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Perspectiva

En defensa del restaurante Red Hen

El viernes, el propietario del restaurante Red Hen en Lexington, Virginia, le solicitó a la secretaria de Prensa de la Casa Blanca, Sarah Huckabee Sanders, que dejara las instalaciones después de que sus empleados se rehusaran a atenderla.

El evento siguió un incidente el martes en el que un grupo de manifestantes corearon “¡Si los niños no comen en paz, tu no comes en paz!” cuando la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, cenaba en un restaurante en Washington DC. Dos días después, el ideólogo derechista y asesor de la Casa Blanca, Stephen Miller, fue denunciado como un fascista por el dueño de otro restaurante.

Estos incidentes reflejan el desbordamiento de la repulsión y horror entre millones de estadounidenses hacia la política de Trump de separar a niños refugiados de sus padres, una práctica condenada como tortura por la Organización de las Naciones Unidas. Cientos de miles de personas han donado a una recaudación de fondos en Facebook para apoyar las víctimas, lo que establece un nuevo récord para la plataforma en línea, mientras que se han realizado manifestaciones por todo el país contra esta práctica cruel y barbárica.

Sin duda, los empleados del Red Hen, al igual que su propietario, se sintieron genuinamente disgustados por la presencia de la notoria vocera de Trump, quien día a día divulga mentiras para justificar las políticas criminales del presidente. Le pidieron cortésmente que saliera.

Nadie afirmaría que estos actos individuales representan una estrategia para luchar contra Trump. Sin embargo, reflejan un enojo social vasto e intenso, no solo por el trato inhumano de los empobrecidos refugiados, sino contra la desigualdad, la guerra, la militarización de la sociedad y los ataques contra los derechos democráticos.

Es por esto que, ante la simpatía y apoyo generalizados del pueblo estadounidense hacia el Red Hen, la respuesta del Partido Demócrata y la prensa corporativa ha sido sermonearle hipócrita y pomposamente al propietario y los empleados sobre “civilidad”.

El líder de la minoría en el Senado, Charles Schumer, un demócrata de Nueva York, manifestó en el plenario el lunes, “Nadie debería pedir el hostigamiento de oponentes políticos. Eso no es correcto. Eso no es estadounidense”.

La líder de la minoría demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, denunció el “hostigamiento” a políticos oficialistas como “inaceptable” y declaró que “debemos llevar a cabo elecciones de una forma en la que se logre la unidad”.

El Washington Post también presentó un editorial reprochando que “las pasiones están a flor de piel… La Sra. Huckabee… debería poder comer su cena en paz”. Añadiendo: “Aquellos que están insistiendo en que estamos en un momento especial que justifica la falta de civilidad deberían pensar un momento en cuántos estadounidenses podrían encontrar su momento especial”.

Otra columna en el Post se queja de que los miembros del gabinete de Trump están siendo acosados por “muchedumbres”.

¿A qué se debe la preocupación repentina de los demócratas a las sensibilidades de Trump y sus asociados?

Durante los últimos dos años, el Partido Demócrata, el Post y el New York Times han estado librando una guerra entre facciones contra Trump, centrada en acusaciones de interferencia rusa en las elecciones estadounidenses del 2016 y colusión por parte de la campaña de Trump. Le asignaron un fiscal especial, encarcelaron a su jefe de campaña y el FBI allanó la oficina y casa de su abogado. Por encima, la prensa ha perseguido escándalos sexuales con estrellas porno y damas de compañía. Ninguna acusación ha sido demasiado repugnante como para no salir al aire, manteniéndose a la altura del conflicto —una intriga palaciega en torno a disputas de política exterior dentro de la élite gobernante—.

Esta campaña antirrusa y anti-Trump, mientras que resuena con secciones de la élite política y capas pudientes de la clase media-alta, ha dejado a la población general en frío. Ahora, la narrativa antirrusa se ha visto superada por la creciente ira popular desatada por crímenes verdaderos del Gobierno de Trump: la tortura y encarcelamiento de niños, la construcción de campos de concentración y amenazas de deshacerse del proceso legal debido.

Los demócratas han denunciado las protestas contra los cómplices de Trump porque sienten una hostilidad instintiva hacia toda forma de enojo popular espontáneo que no pueda encauzarse detrás de demandas reaccionarias e inofensivos para el capitalismo. Cuando se trata de cuestiones políticas fundamentales —el militarismo, la guerra, la austeridad y los ataques contra los derechos democráticos—, es poco lo que separa a ambos partidos. De hecho, como lo señaló ciertamente Trump y lo reconoció el domingo el exsecretario de Seguridad Nacional, Jeh Johnson, el Gobierno de Obama también separaba a los niños inmigrantes de sus familias y los encarcelaban.

Los demócratas y Trump representan distintas facciones de la misma oligarquía financiera criminal que domina la sociedad estadounidense.

Después de que la congresista demócrata, Maxine Waters, llamara a protestar contra el gabinete y los asistentes de Trump, fue denunciada tanto por Pelosi como Schumer. Menos de 90 minutos después de que Pelosi desaprobara las declaraciones de Waters, Trump tuiteó:

“La congresista Maxine Waters, una persona con un coeficiente intelectual extraordinariamente bajo, se ha convertido, junto a Nancy Pelosi, en la Cara del Partido Demócrata. Ella acaba de llamar a hacerles daño a los partidarios de los cuales hay muchos, del movimiento Hacer Grande a EUA Otra Vez. ¡Ten cuidado sobre lo que deseas Max!”.

No cabe duda de que el Gobierno de Trump se sorprendió de la intensa condena pública contra la separación de padres e hijos en la frontera, por lo que Trump finalizó la política. Sin embargo, al denunciar a Waters, los demócratas le dieron a Trump la oportunidad de volver a la ofensiva y movilizar a su base de apoyo extraparlamentaria y de tendencia fascista —el “Movimiento Hacer Grande a EUA Otra Vez”— a través de una amenaza contra una congresista.

Todo este episodie demuestra varias realidades innegables sobre la política estadounidense. Independientemente de lo amargas que se vuelvan las divisiones entre Trump y las facciones opuestas en la clase gobernante, todos están involucrados en lo que el presidente Obama llamó “juegos amistosos internos”. En cuestiones fundamentales de clase, incluyendo la habilidad del Estado a perpetrar crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad con plena impunidad, todas las facciones de la élite gobernante se unen para oponerse a la clase trabajadora.

Mientras que Trump no escatima oportunidad alguna para atizar las corrientes fascistas de su base de apoyo, los demócratas viven en un miedo perpetuo de que surja un movimiento desde abajo que no esté enfocado en sus campañas sobre sexo y guerra, sino en cuestiones revolucionarias.

Como lo explicó el World Socialist Web Site en una declaración de junio del año pasado, “Un golpe palaciego o la lucha de clases: la crisis política en Washington y la estrategia de la clase obrera”, la oposición a Trump dentro del Estado y la oposición a Trump en la población son movimientos completamente diferentes, uno desde arriba y otro desde abajo, con métodos, objetivos e intenciones radicalmente diferentes.

A los métodos de golpe palaciego de los demócratas se les deben contraponer los métodos de la lucha de clases. La única forma de luchar contra el militarismo y los ataques contra los derechos sociales y democráticos por parte del Gobierno de Trump es movilizar a la clase obrera con base en una estrategia socialista dirigida a derrocar el sistema capitalista, el cual encuentra en la figura de Trump un reflejo particularmente nocivo.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 26 de junio de 2018)

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