Los principales sindicatos de Estados Unidos han mostrado su apoyo por las políticas “America First” (EE.UU. Primero) de guerra comercial y militarismo de Donald Trump. En este gobierno de multimillonarios, generales y fascistas descarados, la burocracia sindical encontró un espíritu afín a su propio retraso y patrioterismo.
En un conversación con la prensa la semana pasada, el presidente del sindicato automotriz United Auto Workers Dennis William alabó la oposición de Trump al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA en inglés) y su retórica de guerra comercial contra México y China. “Es el primer presidente en abordar este tema. Tengo que felicitarlo por eso,” afirmó el presidente del UAW.
Williams anunció que el UAW renovaría su campaña “Buy American” (Compra Estadounidense) y boicotearía los automóviles fabricados en el extranjero. Afirmó que el sindicato pronto lanzaría comerciales televisivos basados en el slogan “Si no está hecho en EE.UU, no lo compres.”
Al día siguiente, en una fábrica de aviones comerciales de Boeing en Carolina del Sur, Trump declaró, “Creemos en dos simples reglas: Compra estadounidense y contrata estadounidense”. En reconocimiento al sindicato acerero United Steelworkers, dijo que los oleoductos Keystone y Dakota Access, cuyos proyectos reanudó por orden ejecutiva, se construirían exclusivamente con acero fabricado en EE.UU.
Trump no comentó el sorprendente rechazo de los trabajadores de la planta contra la International Association of Machinists (Asociación Internacional de Maquinistas) en la votación para reconocimiento de sindicato hace sólo tres días. La votación 3-a-1 en contra de la IAM demostró el desprecio que sienten los obreros contra los sindicatos que llevan décadas colaborando con las corporaciones para destruir empleos y bajar el nivel de vida.
Como magnate de bienes raíces en Nueva York y promotor de casinos en Las Vegas, Trump siempre ha mantenido estrechas relaciones con los sindicatos. Su selección de Secretario de Comercio, el multimillonario Wilbur Ross, trabajó con el United Steelworkers a principios de los 2000 cuando estaba comprando y reestructurando la industria acerera, ganando US$1.000 millones con la destrucción de los trabajos y pensiones de miles de trabajadores.
El presidente del United Steelworkers, Leo Gerard, está entre los más francos partidarios de Trump, presumiendo que “Donald Trump utilizó nuestro propio lenguaje” para criticar “las políticas comerciales” del pasado.
En su primer día hábil en la Casa Blanca, el 23 de enero, Trump recibió a los dirigentes de varios sindicatos de la construcción para hablar sobre proyectos de infraestructura y los oleoductos reanudados. Tras la reunión, el presidente del sindicato de constructores Laborers International Union of North America, Terry O’Sullivan, declaró que “para miles de hombres y mujeres esforzados que han sido excluidos de la economía durante demasiado tiempo, se empieza a sentir como un nuevo día”. O’Sullivan es ex director de la Union Labor Life Insurance Company (Compañía de Seguros de Vida de Trabajadores Sindicales), la que invirtió en proyectos de Trump.
Richard Trumka, el presidente de la central obrera AFL-CIO, forma parte del comité Iniciativa de Empleos de Manufactura de Trump, junto con la jefa de personal adjunta de la AFL-CIO y experta en temas anti-China Thea Mei Lee. Este comité de 28 miembros incluye a los gerentes generales de Ford, General Electric, US Steel y otras compañías, y tiene como propósito reanimar la industria estadounidense rebajando drásticamente los impuestos empresariales, aboliendo la seguridad ocupacional, las normativas laborales y ambientales, y utilizando políticas de guerra económica para aumentar la cuota del mercado y las ganancias de las corporaciones de EE.UU.
En su defensa de las deportaciones masivas de inmigrantes mexicanos indocumentados, el asesor en jefe de Trump, Stephen Miller, dijo, “Deberíamos tener un programa en que los obreros estadounidenses reciban empleo primero. El presidente adoptó esto. Es un tema en que los sindicatos están de acuerdo con nosotros.”
La burocracia sindical estadounidense tiene un largo historial de racismo antiinmigrante. Los primeros sindicatos de los EE.UU. apoyaban la imposición de estrictos límites a la inmigración, incluyendo la Ley de Exclusión de 1882 en contra de China, y culpaban a los obreros extranjeros de bajar los salarios. En su convención de 1900 en Louisville, Kentucky, la American Federation of Labor advirtió del “peligro que amenazaba a los obreros estadounidenses” por parte de “la mano de obra barata de los coolies chinos y japoneses”, e instaba al congreso a restablecer la Ley de Exclusión China.
Fueron los primeros socialistas los que se opusieron al nativismo y al racismo, y lucharon por unificar a todos los trabajadores, negros y blancos, nativos e inmigrantes, contra la estrategia de “divide y vencerás” de los patrones. El sindicato Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo), en cuyo congreso fundacional en Chicago se celebró la primera revolución rusa de 1905, lideró las heroicas huelgas de la textil Lawrence y la textil de seda Paterson en 1912 y 1913, en las que se unieron obreros inmigrantes, incluidos niños, de Europa oriental y del sur.
Un elemento clave de la conciencia de clase era el entendimiento de que la victimización de los obreros inmigrantes, igual que la opresión de los obreros negros, significaba un ataque contra toda la clase obrera. Cuando la clase obrera, encabezada por socialistas y militantes de izquierda, finalmente logró formar sindicatos industriales de masas en los 1930s, los obreros con conciencia de clase rechazaron el anticomunismo y la perspectiva pro empresarial de la AFL y la xenofobia y antisemitismo de demagogos fascistas como el Padre Coughlin de Detroit.
Las purgas anticomunistas de finales de los 1940s, encabezadas por dirigentes del CIO como el presidente de la UAW Walter Reuther, fueron un golpe duro y fijaron el rumbo hacia la traición abierta de los intereses de los obreros y la asociación corporativista con las grandes empresas y el estado. Esto se institucionalizó con la unión del CIO con la AFL en 1955, bajo principios explícitamente anticomunistas y pro imperialistas.
Las consecuencias catastróficas de un movimiento obrero basado en el capitalismo y el nacionalismo se evidenciaron cuando la dominación del capitalismo estadounidense tras la Segunda Guerra se degradó y comenzó su extendido declive a principios de los 1970s. Para 1979-80, la clase dominante había desechado su política de acuerdos sociales y revivió su tradicional política de lucha de clases, volviendo a las tácticas de romper huelgas, organizar ataques antisindicales, emplear matones de la compañía y levantar montajes contra los obreros.
En los 1980s, empezando por la destrucción del sindicato de controladores aéreos PATCO en 1981, los sindicatos aislaron y traicionaros numerosas luchas contra las bajas salariales y las práctica antisindicales en un esfuerzo deliberado por romper la militancia de la clase obrera y permitir que la clase dominante disminuyera los costos laborales para competir mejor contra sus rivales en Europa y Japón.
El colapso de los sindicatos y su transformación en agentes directos de las empresas y el estado fueron impulsados por profundos cambios objetivos en la estructura subyacente de la economía capitalista mundial. El más importante de éstos fue la inaudita integración global de la producción que se desarrolló durante y después de los 1980s, reflejada en el advenimiento de la corporación transnacional. La corporación transnacional, aprovechando los avances revolucionarios en tecnología computacional, comunicacional y de transporte, organizó la producción a escala mundial y directamente al servicio del mercado mundial. Como resultado, podía reubicar fábricas en lugares muy lejanos, buscando siempre la obra de mano más barata.
Esto socavó completamente a los sindicatos y todas las organizaciones basadas en programas nacionales. Los sindicatos de los EE.UU. y de todo el mundo pasaron de ser organizaciones que presionaban a los empleadores para obtener concesiones para los obreros, a ser organismos que presionaban a los obreros para que abandonaran los beneficios obtenidos en el pasado y así aumentar la competitividad y rentabilidad de sus “propios” capitalistas.
Por el 1982, la UAW adoptó oficialmente el corporativismo como su principio guía. La lucha de clases—entre la clase obrera y los explotadores capitalistas—se había acabado, afirmó la UAW, y la había sustituido la lucha de “la nación” contra los competidores extranjeros. Sobre esta base, la UAW puso fin a las huelgas e instruyó a sus delegados y miembros de comisiones que dejaran de entablar reclamos y abandonaran toda resistencia a la aceleración del trabajo y la explotación. El sindicato se integró a la estructura de la gerencia corporativa, recibió puestos en la junta corporativa, y supervisó la destrucción de cientos de miles de trabajos y la firma de un contrato de concesión tras otro.
Esto coincidió con la campaña racista para boicotear los automóviles fabricados en Japón, que incluyó la destrucción de Toyotas a mazazos, la prohibición de que entraran autos extranjeros a los estacionamientos de la fábricas, y la distribución de adhesivos para el parachoques que decían “Recuerden Pearl Harbor”. La atmósfera generada por la UAW era tan nociva que llevó al asesinato del chino-estadounidense Vincent Chin, de 27 años, que fue muerto a golpes por dos capataces de Chrysler en Detroit que pensaron que era japonés.
Refiriéndose al llamado de la UAW a establecer organismos con representantes del gobierno, los obreros y las gerencias empresariales para coordinar la política industrial nacional, la Liga Obrera, el predecesor del Partido Socialista por la Igualdad, hizo un paralelo con las políticas del fascismo italiano de Mussolini. Los “esfuerzos frenéticos de la burocracia sindical por formular un programa para el renacimiento ‘nacional’ dentro del marco de la propiedad privada capitalista de los medios de producción”, escribimos en 1982, “llevan a la UAW a adoptar concepciones económicas y sociales que se asemejan mucho a los implementados por los regímenes fascistas en un intento desesperado por rescatar el capitalismo”.
No es coincidencia que el principal asesor de Trump, el fascista Stephen Bannon, es un admirador de Mussolini. Sin duda que dentro del aparato sindical hay muchos cuyas perspectivas son idénticas a las de Bannon.
La membresía de los sindicatos ha caído al porcentaje más bajo de la fuerza laboral desde los 1920s. Continúan existiendo sólo para servir a las corporaciones y a un segmento de la clase política, principalmente del Partido Demócrata, que los ve como una herramienta útil para suprimir la lucha de clase y sonar los tambores para una Tercera Guerra Mundial contra Rusia y China.