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Perspectiva

Las atrocidades del Estado Islámico y la matanza de sociedades

El martes 26 de agosto aparecieron fotos en las redes sociales que confirmaban la destrucción, por el Estado Islámico (E.I.), del templo, de dos mil años de edad, de Baal Shamin en la ciudad siria de Palmira. Las imágenes son de huestes del E.I. colocando explosivos en este antiguo monumento y después detonándolos. El templo es ahora escombros.

La destrucción deliberada de esta sitio, uno de los centros culturales más importantes de la antigüedad y una de las ruinas grecorromanas mejor preservadas, ocurrió en los talones, una semana antes, del asesinato del profesor Khaled Assad. Este arqueólogo de 82 años de edad había participado en la excavación y restauración de las ruinas de Palmira; había permanecido allí, encargado de las antigüedades por casi cincuenta años. Lo decapitaron por no colaborar con E.I. en el saqueo del lugar.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) con toda justificación condenó estas atrocidades como “crímenes de guerra”. Exigió que “los culpables respondan por sus actos”.

No cabe duda que deben responder los culpables de esos actos y de atrocidades aun más sangrientas contra el pueblo sirio. Obstaculizando ponerlos en el banquillo de acusados están los oficiales, antiguos y corrientes, de la Casa Blanca, el comando militar (Pentágono), y la Agencia Central de Espionaje (CIA), estadounidenses.

Ellos fueron los que acabaron con un país tras otro del Medio Oriente, colaborando con las huestes de ISIS, en sus guerras de cambio de régimen contra gobiernos árabes laicos.

Hay un antecedente a la destrucción por E.I. de un legado cultural: los crímenes del régimen de Pol Pot y del Khmer Rouge en Cambodia, entre 1975 y 1979. Ese régimen estaba decidido a borrar con la herencia cultural de esa nación, al paso que conducía un régimen del terror y carnicero contra el pueblo.

La congruencia entre E.I. y el Khmer Rouge va más allá del salvaje ataque a la cultura y a la vida humana. En ambos casos, las precondiciones de esas atrocidades habían resultado de la destrucción de sociedades enteras por el imperialismo estadounidense.

En Cambodia, cuatro años de bombardeo yanqui llovieron 532 mil toneladas de bombas –más de cuatro veces las que cayeron sobre Japón durante la Segunda Guerra Mundial. La resultante pila de muertos sumó unas 600.000 personas. De una población de siete millones, dos millones quedaron sin techo. Toda la actividad económica quedó en ruinas.

EI y la matanza actual en Siria e Irak son consecuencia directa de similares matanzas de sociedades a manos del imperialismo de Estados Unidos. En Irak, la ilegal invasión estadounidense del 2003, seguida por la ocupación militar y la sistemática destrucción de lo que había sido uno de los más avanzados andamiajes de previsión social y de salud del mundo árabe, a un costo de más de un millón de vidas, convirtiendo a cinco millones en refugiados. La estrategia del Pentágono, de dividir y conquistar, era de azuzar una guerra civil entre sectas y de manipular deliberadamente las tensiones entre las gentes chiítas y sunníes de Irak.

Los resultados de esas medidas rebasan desde hace tiempo las fronteras nacionales, tienen consecuencias catastróficas, impulsado todo por la política militarista de Washington para lograr control hegemónico sobre las regiones petrolíferas del Medio Oriente y Asia Central.

Para Estados Unidos ese proyecto ya lleva treinta y cinco años. Comienza con la organización de la guerra de cambio de régimen por parte de la CIA contra el gobierno de Afganistán, en ese entonces apoyado por la Unión Soviética. En ese momento se forma la alianza con las fuerzas musulmanas, incluyendo a Osama bin Laden, y otros fundadores de Al Qaeda.

Nueve meses antes de haber salido las fuerzas estadounidenses de Irak en el 2011, Washington y sus aliados de la OTAN iniciaron otra guerra de agresión (sin ninguna provocación) para derrocar al gobierno libio de Muamar Gadafi e imponer un gobierno títere sobre ese país rico en petróleo. La destrucción del estado libio y el asesinato de Gadafi crearon caos y matanzas en ese país que aun perduran. Las milicias musulmanas, agentes de los Estados Unidos en la guerra contra Libia, junto con las toneladas de armamentos capturados en Libia fueron enviadas –con la ayuda de la CIA— para emplearlas en la guerra civil de Siria, fortaleciendo E.I. y ayudando a crear las condiciones para que esa milicia fuera a invadir más de un tercio de Irak.

En la sin fin “guerra al terror”, Washington ahora conduce otra campaña militar en alianza con el gobierno de Baghdad (chiíta) contra E.I. en la región sunni de Irak, a la vez que en Siria acelera sus operaciones militares en alianza con Turquía, Arabia Saudita y otras monarquías sunníes del Golfo Pérsico, intentando reclutar musulmanes sunníes “moderados” para agenciar sus guerras para derrocar el gobierno del presidente Bashar al-Assad.

El martes 26 de agosto el diario neoyorquino New York Times publicó un largo artículo sobre un debate interno dentro del gobierno del presidente Obama, sobre como apoyar más directamente a Ahrar al-Sham, una milicia musulmana sunni muy vinculada con Al Qaeda. El grupo también cuenta con el gran apoyo de dos importantes aliados de Estados Unidos: Turquía y Qatar.

La marea de consecuencias horripilantes de décadas de las guerras de Estados Unidos ahora llega a Europa, con la huida desesperada de miles de refugiados –al costo, en muchos casos, de sus propias vidas— de terruños que Washington ha convertido en campos de muerte.

Política y moralmente, el gobierno de Estados Unidos y sus principales líderes, comenzando con Bush y Obama, cargan con toda la culpa de los crímenes, atrocidades, y sufrimientos humanos causados por las múltiples guerras de agresión que iniciaron.

Ninguno de ellos se encuentra en el banquillo de acusados. Como representantes y defensores de una oligarquía de megamillonarions corporativos, bajo la presente estructura política, no le deben explicaciones al pueblo americano, de cuyo rechazo a la guerra se burlan a cada rato.

La cabe a la clase obrera enjuiciar estos criminales, acabar con la sarta de guerras y con la amenaza de otra guerra mundial. Debe movilizar su poder independiente y construir un movimiento de masas contra la guerra, armado con un programa socialista revolucionario para acabar con el capitalismo.

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