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Columnista del Washington Post persigue la “lascivia” de Woody Allen

La caza de brujas por conducta sexual inapropiada, que ahora entra en su cuarto mes, demuestra cada vez más sus verdaderos colores como un movimiento derechista y represivo guiado y manipulado por el Partido Demócrata, el New York Times y otros componentes del sistema. No tiene nada que ver con la “seguridad en el trabajo” o las condiciones de las mujeres de clase trabajadora, a pesar de las afirmaciones de sus defensores de pseudo-izquierda. Este es un movimiento de egoístas y adinerados, para los egoístas y adinerados.

Junto con la histeria antirrusa, la campaña de “noticias falsas” y los pedidos de censura de Internet, la campaña de abuso sexual es parte del esfuerzo por desviar el enojo popular contra la administración Trump, el gobierno de los multimillonarios, las guerras interminables y la creciente miseria social hacia canales reaccionarios. Socava aún más los derechos democráticos y el debido proceso. La mafia de la política de identidad intenta crear un reino de terror en Hollywood, los medios y los campus universitarios en particular. Cualquier desacuerdo es recibido con abuso y esfuerzos para destruir la reputación y la carrera del crítico.

De manera peculiarmente estadounidense, sectores de clase media acaudalada han descubierto repentinamente la piedad y la moralidad, por lo menos en público. Un puritanismo absurdo y repulsivo se ha apoderado de los medios y círculos oficiales. Se ha penalizado el “donjuanismo” y el “flirteo serial”. También se amenaza con declarar fuera de la ley al coqueteo “no bienvenido” o “no deseado”, aunque todavía nadie ha sido capaz de explicar cómo el iniciador debe saber si su coqueteo no es “bienvenido” o “deseado” hasta que él o ella lo hace.

Como ha señalado el World Socialist Web Site, “Estados Unidos está atravesando otro momento ‘Letra Escarlata’, con la letra ‘A’ (por adúltera) reemplazada por la letra ‘D’ (por depredador)… Los textos de columnistas feministas de derecha combinan el puritanismo antiguo de Estados Unidos con los principios de la sabiduría victoriana, transmitido por generaciones de madres burguesas a hijas, sobre lo que ‘los hombres siempre quieren’”.

Woody Allen en Cannes (crédito fotográfico: Georges Biard)

Un artículo reciente en el Washington Post hizo esto de manera especialmente grotesca. En este caso, el columnista de derecha es un hombre, Richard Morgan, y su artículo se titula “Leí décadas de notas privadas de Woody Allen. Está obsesionado con las adolescentes”. El subtítulo dice “Su [de Allen] archivo de 56 cajas está lleno de reflexiones misóginas y libidinosas”. El Post promocionó el artículo con la frase “Hacer arte de la lascivia”.

Si fuera una sola columna especialmente equivocada o desorientada, uno podría dejar las cosas como están. Sin embargo, los puntos de vista de Morgan son sólo una destilación extrema y purificada de concepciones sostenidas ampliamente, que deben ser expuestas a la luz pública.

Después de todo, el New York Times, el Post y otras publicaciones han reflexionado durante un tiempo sobre la conveniencia de censurar, suprimir o erradicar el trabajo de los artistas cuya conducta sexual o moral se considera inaceptable. Estos son sólo algunos de esos comentarios: “Charlie Rose, Louis C.K., Kevin Spacey: reprendidos. ¿Ahora qué hacemos con sus trabajos?” en el New York Times; “¿Qué hacemos con el arte de hombres monstruosos?” en el Paris Review; “¿Podemos pretender que la conducta de un artista no importa en el Hollywood post-Harvey Weinstein?” en Los Angeles Times, etc. Los realizadores de All the Money in the World pusieron esto en práctica, “borrando” a Kevin Spacey de su film.

En su pieza sobre el escritor y director Woody Allen, Morgan lleva al neo-puritanismo un paso más allá. Informa al lector de su conclusión basada en su análisis del contenido completo de “56 cajas de archivos personales de 57 años” de Allen guardados en la Universidad de Princeton: “Recorriendo todas las cajas hay una obsesión insistente y vívida con mujeres jóvenes y chicas”, escribe. Esto no va a resultar una noticia impactante para muchos.

Esencialmente, el artículo de 2.300 palabras de Morgan en el Post es una expansión y desarrollo de este pensamiento perturbador (para él). Cita “décadas de notas, historias y bocetos” de Allen para probar su punto de vista. Escribe que “los guiones del cineasta son a menudo freudianos, y generalmente lo presentan a él (o algún avatar de él) apegándose casi religiosamente a una fórmula: una relación al borde del fracaso es arrojada al caos por la introducción de un extraño irresistible, casi siempre una mujer joven”.

Primero que nada, ¿y qué? Segundo, Morgan comete el error obvio de rebuscar en los papeles de Allen y determinar que el artista está escribiendo solamente sobre sí mismo, que cada personaje principal representa al autor. Escribe: “A veces Allen está en su trabajo, pero incluso cuando no está, sus personajes son a menudo dobles obvios”. ¿Quién dice? Por supuesto que cada artista incorpora un elemento de autobiografía en su trabajo, pero es ilegítimo e irresponsable de parte de Morgan acusar a Allen sobre la base de sus creaciones ficticias.

Después de un pasaje al que Morgan objeta, escribe que “con toda probabilidad” los fragmentos en cuestión “fueron pensados como parodia, pero se basan en la realidad de que Allen parece ver la función de las mujeres en su vida como su ruego para ser parte de ella”. Así que son parodia y ficción, ¿pero ellas representan cómo Allen verdaderamente ve a las mujeres? ¿Qué pasa si el escritor y director se burla de sí mismo y sus fantasías?

Por supuesto, uno de los problemas que Morgan tiene al tratar a Allen como sujeto es que parece no tener sentido del humor. En general, procede con la impasible petulancia y brutalidad de un censor provinciano de mediados del siglo XIX. De hecho, el fiscal de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, en 1857, quien denunció a esa novela por su “ofensa contra la moral pública y ofensa contra la moral religiosa” y su “glorificación del adulterio”, se habría encontrado como en casa con la compañía intelectual de Morgan. Mucho de lo que menciona sobre el trabajo de Allen es adolescente o poco desarrollado, pero difícilmente ilegal o “degenerado”.

Ya que Morgan está en eso, ¿por qué no plantear preguntas sobre la sexualidad poco convencional de Muerte en Venecia y El santo pecador, de Thomas Mann, Lolita y Ada, de Vladimir Nabokov, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez? Desde la literatura clásica hasta los dramaturgos isabelinos y jacobinos, abundan las relaciones amorosas complicadas. Los artistas que valen la pena son conocidos por explorar un territorio difícil e incluso tabú.

Morgan, junto con el resto de la brigada antivicio en el Post, Times y otros lugares, parece completamente ajeno a cuestiones de libertad de expresión. No fue hace tanto que se consideraba obsceno al Ulysses, de James Joyce. El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, no estuvo disponible en EE.UU. hasta 1959. La Suprema Corte de EE.UU. no decidió el destino de Trópico de Cáncer, la novela de Henry Miller de 1934, hasta 1973.

Woody Allen es un humorista que pertenece a una generación que alcanzó la madurez en la televisión de los años 1950 y 1960, una generación que incluye a Mel Brooks, Sid Caesar, Carl Reiner, Larry Gelbart y otros. Eclipsando a todos, tal vez, estuvo la figura de Lenny Bruce, quien dirigió su fuego satírico y mordaz contra la hipocresía y censura oficiales, y entró en un conflicto agudo con las autoridades como resultado de ello. Bruce fue el padre espiritual de George Carlin, Richard Pryor y más.

Allen creó la persona del judío tímido con problemas sexuales. Muchas de sus rutinas se convirtieron en clásicos cómicos. También influyó a muchos comediantes de generaciones posteriores. Si hoy sigue siendo admirado y querido por muchos, es una medida del placer que le brindó a algunas audiencias en la década de 1960.

Las películas más exitosas de Allen fueron hechas hace varias décadas. En los últimos años su cine se ha vuelto plano de una forma intolerable. Se ha quedado sin cosas para decir. Pero lo defenderíamos cien veces contra gente como Morgan.

Éste finalmente llega al meollo de la cuestión al referirse a las “acusaciones de que él [Allen] abusó de una de las hijas de su novia y comenzó una relación impropia con otra”.

Allen, de 57 años en ese momento, se involucró sentimentalmente con la hija adoptiva de su pareja, Mia Farrow. Puede haber sido poco sabio, puede haber demostrado un grado de egocentrismo o algo peor, pero no fue ilegal. A fin de cuentas, no le concernía a nadie más que a ellos. La relación se convirtió en el aspecto central de un escándalo público desagradable y prolongado, con Allen enfrentado a su ex amante amargada y distante.

El elemento de controversia e incluso desgracia no es desconocido en los círculos artísticos. Uno no tiene que aprobar la conducta de Allen para evitar convertir el tema en la base de una campaña de ostracismo y persecución. Nadie sugirió que se asignara a Allen escribir un volumen dedicado a la ética. No es Spinoza, sino un cómico.

Las acusaciones de agresión sexual contra él respecto a la hija de siete años de Mia Farrow, Dylan Farrow, no fueron realizadas por el Departamento de Servicios Sociales de Nueva York porque el mismo no encontró evidencia creíble para apoyarlas. Anteriormente, un equipo de la Clínica de Abuso Sexual Infantil del Hospital Yale-New Haven concluyó acerca de los reclamos de la niña: “Teníamos dos hipótesis: una, que estas afirmaciones fueron hechas por una niña emocionalmente perturbada y luego se fijaron en su mente. Y la otra hipótesis es que fue entrenada o influenciada por su madre [Farrow]. No llegamos a una conclusión firme. Creemos que probablemente fue una combinación”.

Morgan no tiene tiempo para esos hechos. Tiene que incitar una caza de brujas. El artículo es una farsa venenosa y santurrona. El columnista finalmente determina, a regañadientes, que no hay “nada criminal” sobre la obsesión de Allen con mujeres jóvenes, “Pero es profundamente anacrónico, grosero. Más que eso, parece que no le importa mejorar o cambiar de ninguna manera”. ¿Quién nombró a Morgan inquisidor sexual en jefe y árbitro moral? ¿Por qué deberíamos prestar atención a su punto de vista retrógrado y condescendiente sobre cómo las personas deberían “mejorar o cambiar”?

Morgan concluye: “Amar al arte lo trata como un producto terminado, pulido y envasado para el público. ¿Pero qué pensamientos entran en el arte? ¿Las emociones? ¿Las prioridades? ¿La fealdad? Todo el arte es en parte autobiográfico—proviene de la mente de alguien, de su alma. El archivo de Allen muestra lo que hay en la suya”.

Y la columna de Morgan revela algo mucho más siniestro dentro de su alma y mente, el deseo abrumador de que la Policía del Pensamiento de Orwell (para quien el deseo sexual era una expresión de “crimen de pensamiento”) sea la regla suprema. El hecho de que el Washington Post publique y promueva semejante artículo es revelador—hasta qué punto el liberalismo estadounidense se ha movido en la dirección del autoritarismo.

Hay algo claramente enfermizo en esta columna y en toda la campaña de conducta sexual inapropiada. La última ha activado las tendencias moralistas y puritanas en una clase media desorientada, asustada y abrumada. ¿Cuán lejos está esto de la campaña ultraderechista de “valores familiares” de hace unos años, dirigida a quienes sentían que la tierra se movía debajo de ellos? El nivel de insensatez, histeria, abuso, banalidad es notable. La gente grita cosas estúpidas y difamatorias para cerrar la discusión.

De hecho, una de las fuerzas impulsoras detrás del ataque a Allen es su negativa a arrodillarse ante la campaña #MeToo (#YoTambién). Morgan señala con desaprobación que “Allen sí presentó una queja sobre el momento [Harvey] Weinstein, advirtiendo a la BBC sobre una ‘atmósfera de caza de brujas, una atmósfera Salem, donde cada hombre en una oficina que le guiña el ojo a una mujer de pronto tiene que llamar a un abogado’. Parece creer que los compañeros de trabajo se guiñan el ojo todo el tiempo”.

Las actrices Greta Gerwig y Mira Sorvino se unieron al esfuerzo de difamar y destruir a Allen, anunciando en los últimos días que no volverán a trabajar con el director. La carta de Sorvino es notable por su tono emotivo, casi histérico y su lógica tortuosa. Ella escribe: “Incluso si amas a alguien [aparentemente Allen], si te enteras de que puede haber cometido actos despreciables, deben ser expuestos y condenados, y esta exposición debe tener consecuencias”.

El comentario es subjetivo y completamente fuera de lugar. ¿Sus acciones fueron criminales o no? “Exponer y condenar” a alguien porque “puede” haber cometido “actos despreciables” aparentemente le resulta razonable a la muchedumbre de la política de identidad. ¿Qué pasa si no ha hecho nada?

El rol de Sorvino es especialmente impropio a la luz de su comentario, en una entrevista de 2014 con el Guardian, de que Allen fue uno de sus primeros “héroes” y que “llegar a trabajar con él [en Poderosa Afrodita, 1995] fue muy emocionante”. En el momento de la entrevista ella ignoró una pregunta sobre las acusaciones de abuso contra Allen, señalando: “Todo lo que puedo decir es que es un hombre maravilloso con quien trabajar”.

Ahora, al estilo “¿Tú también, Mira?”, ella clava el cuchillo y tuerce la hoja. La actriz declaró hace una semana que lamenta haber trabajado con Allen y que no lo volverá a hacer. ¿Pero devolverá ella, como señora honorable que es, todo el dinero que hizo como resultado de su asociación con Allen, y—como un acto simbólico de contrición—devolverá el Oscar que ganó por Poderosa Afrodita?

En general, el esfuerzo para demonizar a Woody Allen es reaccionario y deplorable.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 13 de enero de 2018)

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