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El Día de Martin Luther King toma lugar con un racista declarado en la Casa Blanca

Desde que fue adoptado como un feriado federal hace más de 30 años, el Día de Martin Luther King (MLK) ha sido siempre la ocasión para que surgieran proclamaciones hipócritas de la clase gobernante y sus representantes en los medios. La fecha del nacimiento del líder del movimiento por los derechos civiles en el sur estadounidense, quién fue apoyado y hostigado por el Estado mientras estaba vivo, es utilizado para hacer afirmaciones banales y deshonestas sobre la “diversidad” y la “democracia” en Estados Unidos.

Después de su muerte, King fue transformado en un ícono. Su persecución por el FBI y el probable involucramiento del Estado en su asesinato son ignorados en las ceremonias oficiales. Esto tiene el propósito de encubrir el hecho de que la igualdad social por la que millones de trabajadores lucharon durante el período de movilizaciones por los derechos civiles en los años cincuenta y sesenta no ha sido y nunca será alcanzada bajo el sistema capitalista.

Este año, los comentarios sobre el aniversario del nacimiento de King son más hipócritas que nunca, dado el hecho de que el jefe de Estado en EUA es un declarado racista que ha buscado cultivar una base de apoyo conformada por supremacistas blancos. Esto tomó un carácter grotesco en la ceremonia en la Casa Blanca el pasado viernes, cuando Donald Trump firmó una proclamación sobre el Día de MLK tan sólo un día después de que lanzara su diatriba sobre “países de mierda” como Haití y las naciones africanas, al mismo tiempo que dijo preferir los inmigrantes de Noruega.

Después de los pronunciamientos en la Casa Blanca del secretario de Viviendas y Desarrollo Urbano de Trump, un afroamericano ultraderechista que se opone a las viviendas públicas y la asistencia a los pobres, y una declaración nauseabunda del sobrino del líder asesinado de los derechos civiles, vino la escena en la que el propio Trump se escabulló del salón mientras los reporteros le gritaban: “¿Es usted un racista, señor presidente?”.

Los comentarios de los medios sobre el comportamiento de Trump, así como aquellos en la prensa pseudoizquierdista y de la izquierda liberal, se enfocan en Trump como un caso aislado, como si sus comentarios racistas no tuviesen mayor significado más allá de la podrida mente de este estafador multimillonario. Prácticamente ninguno de los supuestos oponentes de Trump se molesta en preguntar, ni qué hablar sobre responder, de dónde salió y qué es lo que representa.

Trump es el producto de décadas de declive económico y reacción política. No es posible entender cómo llego este retrógrado a la Casa Blanca sin tener en cuenta los casi 50 años de contrarrevolución social, bajo Administraciones demócratas y republicanas, que condujeron a su victoria por medio del Colegio Electoral en el 2016. Trump encarna la decadencia de la oligarquía estadounidense, de la cual él es parte.

Es necesario tomar una perspectiva objetiva al estado de la sociedad estadounidense y el legado del movimiento de los derechos civiles a la luz de la Presidencia de Trump. Esto toma más importancia ya que el 4 de abril se marcará el 50º aniversario del asesinato de King en Memphis. Esta mitad de siglo ofrece mucha evidencia de la que se puede sustraer conclusiones. Las repercusiones de la muerte de King constituyen una condena para el capitalismo estadounidense, el Partido Demócrata, y de los seguidores de King que ahora conforman la denominada élite política de los derechos civiles. Una sobria evaluación del movimiento de los derechos civiles y del papel de King también aparecen en el orden del día.

La crisis económica y política del capitalismo estadounidense ya estaba saliendo a la superficie en el período previo al asesinato de King. Incluso en el apogeo del boom económico de la posguerra, cuando Lyndon Johnson presidía la “Guerra contra la pobreza” y firmaba la legislación de los derechos civiles de 1964 y 1965, el capitalismo estadounidense no tenía solución para la persistencia de la pobreza y la desigualdad. Esto fue gráficamente exhibido por las rebeliones que sacudieron a las ciudades por todo EUA, a mediados de los sesenta, junto con el crecimiento del movimiento contra la guerra de Vietnam. Estos levantamientos expusieron el colapso del orden posbélico y marcaron el comienzo del fin de la supremacía estadounidense.

Fue ante esta crisis social y económica –y no la personalidad de cualquier político individual— la que dictó el cambio en la política de la clase gobernante del reformismo a la reacción. Aunque Ronald Reagan y Margaret Thatcher llegaron a simbolizar este giro en EUA y Europa, éste comenzó más temprano, con la elección de Nixon y su denominada estrategia sureña que buscaba mantener las divisiones dentro de la clase trabajadora y conservar a los estados de la Confederación como un bastión de la reacción. La Presidencia del demócrata Jimmy Carter, pionero en la desregulación y quien luchó duras batallas con los mineros de carbón y otras secciones de la clase trabajadora, sentó las bases para la destrucción de los sindicatos y el asalto a los programas sociales de Reagan.

La clase gobernante estadounidense se lamió sus heridas de su derrota en Vietnam y preparó una contraofensiva contra la clase trabajadora en EUA y a nivel internacional. Un componente crucial de esta contraofensiva fue la integración de un pequeño estrato de políticos negros, incluyendo a los veteranos del movimiento por los derechos civiles, dentro de los grupos de poder, primero al nivel local y luego nacional. El programa de acción afirmativa, anunciado bajo Nixon, fue expandido y promovido principalmente por los demócratas, no con el objetivo de otorgar una verdadera igualdad y oportunidad para todos, sino para crear un nicho en la élite para una pequeña sección de afroamericanos, mientras que ponían a luchar a los negros con los blancos por un disminuyente número de empleos, admisiones a la universidad y cosas por el estilo. La política de identidad fue adoptada como el sustituto reaccionario de una lucha por la verdadera igualdad.

Cincuenta años después de la muerte de Martin Luther King, el veredicto no puede ser más claro. El capitalismo estadounidense ha mostrado sus verdaderos colores. Ha producido niveles record de desigualdad, la destrucción de empleos de buena paga y una erosión en los estándares de vida sin precedentes desde la Gran Depresión. Asimismo, ha conducido a la construcción de un Estado policíaco, espionaje estatal masivo y violencia policíaca y un gobierno de, por y para la oligarquía financiera.

Si bien la actitud popular revela considerables avances hacia la igualdad racial –como se ve expresado en la cultura popular y en los niveles de matrimonio interracial— el ataque cada vez mayor a las secciones más pobres de la clase trabajadora se ha expresado en una intratable segregación de viviendas y escuelas y en una gran disparidad en salarios, acceso a la salud, expectativa de vida y en tales consecuencias de la pobreza como la encarcelación masiva para los negros y las otras minorías. Aunque cada encuesta muestra regularmente el crecimiento en el apoyo a la igualdad y la oposición al racismo, especialmente entre las generaciones más jóvenes, los derechos ganados, como la del derecho al voto, están bajo un implacable ataque.

Estos últimos 50 años han demostrado duramente el fracaso del reformismo nacional, incluso el de la variedad más izquierdista, como fue expuesto por Martin Luther King. El líder de los derechos civiles tomó pasos valientes en los años previos a su brutal asesinato. Exactamente un año antes de su asesinato, denunció la guerra en Vietnam, en un discurso que fue recibido con dura hostilidad por parte de la Administración Johnson y de la gran mayoría de los colegas de los derechos civiles de King. En los meses antes de que muriera, en un paso muy limitado pero significativo, King declaró que la lucha por los derechos civiles revelaba que el principal problema que asediaba a EUA era la pobreza y lanzó la Campaña de los Pobres para unir a blancos y negros que enfrentaban privación económica.

Sin embargo, King rechazó romper con el Partido Democrático. En cambio, insistió en la lucha por reformas sociales dentro del capitalismo. Permaneció dentro del marco del pacifismo religioso, hablando en nombre de una sección de la clase media liberal y en oposición a la construcción de una dirección revolucionaria basada en la clase trabajadora. Esta debilidad de clase allanó el camino del colapso, luego de su muerte, del movimiento que lideró. El papel reaccionario que ahora desempeña cada portavoz importante de lo que fraudulentamente se denomina como “Estados Unidos negro” no puede ser comprendido afuera de este importante componente del legado y carrera de King.

La alternativa socialista es la única base para defender todas las conquistas de la clase trabajadora del siglo pasado y más allá. Estas incluyen los derechos democráticos obtenidos en la larga y dura lucha contra la segregación de Jim Crow. La Presidencia de Trump ha traído consigo un período de oposición social y lucha de masas contra el peligro de guerra, la reacción y los llamados de tendencia fascista hechos regularmente por la Casa Blanca. Un nuevo período de lucha de clases se está abriendo en Estados Unidos y alrededor del mundo, desatado por una desigualdad récord y el inevitable colapso de la actual burbuja financiera global especulativa

Los defensores de la política de identidad vienen en este preciso momento para prescribir el mismo veneno del statu quo capitalista que produjo a Trump en el primer lugar. En su defensa del capitalismo, trabajan para estimular y profundizar las divisiones dentro de la clase trabajadora, una política que sirve los objetivos más reaccionarios. La lección de la lucha por los derechos civiles y sus trágicas consecuencias requiere una perspectiva opuesta: la necesidad para unir a todas las secciones de la clase trabajadora –afroamericana, blanca, hispana, asiática e inmigrante— en la lucha por el socialismo y el internacionalismo.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 16 de enero de 2018)

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