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Perspectiva

Quitándose la careta: Una guerra de saqueo en Afganistán

En menos de tres meses, Washington marcará el décimo sexto aniversario de su invasión de Afganistán, que inició la guerra más larga en la historia estadounidense.

El ataque a este país del sur de Asia, empobrecido y destruido por la guerra, fue presentado como el pistoletazo de salida en una “guerra global contra el terrorismo”, una cruzada por justicia y venganza por los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, centrados en el pretexto ridículo de capturar a una persona, Osama bin Laden.

En respuesta a la invasión, el World Socialist Web Site desestimó esas afirmaciones oficiales, condenando la acción estadounidense como una guerra imperialista. En una declaración del 9 de octubre de 2001 bajo el título de “Por qué nos oponemos a la guerra en Afganistán” escribíamos:

El gobierno estadounidense inició la guerra persiguiendo intereses internacionales de largo alcance de la élite gobernante estadounidense. ¿Cuál es el propósito principal de la guerra? El colapso de la Unión Soviética hace una década creó un vacío político en el Asia Central, que alberga el segundo mayor depósito mundial de reservas demostradas de petróleo y gas natural…

Estos recursos críticos están localizados en la región políticamente más inestable del mundo. Atacando a Afganistán, estableciendo un régimen cliente y llevando vastas fuerzas militares a la región, los EEUU se proponen establecer un nuevo marco político dentro del cual ejercer un control hegemónico.

Casi 16 años después, todavía quedan en Afganistán cerca de nueve mil soldados estadounidenses. Sin ellos y la inmensa potencia de disparo aplicada por el Ejércido del Aire estadounidense, el régimen marioneta del Presidente Ashraf Ghani no duraría ni una semana.

Según estimaciones conservadoras, la cifra de muertos en Afganistán desde 2001 ha llegado a 175.000. Otros cientos de miles han resultado heridos y millones desalojados de sus hogares. Los últimos seis meses han visto un número récord de civiles muertos, con un aumento del 43 por ciento en el número de los muertos por ataques aéreos estadounidenses en comparación con el año pasado en esta misma época.

Esta matanza ha sido llevada a cabo en nombre de la lucha contra el terrorismo, de la construcción de la democracia, de la liberación de la mujer, de los derechos humanos y varios otros pretextos falsos.

Al final, sin embargo, esta empresa brutal, corrupta y sangrienta ha sido motivada por los intereses imperialistas que detalló el WSWS en su declaración de 2001. Esto ha quedado enormemente evidenciado mientras la administración de Trump conduce un amargo debate interno acerca de cómo confrontar lo que los generales estadounidenses describen delicadamente como un “punto muerto”, en el que los Talibán y otros insurgentes han ganado el control de una cantidad sin precedentes de territorio afgano y las fuerzas de seguridad del país están sufriendo pérdidas insostenibles en bajas y deserciones.

Aunque Trump le ha dado a su secretario de defensa, el marine recientemente retirado General James “Perro Loco” Mattis, la autoridad para intensificar la guerra enviando otros 4.000 ó 5.000 soldados a Afganistán, ello todavía no ha comenzado.

La nueva estrategia de guerra, primero prometida para antes de la cumbre de la OTAN en mayo pasado y luego para mediados de julio, aún está por emerger, y Trump le dijo la semana pasada a periodistas de la Casa Blanca que él todavía estaba intentando averiguar “por qué estamos allí desde hace 17 años”. Esto después de que se informara de que Washington gastó cerca de un billón de dólares en la guerra. Al preguntársele mientras se dirigía a una reunión en el Pentágono el jueves pasado si se desplegarían más soldados, respondió: “Ya veremos”.

Ahora, sin embargo, la administración parece estar acariciando la idea de una intensificación, centrándose en lo que es esta guerra en resumidas cuentas: saqueo y lucro.

Según un informe publicado el miércoles en el New York Times, Trump “se ha prendido a una perspectiva que atormentaba a las administraciones anteriores: la enorme riqueza mineral de Afganistán, que sus consejeros y oficiales afganos le dijeron que podría ser extraída de manera rentable por empresas occidentales”.

Tirándole la idea a Trump están tanto el director ejecutivo de American Elements, una empresa que hace contratos con el Pentágono y se especializa en minerales terrestres raros que aparentemente existen en abundancia en Afganistán, y Stephen Feinberg, el mil millonario de los fondos de protección y grupos de inversión. Un prominente simpatizante de Trump, Feinberg también posee al gigante contratista militar DynCorp International y según reportes ha ofrecido los servicios de sus mercenarios para proteger las minas gestionadas por EEUU de los ataques de los Talibán y otros insurgentes.

El Presidente de Afganistán Ashraf Ghani, reconociendo la mentalidad usurera de su nuevo amo en Washington, según el Times ha “promocionado la minería como una oportunidad económica” desde su primera conversarión con el presidente estadounidense.

La idea de que el capitalismo estadounidense podría utilizar su poder militar para saquear los recursos minerales de Afganistán no es un invento de Donald Trump. La CIA era bien consciente de las riquezas que podrían extraerse antes de que las tropas de las Fuerzas Especiales estadounidenses tocaran suelo afgano por primera vez en 2001. “En 2006, la administración de George W. Bush llevó a cabo sondeos aéreos del país para cartografiar sus recursos minerales”, reporta el Times .

Y el “periódico de récord” publicó su propio reporte encendido en 2010, cuando estaba apoyando el “arrebato” de 100.000 soldados de la administración de Obama, bajo el titular “EEUU descubre riquezas minerales en Afganistán”. El artículo proclamaba que, con la “ayuda” de corporaciones transnacionales basadas en los Estados Unidos, Afganistán podría “ser transformado en uno de los centros mineros más importantes del mundo”.

Pero con Trump, la careta se ha caído. Se están dejando de lado las pretensiones “humanitarias” y “democráticas” utilizadas para disfrazar los intereses depredadores del imperialismo estadounidense, y el carácter despiadado, parasitario y criminal de la élite gobernante estadounidense, personificada por Trump, dirige abiertamente la política exterior estadounidense. Es completamente probable que considerando la siguiente etapa de la guerra en Afganistán, Trump esté pensando en qué negocios pueden conseguirse para su hijo Donald o su yerno Jared Kushner.

En uno de sus primeros discursos tras su toma de posesión, pronunciado en la sede de la CIA en Langley, Virginia, ante una audiencia congregada de agentes y funcionarios de la agencia, Trump detalló su enfoque, alabando el principio de “al vencedor, los despojos”. Con respecto a la guerra en Irak, dijo que “tendríamos que habernos quedado con el petróleo”, añadiendo para el beneficio del aparato militar y de inteligencia estadounidense, “Pero, vale, puede que tengáis otra oportunidad”.

En el intento de utilizar el poderío del ejército estadounidense para apoderarse de la riqueza mineral estratégica de Afganistán y, más en general, los enormes recursos energéticos del Asia Central, el imperialismo estadounidense se enfrenta no solamente al problema de la insurgencia de los Talibán, sino también a la oposición de rivales importantes que están persiguiendo sus propios intereses en Afganistán y en la región en general.

China quiere promover un negocio de 3 mil millones de dólares, estancado desde hace tiempo, entre su corporación minera estatal y Afganistán para explotar los mayores depósitos de cobre del país. Rusia ha lanzado su propia iniciativa para negociar una paz entre el gobierno de Kabul y los Talibán, llevando a cabo tres rondas de conversaciones. En vísperas de la última ronda a mediados de abril, los Estados Unidos lanzaron la mayor arma utilizada desde el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, golpeando un objetivo en el este de Afganistán, pero claramente enviando un mensaje tanto a Moscú como a Beijing.

Durante el cuarto de siglo pasado, el imperialismo estadounidense ha estado implicado continuamente en la guerra, dirigida en primera instancia a utilizar su superioridad militar para compensar el declive de su influencia sobre los asuntos del capitalismo global. Quiso afirmar su hegemonía sobre el Medio Oriente, rico en petróleo, y expandir su influencia en las regiones abiertas a la penetración capitalista por la disolución de la Unión Soviética.

Ahora, bajo la bandera del “Estados Unidos primero”, está ejecutando una guerra desnuda por los mercados, materias primas e intereses estratégicos relacionados a costa no solo de sus supuestos enemigos, sino también de sus aliados de antes, particularmente en Europa, cuyas potencias principales son empujadas a perseguir su propia política extranjera y también militar.

Tales tensiones y conflictos, que precedieron tanto a la Primera Guerra Mundial como a la Segunda Guerra Mundial, plantean la amenaza de una tercera guerra mundial con el añadido de la perspectiva de la aniquilación nuclear.

En los Estados Unidos, no obstante las amargas luchas intestinas en Washington, tanto los demócratas como los republicanos apoyan el giro cada vez mayor hacia el militarismo, mientras esconden deliberadamente las implicaciones de sus políticas a una población que está abrumadoramente en contra de la guerra.

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