Quizás sea apropiado que coincidan el 4 de julio del 2017, el Día de la Independencia de Estados Unidos, con otro espectáculo degradante que devele el grado de pudrición de la democracia estadounidense. Los últimos días han visto una marcada escalada del conflicto entre el presidente autoritario y de tendencias fascistas, Donald Trump, y una prensa norteamericana corrupta y subordinada hasta su núcleo.
En un discurso el sábado, Trump denunció al diario New York Times, la central televisiva MSNBC, entre otros medios. Al día siguiente, tuiteó un video editado de un combate de lucha libre, creado por un seguidor suyo ultraderechista, mostrando a Trump golpeando a un oponente con el logo del noticiero CNN sobre su cara. Frente a un festival del Día de la Independencia denominado “Celebremos la Libertad”, el cual reúne a veteranos derechistas y grupos religiosos, Trump manifestó, “Los medios de comunicación falsos nos están tratando de silenciar, pero no los dejaremos”.
“Celebremos la Libertad”, patrocinado por el grupo mediático cristiano Salem y el Primer Tempo Bautista de Dallas, recibió relativamente poca cobertura en comparación con la tormenta que ocasionó el tuit de Trump donde ataca a los presentadores de MSNBC, Mika Brzezinski y Joe Scarborough. Sin embargo, cabe notar algunos detalles de tal expresión de reacción y atraso como la del festival.
Trump, hablando frente una gigantesca bandera de EE.UU., proclamó que, desde la firma de la Declaración de la Independencia, se entendió que la libertad viene de Dios. Dirigió sus alabanzas al ejército y la policía, declarando, “No sólo nos ha regalado Dios la libertad, también nos ha dado el regalo de héroes dispuestos a dar sus vidas por defender la libertad”.
Su mención a la “libertad” fue combinada con una fuerte defensa de su racista y anticonstitucional veto a viajantes musulmanes, que recibió la luz verde tras un voto unánime en la Corte Suprema.
Las diatribas de este fin de semana se asimilan a sus ataques contra la prensa en febrero, cuando la llamó el “enemigo del pueblo” y reiteró su lema de hedor fascista de “EE.UU. ante todo” que dominó su discurso inaugural. “Todos compartimos una casa y un solo glorioso destino”, proclamó el sábado, recordando las prosas de Mussolini. “Y si somos negros, morenos o blancos, todos sangramos la misma sangre roja”.
Reconocer que el contenido de las polémicas de Trump es profundamente reaccionario tampoco significa que hay que ponerse sentimental por sus blancos inmediatos. Cuando arremete contra los “medios deshonestos”, Trump busca capitalizar la hostilidad popular y totalmente justificada hacia la prensa corporativa con el fin de avanzar una agenda derechista y autoritaria.
La retórica de Trump encuentra un eco mayor en la medida en que los medios se desacrediten profundamente y se alejen cada vez más de las preocupaciones de la amplia masa de la población. Más allá de los súper ricos, casi todos los lectores del New York Times, CNN y otros medios de comunicación son parte de los sectores más privilegiados de la clase media alta.
La ofensiva de los medios corporativos contra Trump se ha realizado desde la perspectiva derechista del hostigamiento macartista antirruso, reemplazando sus “noticias” con la canalización directa de propaganda y mentiras de las agencias de inteligencia.
A las cúpulas mediáticas y políticas no les molesta que Trump mate a sirios, amenace a Corea del Norte con una aniquilación nuclear o practique una diplomacia de matonismo con buques de guerra con China y Rusia. Tampoco se oponen a la persecución de inmigrantes, la demonización de musulmanes o las propuestas para dejar a decenas de millones de personas sin acceso a la salud.
Por otra parte, prácticamente al unísono, han denunciado y calumniado a los periodistas y otros que han tratado de llenar el vacío y la responsabilidad de un periodismo de principio que busque desnudar los crímenes y mentiras del gobierno ante el público, gente como Julian Assange, Edward Snowden y Chelsea Manning.
El dilema de la llamada prensa “liberal”, cuyo abanderado es el New York Times, es que está obligada, por su autodefensa, a combinar, al menos nominalmente, la defensa de la Primera Enmienda de libertad de prensa con un apoyo pleno al imperialismo y los intereses de la oligarquía empresarial y financiera que domina el país y que encuentra su nociva personificación en la figura de Donald Trump.
De esta forma, Charles Blow, en su columna del lunes en el New York Times titulada “La secuestrada Presidencia estadounidense”, proclama que los que apoyan a Trump se están “acobardando ante el belicoso rey en potencia. Un loco y sus secuaces legislativos tienen de rehén a EE.UU.”.
Es entonces cuando aborda el tema central de los grupos de poder que critican a la Casa Blanca —la agresión rusa y la complicidad de Trump—. “Siempre debemos recordar que aunque individuos estadounidenses tomaron la decisión de votar por él o de retener activamente el apoyo por su contrincante, esas decisiones fueron influenciadas, en maneras que no podemos asimilar, por la injerencia rusa en nuestras elecciones, diseñada para favorecer a Trump”, señala Blow.
Trump llegó al poder, continúa, “porque una potencia extranjera, hostil a nuestros intereses, quería instalarlo”. El Presidente, “no sólo ha elogiado a esa potencia extranjera, sino que ha rechazado misteriosamente condenarla o incluso reconocer su intromisión”.
En el periódico Washington Post, el columnista Colbert King fue aun más directo en su estilo macartista, comparando el ciberataque contra el Comité Nacional Demócrata el año pasado con el robo de Watergate, solamente que fueron presuntamente agentes rusos en lugar de ex agentes de la CIA. Su conclusión es que: “El Kremlin también tenía sus razones para querer a Trump en la Casa Blanca. Ningún otro candidato presidencial estadounidense desde Gus Hall, el jefe del Partido Comunista de EE.UU., ha disfrutado de tanta aceptación de parte de Moscú”.
El fraude subyacente a la narrativa de los críticos de Trump dentro de la élite política se centra en la idea que Trump es en sí una aberración que irrumpió en la prístina democracia de EE.UU. En su lectura de la situación, su elección fue “el más extraordinario y profundo error electoral que EE.UU. ha cometido en nuestras vidas y posiblemente nunca”. Este “error electoral” fue posible, sin embargo, sólo gracias al carácter extraordinariamente derechista de su oponente, Hillary Clinton.
En un nivel más profundo, el triunfo es una excrecencia de un sistema social enfermo. En este sentido, su elección no fue un “error”. Por el contrario, reveló la verdadera cara del capitalismo estadounidense.
El gobierno de Trump y sus críticos en la élite política, ambos, expresan una enfermedad subyacente. La destitución de Trump a través de métodos de conspiración política, basados en propaganda antirrusa y en ocultar las verdaderas cuestiones detrás del conflicto interno, no haría nada para avanzar los intereses de la clase obrera. Al contrario, substituiría a reaccionario por otro más pulido y profesional para que ocupe la Casa Blanca.
La oposición de la clase obrera a Trump no tiene nada en común con las intrigas reaccionarias que provienen de las facciones en disputa dentro de la élite gobernante y su adinerada periferia de la clase media alta y que son reproducidas por los medios corporativos, los cuales sirven como portavoces para estas capas sociales. La clase obrera tiene que embarcar en una lucha propia contra el gobierno de Trump e independiente del Partido Demócrata, sus cómplices en la prensa y el aparato militar y de inteligencia, mediante la movilización de su poder de clase independiente con base en un programa socialista e internacionalista.