación amistosa” de las agencias de inteligencia.

El increíble poder de las agencias militares y de inteligencia sobre el Gobierno en su conjunto es una expresión del derrumbamiento de la democracia estadounidense. La causa central de este proceso es la extrema concentración de riqueza en manos de una diminuta élite, cuyos intereses son defendidos por el Estado y sus “cuerpos armados”. Confrontándose a una clase obrera enojada y hostil, la clase gobernante está recurriendo a formas cada vez más explícitas de gobierno autoritario.

Millones de trabajadores quieren luchar contra el Gobierno de Trump y sus políticas ultraderechistas. Sin embargo, es imposible librar tal batalla por medio del “eje del mal” que conecta tanto al Partido Demócrata, al grueso de la prensa corporativa y a la CIA. La entrada de candidatos militares y de las agencias de inteligencia desmiente de forma definitiva el mito vendido por los sindicatos y las agrupaciones pseudoizquierdistas de que los demócratas representan un “mal menor”. Al contrario, los trabajadores tienen que asimilar el hecho de que, dentro del marco de un sistema bipartidista controlado por las corporaciones, se enfrentan a dos males igualmente reaccionarios.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 13 de marzo de 2018)

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