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Perspectiva

Trump defiende la violencia nazi: se desprende la máscara

Los comentarios de Trump del martes en defensa de la violencia nazi y supremacista blanca desprendieron completamente la ya desgastada máscara del capitalismo estadounidense. El presidente norteamericano respaldó ante la prensa a las “excelentes personas” que participaron en el motín en Charlottesville que atacó a protestantes de izquierda supuestamente “violentos”.

La respuesta del mandatario a la violencia del fin de semana pasado tendrá consecuencias del máximo alcance a nivel internacional y dentro de EE. UU. La Segunda Guerra Mundial, que estableció la hegemonía estadounidense en el sistema capitalista global, fue presentada como una guerra contra el fascismo. Todas las guerras del último cuarto de siglo fueron libradas en nombre de “la democracia” y los “derechos humanos”. Pero ahora, el presunto líder del “mundo libre” mostró abiertamente su simpatía por el fascismo.

Dentro de EE. UU., los comentarios de Trump atizarán la cada vez mayor ira social y política, con millones de personas que ya ven al Estado y sus instituciones con hostilidad y rencor. Mientras que Trump y sus asesores pronazis, como Stephen Bannon, pretenden explotar la confusión y el enajenamiento político en el país para desarrollar un movimiento ultraderechista extraparlamentario, no existe tal apoyo de masas por el fascismo. La movilización de neonazis a nivel nacional en Charlottesville sólo atrajo a unos pocos cientos de personas, en comparación con los cientos de miles que colmaron las calles por todo el país para protestar la investidura de Trump.

Sin embargo, los eventos en Charlottesville y la respuesta de la Casa Blanca tienen que ser vistos como una advertencia grave por la clase obrera en EE. UU. e internacionalmente. Ante la ausencia de un movimiento independiente de las masas obreras que se oponga a los dos partidos principales y toda la élite política, la expansión del fascismo en EE. UU. se convertirá en un riesgo más y más real.

La revelación de la perspectiva autoritaria de Trump y la oligarquía financiera que personifica se ha colocado en el centro de la crisis política de la clase gobernante. La lista de CEOs que han renunciado al Foro Estratégico y de Políticas y el Consejo Manufacturero de Trump continuó creciendo hasta que el presidente se vio obligado a disolver ambos paneles de asesores el miércoles por la tarde. Varios legisladores demócratas y republicanos condenaron al presidente y sus declaraciones. Los expresidentes George W. Bush y George H. W. Bush, al igual que cuatro miembros del Estado Mayor Conjunto, publicaron declaraciones en oposición al racismo.

El exdirector de la CIA, John Brennan, quien participó en la implementación de programas de tortura y de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional, calificó los comentarios de Trump como “una desgracia nacional” que pondrá “nuestra seguridad nacional y futuros colectivos en grave riesgo”.

Las acciones y declaraciones de estos representantes de la burguesía son sólo ejercicios de hipocresía y encubrimiento. ¡Cómo si las tendencias fascistas de Trump no eran ya evidentes! Habían salido numerosos reportes de Trump desahogando sus opiniones profascistas con sus asesores principales en varias ocasiones. Estas tendencias eran bien conocidas en Washington y por la prensa, pero buscaron ocultárselas al público.

Un artículo de Mark Landler publicado en el sitio del New York Times el miércoles (“Trump se rehúsa a un estándar moral, abandonado una tradición”) pone de manifiesto las preocupaciones de la clase gobernante. Landler se queja de que Trump ha “abandonado lo que los presidentes, de Roosevelt a Regan, han considerado como su deber cardinal: marcar un curso moral para la nación”.

Como ejemplos de este “estándar moral”, Landre menciona el discurso de despedida de Reagan en 1989, el discurso al Congreso de George W. Bush después de los atentados del 11 de setiembre del 2011, la apelación de Barack Obama a “lo mejor de los estadounidenses atravesando una serie de tiroteos policiales y asesinatos racistas”. Pese a que otros presidentes tuvieron “limitaciones morales”, concluye Lander, “hasta ahora ninguno ha rechazado el concepto en sí de un liderazgo moral”.

Según esta concepción, todos los problemas de la sociedad y la política estadounidenses provienen de los fallos individuales de Trump. Como el mismo New York Times declara de forma breve y cruda en su editorial del miércoles: “La raíz del problema no es el personal [del gobierno], es el hombre que lo encabeza”.

Pero, por más desagradables que sean sus rasgos personales, Trump es el producto de una prolongada evolución política. Durante el último cuarto de siglo, se ha desencadenado un proceso dramático de decadencia y degeneración política presidido por los “guardianes morales” que menciona el Times.

Nixon fue destituido por el escándalo de Watergate, en medio de nuevas revelaciones acerca de las actividades criminales del imperialismo estadounidense en todo el mundo. Carter libró una guerra indirecta en Afganistán que conllevó a la creación de Al Qaeda. Reagan inició una contrarrevolución social mientras supervisaba una guerra de subversión ilegal y secreta en Nicaragua manejada desde el sótano de la Casa Blanca. George H. W. Bush invadió Panamá y llevó a cabo la primera invasión de Irak. Clinton bombardeó repetidamente Irak e impuso sanciones brutales que mataron a miles de iraquíes. Luego, libró la guerra aérea contra Serbia. George W. Bush, quien llegó al poder robándose una elección, inició guerras que han cobrado más de un millón de vidas y permitió emplear la tortura como un instrumento más de política. Obama, el candidato de la “esperanza” y el “cambio”, institucionalizó los asesinatos con drones y el espionaje en el país, mientras canalizaba cientos de miles de millones de dólares a Wall Street.

El Times y la élite mediática y política prefieren que las políticas criminales de la burguesía sean maquilladas con frases democráticas sobre los derechos humanos y el amor fraternal.

La elección de Trump fue un punto de quiebre. El nuevo mandatario ha buscado incitar y legitimar el desarrollo de un movimiento fascista que apele a la desesperación y al enajenamiento que afectan con cada vez más fuerza a amplias capas de la población. Sin embargo, su defensa de la violencia nazi no refleja solamente la perspectiva reaccionaria y atrasada de un individuo. Con Trump, todos los crímenes de la aristocracia financiera que gobierna el país han salido a la superficie de la vida política y a vista del mundo entero.

La prensa ha presentado las respuestas de CEOs y oficiales militares y de inteligencia como Brennan como si fuesen el antídoto político para el virus de Trump. En realidad, el aumento de la influencia del ejército y las agencias de inteligencia —a quienes se ha orientado completamente el Partido Demócrata desde la elección de Trump— es simplemente otra forma de colapso de la democracia estadounidense, otro síntoma de la misma enfermedad.

La lucha contra Trump tiene que erigirse desde abajo —por medio de un movimiento de la clase trabajadora— no a través de los métodos de un golpe palaciego.

La clase obrera debe intervenir con su propio programa socialista y revolucionario, sin dejar que su lucha contra el gobierno de Trump sea subordinada a una u otra facción de la burguesía. La oposición al autoritarismo y al fascismo debe estar conectada a la oposición a la guerra, la desigualdad social, el desempleo, la pobreza, los ataques contra el acceso a la salud y la educación pública. Se tiene que despojar a la oligarquía financiera de su enorme riqueza y convertir a los bancos y corporaciones que ejercen una dictadura sobre la vida económica y social en bienes públicos.

El decadente gobierno de oligarcas y generales, una cabina de mando para conspiraciones de guerras y dictaduras, debe ser reemplazado por un gobierno obrero auténtico.

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