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Perspectiva

El asesinato de Robert F. Kennedy y el fin del liberalismo estadounidense

Hace cincuenta años, a tempranas horas del lunes 5 de junio de 1968, el senador Robert F. Kennedy fue herido de muerte en el hotel Ambassador de Los Ángeles, pocas horas tras ganar las primarias presidenciales demócratas en California por un estrecho margen contra el senador Eugene McCarthy. Kennedy recibió un disparo en la cabeza, otro en el cuello y otro en el abdomen. El impacto en la cabeza propagó fragmentos de bala en su cerebro, cobrándole la vida. Murió casi 26 horas después, a la 1:44 a.m. la mañana del 6 de junio. Solo tenía 42 años.

El asesinato de Robert Kennedy fue solo uno de varias conmociones políticas que tornaron el año 1968 en el más explosivo y saturado de acontecimientos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El año inició con la ofensiva Tet en Vietnam que dejó perplejo al Gobierno de Johnson y alimentó el sentimiento contra la guerra en Estados Unidos. Eugene McCarthy y luego Kennedy entraron en la carrera presidencial, desafiando a Johnson, quien anunció el 31 de marzo que no buscaría una reelección. Tan solo cuatro días después, el 4 de abril, Martin Luther King Jr., el líder de mayor trascendencia del movimiento por los derechos civiles, fue asesinado en Memphis, Tennessee, desatando rebeliones en las principales ciudades del país. Durante este periodo, los campus universitarios vivían un periodo convulso de protestas por Vietnam, el racismo y la violencia policial.

El año 1968 marcó la crisis más intensa del sistema político estadounidense desde la Gran Depresión y representó la culminación de las importantes conquistas de la clase trabajadora durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Los trabajadores lucharon grandes batallas de clases en las décadas de 1930, 1940 y 1950 para construir sindicatos industriales y aumentar los niveles de vida. Esta fue la fuerza motriz detrás de un desarrollo democrático más amplio, particularmente las luchas de los derechos civiles de los años cincuenta y sesenta, junto a las demandas de derechos igualitarios para las mujeres, un fin a la persecución de los gays, el sufragio a los 18 años de edad y otras reformas progresistas.

Este periodo acabó con la Guerra de Vietnam. Millones de jóvenes estadounidenses, principalmente de clase obrera, fueron enviados a luchar en las junglas del sureste asiático contra un movimiento popular de liberación nacional. La burguesía estadounidense bajo Lyndon Johnson inicialmente intentó combinar “armas y manteca”, pero cuando tuvo que elegir, optó por defender su posición global a expensas de la clase obrera en casa. El Partido Demócrata, el cual había dominado entre ambos partidos de las grandes empresas durante el boom de la posguerra, quedó hecho pedazos por los conflictos subsecuentes.

Una de las manifestaciones más impactantes de este periodo de crisis fue la serie de asesinatos políticos —el presidente John F. Kennedy en 1963, el militante por los derechos civiles Malcolm X en 1965, Martin Luther King Jr. y luego Robert F. Kennedy a dos meses de distancia en 1968—. El efecto total de estos asesinatos fue inmenso. Millones se sintieron enfadados y enajenados del sistema político oficial en su conjunto, siendo testigos de estos eventos trágicos, independientemente de las circunstancias inmediatas, como parte de un esfuerzo para atajar nuevas reformas sociales progresistas y fortalecer el domino de las fuerzas conservadoras y derechistas.

La muerte de Robert Kennedy, en particular, significó el fin de todo un periodo, remontándose al Nuevo Trato de Franklin Roosevelt, cuando el Partido Demócrata se presentó como el representante de las reformas cuasi-socialdemócratas, promoviendo medidas económicas que mejoraron los niveles de vida de la clase obrera en su totalidad, fueran blancos, negros o inmigrantes, y estableciendo ciertos límites al dominio de las grandes empresas. Este periodo —entre la inauguración de Roosevelt y el asesinato de Robert Kennedy— duró tan solo 35 años, mucho menos que los 50 años que han transcurrido desde entonces.

Es irónico que un individuo que comenzó su carrera como un anticomunista católico, un hijo privilegiado de un simpatizante multimillonario de los nazis, llegara a representar a la izquierda del Partido Demócrata y apelara a la clase obrera. La trayectoria de Robert Kennedy encarnó las contradicciones del liberalismo de la Guerra Fría en el Partido Demócrata, un matrimonio condenado a fracasar entre una agenda liberal “progresista” y el anticomunismo y militarismo imperialista.

Su actividad política englobó la cacería de brujas anticomunista, en la que trabajó lado a lado con el senador Joseph McCarthy, su trabajo como fiscal general a principios de los sesenta, cuando ayudó al movimiento de los derechos civiles y autorizó que el FBI espiara al Dr. King, su papel como senador estadounidense para Nueva York, apoyando las reformas sociales del Gobierno de Johnson y oponiéndose cada vez más a sus políticas militares en Vietnam.

No cabe duda que Kennedy se vio profundamente afectado por el asesinato de su hermano y que creía en privado que había sido perpetrado por elementos en el aparato de seguridad nacional que el mismo había servido. Sin embargo, también era un hombre de su clase social, contando con una sensibilidad aguda a las profundas y potencialmente explosivas divisiones sociales en la sociedad estadounidense. Su reformismo, como el de Roosevelt y John F. Kennedy, no tenían como objetivo superar el capitalismo, sino salvarlo, incluso si eso significaba modestos sacrificios para la élite gobernante por su propio bien.

Esta etapa reformista del desarrollo político estadounidense finalizó de forma efectiva con el segundo asesinato de los Kennedy. Este momento crítico en la historia se vio reflejado por el desbordamiento de aflicción. Mientras que el asesinato de Robert Kennedy no ocasionó un sobresalto como el de su hermano mayor, hubo un mayor elemento de angustia y retraimiento, con millones de personas alineadas entre la Ciudad de Nueva York y Washington cuando un tren llevó su ataúd para ser enterrado en el cementerio nacional de Arlington.

Ningún otro candidato presidencial demócrata pudo apelar de forma tan amplia a los votantes de clase trabajadora de todas las razas. Los nominados que le siguieron, incluso aquellos que se presentaron como “izquierdistas”, como George McGovern en 1972, lo hacían, pero solo en términos de política exterior o cuestiones culturales, no en el ámbito económico, teniendo poco para ofrecerle a la clase obrera.

Cuando Edward Kennedy intentó retomar el papel de su hermano cuando contendió en 1980 por la nominación contra el entonces presidente Jimmy Carter, fracasó. El capitalismo estadounidense, atravesando la segunda crisis petrolera global en una década, ya no tenía los recursos, ni mucho menos el apetito para una reforma social importante. La clase gobernante viraba fuertemente hacia la derecha, en dirección de Thatcher en Reino Unido y Reagan en Estados Unidos, y desmantelaría lo que quedaba del Estado del bienestar.

Los demócratas que llegaron al poder tras la muerte de Robert Kennedy —Carter en 1976, Clinton en 1992 y Barack Obama en el 2008— fueron todos hechos del mismo molde: conservadores fiscales, lejanos de la clase obrera, proempresariales, interesados ante todo en demostrar su buena fe al aparato militar y de inteligencia y a Wall Street. Estos presidentes demócratas abandonaron toda pretensión de avanzar reformas sociales o, como Obama, ofrecieron contrarreformas que de hecho redujeron los niveles de vida y la asistencia social, presentando tales políticas como progresistas (Obamacare, “reforma” escolar, etc.).

La perspectiva del reformismo liberal solo fue viable durante el periodo en que el capitalismo estadounidense disfrutaba una posición dominante e incluso incuestionable en la economía global. Ese periodo acabó hace mucho. La defensa de los puestos de trabajo, los niveles de vida y los derechos democráticos, al igual que la defensa de lo que queda de las conquistas del pasado como el seguro social y Medicaid, exige la movilización independiente de la clase trabajadora contra el sistema capitalista, en oposición completa a todas las facciones de la política capitalista, incluyendo los remanentes desacreditados del liberalismo demócrata.

(Publicado originalmente en inglés el 6 de junio de 2018)

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