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Perspectiva

La diatriba fascista de Trump: En camino a la 3a Guerra Mundial

El discurso pronunciado por Donald Trump el día de su inauguración presidencial no tiene parangón en la historia de los Estados Unidos. Fue una diatriba violenta y nacionalista, de matices inequívocamente fascistas. Trump proclamó que su programa es “América Primero,” amenazando con graves consecuencias a los que no se sometan a sus exigencias económicas y políticas.

El discurso fue todo menos “inaugural”, en el sentido de resumir las ideas generales en que se enfocará el nuevo gobierno y tratar de darles cierta importancia universal, sin importar cuán falso, torpe o hipócrita sea el intento.

En contados casos, el más famoso entre ellos el de Abraham Lincoln, el discurso inaugural ha perdurado y se ha transformado en un hito histórico. En la era moderna, Franklin Roosevelt declaró, en medio de la Gran Depresión, que el pueblo estadounidense “no tiene nada que temer, salvo el propio miedo.”

El mensaje de Trump fue justo lo contrario: “Tememos al mundo, pero todo el mundo deberá tenernos miedo.”

Las ilusiones de que Trump se volvería “presidencial” una vez que asumiera el cargo se desvanecieron ante el tono de sus declaraciones. Trump despotricó y lanzó miradas fulminantes. Usó un solo tono de voz: un grito furioso. El discurso fue una sacudida que alertó al mundo que el nuevo presidente de EE.UU. es un megalómano descontrolado.

A diferencia de los presidentes estadounidenses del siglo pasado que se posicionaron como los líderes del “mundo libre” o sugirieron que a los Estados Unidos le interesaba el desarrollo mundial, Trump trató a todos los países extranjeros de enemigos y los culpó por la crisis del capitalismo estadounidense. “Debemos proteger nuestras fronteras de la asolación de otros países que fabrican nuestros productos, se roban nuestras compañías y destruyen nuestros empleos,” afirmó.

Trump ganó las elecciones en los estados industriales económicamente devastados como Pennsylvania, Ohio, Michigan y Wisconsin aprovechándose cínicamente de los estragos sociales en pueblos industriales y zonas rurales, ofreciendo una solución reaccionaria y falsa a la crisis, basada en el nacionalismo económico.

Ésta era la temática principal de su discurso inaugural, en que afirmaba, “[Hemos] enriquecido la industria extranjera a expensas la de industria estadounidense… y gastado billones y billones de dólares en el extranjero mientras que la infraestructura de Estados Unidos se deteriora. Hemos enriquecido a otros países, mientras que los recursos, la fuerza y la confianza de nuestro país se ha dispersado más allá del horizonte.”

Trump resumió su perspectiva chovinista con la siguiente frase: “La riqueza de nuestra clase media ha sido arrancada de sus hogares y redistribuida por todo el mundo.” ¡No es verdad! La riqueza producida por la gente trabajadora en efecto ha sido robada y “redistribuida,” pero no por extranjeros. Se la han apoderado los capitalistas estadounidenses—la pequeña élite de aristócratas financieros como el mismo Trump y gran parte de su gabinete, los billonarios y multimillonarios.

La “gran mentira” de Hitler fue culpar a los judíos, no a los capitalistas, de las devastadoras consecuencias de la crisis del capitalismo que provocó la Gran Depresión de los 1930s. La “gran mentira” de Trump ofrece un chivo expiatorio distinto para desviar la indignación popular por la crisis económica que se desencadenó el 2008, pero es igual de falsa y reaccionaria.

Como en Alemania en los 1930s, la visión de restaurar la grandeza nacional por medio de la autarquía económica y la expansión militar lleva forzosamente a la guerra. El discurso de Trump es la comprobación directa de la perspectiva avanzada por el Partido Socialista por la Igualdad: el crecimiento del militarismo estadounidense durante el último cuarto de siglo se origina en los intentos de la élite económica de los EE.UU. por encontrar una solución violenta al prolongado declive económico de los Estados Unidos.

El discurso de Trump estaba impregnado de principio a fin con el lenguaje propio del fascismo, con la ayuda, sin duda, de su principal asesor político, Stephen K. Bannon, el ex jefe de Breitbart News, un refugio para los “nacionalistas blancos,” i.e., supremacistas blancos, antisemitas y neo nazis.

El nuevo presidente declaró, “Compartimos un corazón, un hogar, y un destino glorioso.” Exigió “una total lealtad a los Estados Unidos de América,” saludó a “los grandes hombres de nuestras fuerzas armadas y policiales,” llamó a “un nuevo orgullo nacional,” y concluyó que “todos sangramos la misma sangre roja de los patriotas.”

Su promesa espeluznante de destruir “el terrorismo islamista radical, el que erradicaremos de la faz de la Tierra” será interpretada como una amenaza, legítimamente, por las grandes mases del Medio Oriente y todo el mundo musulmán, unas 1.600 millones de personas. Trump ya declaró que se les prohibirá entrar a los Estados Unidos.

No hay duda de que el discurso de Trump será tomado como una declaración de guerra, no sólo en Beijing, Moscú y Teherán, sino que también en Berlín, París, Londres y Tokio. Cuando decía que “está en el derecho de todas las naciones el priorizar sus propios intereses,” estaba anunciando el comienzo de una lucha despiadada entre las principales potencias imperialistas por mercados, fuentes de materias primas y mano de obra barata, y posiciones estratégicas clave. La lógica inexorable de esta lucha lleva a la guerra mundial.

La política de expansión militar y nacionalismo extremo de Trump tendrá las consecuencias más funestas para los derechos democráticos del pueblo estadounidense. Habla en nombre de una oligarquía financiera despiadada que no tolerará ninguna oposición, externa o interna. Su propuesta de una Fortaleza América, movilizada en contra de cada país en el mundo, conlleva la represión de toda disensión doméstica.

Es notorio que el discurso de Trump desechó la retórica democrática típica de las inauguraciones. No se rindió tributo al proceso electoral, no se apeló a las decenas de millones que no votaron por él, no se calmó a los opositores asegurando que sus derechos serían respetados, no hubo una promesa de que sería el presidente de “toda la gente.” Ni siquiera se reconoció que recibió menos del 46 por ciento de los votos, casi tres millones de votos menos que su oponente Demócrata, Hillary Clinton.

Por el contrario, Trump denunció a “un pequeño grupo en la capital de nuestra nación,” nombrados a los “políticos” y “el establishment ,” en otras palabras, todos los que estaban sentados a su alrededor en la fachada oeste del Capitolio—diputados, senadores, ex presidentes. Afirmó que serían destituidos de todo poder porque “estamos transfiriendo el poder desde Washington, DC y dándoselo a ustedes, el pueblo” —con el mismo Trump, por supuesto, tomando el lugar del “pueblo.”

Sólo se puede sacar una conclusión política seria de esta inauguración: Trump busca desarrollar un movimiento fascista estadounidense, ofreciendo un falso enemigo a quien culpar por los crímenes y fracasos del capitalismo, tachando de cualquiera que se oponga a sus de desleal, y mostrándose como la personificación de la voluntad popular y el único que puede ofrecer una solución a la crisis.

Trump formó un gabinete de multimillonarios, ideólogos derechistas y ex generales. El gobierno de Trump irá mucho más lejos de lo que cualquiera imagina al implementar un programa de guerra, ataques a los derechos democráticos y la destrucción de los empleos y niveles de vida de los trabajadores.

El Partido Demócrata no hará nada en contra de Trump. Los líderes del Partido Demócrata, de Obama para abajo, escucharon la diatriba militarista y antidemocrática de Trump como si fuese un discurso político “normal.” Durante el período transitorio, Obama se ha ocupado de fomentar complacencia ante el nuevo gobierno, mientras que los demócratas del Congreso han prometido colaborar con Trump y adoptar su tóxico y reaccionario nacionalismo económico.

Le esperan grandes conmociones a la gente trabajadora. Cualquiera sea la confusión inicial, ya sea si votaron por Clinton, por Trump, o se rehusaron a elegir entre los dos, pronto aprenderán que este gobierno es su enemigo. El capitalismo estadounidense va encaminado al desastre y nada puede detenerlo más que el movimiento revolucionario de la clase trabajadora.

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