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Un carnicero imperialista “más amable, más gentil” muere a los 94 años de edad

El establishment político y los medios elogian a George H. W. Bush

El expresidente George H. W. Bush murió el viernes a los 94 años de edad. Nacido en una familia de la clase gobernante rica y privilegiada, vivió una vida a un mundo de distancia de las luchas y el sufrimiento de la clase trabajadora.

En sus décadas como representante político del imperialismo estadounidense, la fuerza más reaccionaria y más mortífera en todo el planeta, Bush ayudó a asegurar que millones de personas en todo el mundo no tuvieran la oportunidad de vivir la vida plena y cómoda que él tuvo. En cambio, las mataron a tiros, las bombardearon o fueron aniquiladas de alguna otra manera por parte de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, o se las hizo pasar hambre, o fueron encarceladas o torturadas por gobiernos respaldados por la CIA y que obedecían las órdenes de Washington.

Pocas personas en la historia reciente estadounidense han tenido tantos antecedentes de “servicio” a la élite gobernante estadounidense y su maquinaria estatal. Pocos han participado en los crímenes del imperialismo estadounidense de tantas maneras: como legislador, diplomático, director de la CIA y comandante en jefe. Como miembro del Congreso durante cuatro años, Bush votó repetidamente para financiar la guerra en Vietnam. Como embajador de los EUA en las Naciones Unidas, entre 1971 y 1972, fue la voz pública del gobierno de los Estados Unidos, y defendía sus crímenes en el Sudeste de Asia ante un público mundial. Como enviado estadounidense a China en 1974-75, llevó a cabo la política de Kissinger de cortejar al estalinismo chino como contrapeso a la URSS. Como director de la CIA en 1975-76, supervisó la Operación Cóndor, la empresa conjunta en el asesinato de izquierdistas dirigida por la CIA y los regímenes militares respaldados por los EUA en Chile, Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos.

Mientras fue vicepresidente en la administración Reagan (1981-1989), fue cómplice en la guerra de los terroristas de la “contra” contra Nicaragua y las operaciones de los escuadrones de la muerte en El Salvador, Guatemala y Honduras, en las que cientos de miles murieron, así como el envío de tropas estadounidenses al Líbano, la invasión de Granada y el bombardeo de Libia. En el primer año de su presidencia ordenó la invasión de Panamá y en su último año la ocupación de Somalia. En medio estaba el mayor de todos sus crímenes, librar la primera Guerra del Golfo Pérsico, instigada deliberadamente por la administración Bush, en la que cientos de miles de conscriptos iraquíes fueron incinerados por las bombas y los misiles estadounidenses.

Los antecedentes políticos de Bush en casa eran menos abiertamente mortíferos pero igualmente reaccionarios. Era un cínico político consumado. Aunque su padre Prescott Bush, un banquero de Wall Street y senador republicano por Connecticut, había sido un social moderado, George H. W. Bush confeccionó sus posiciones políticas según el clima reaccionario de Texas en el período anterior al desmantelamiento de la segregación de Jim Crow. En su primera campaña para el cargo, como candidato republicano al senado estadounidense en Texas en 1964, Bush se postuló como un goldwaterista, oponiéndose a la Ley de los Derechos Civiles de 1964 como una violación de la libertad (de discriminar) y condenando el inminente establecimiento del Medicare como “socialista”. Más tarde denunciaría al “militante Dr. Martin Luther King, hijo”.

Como director del Comité Nacional Republicano en 1973-74, Bush defendió a Richard Nixon a lo largo de la crisis del Watergate. Después de haber tildado de manera memorable las políticas de la oferta planteadas por Ronald Reagan como “economía vudú”, durante la competición para la nominación presidencial republicana de 1980, Bush trabajó asiduamente para llegar a ser el compañero de fórmula de Reagan. Como vicepresidente, apoyó las medidas domésticas derechistas de la administración Reagan, desde el despido de los controladores aéreos de PATCO en 1981 hasta la desregulación de negocios, recortes en programas sociales y rebajas de impuestos para los adinerados y los grandes negocios.

En la campaña presidencial de 1988, Bush prometió unos Estados Unidos “más amables, más gentiles”, reconociendo implícitamente la brutalidad del asalto de la administración Reagan a los pobres y a la clase trabajadora. Pero su campaña publicó el anuncio de Willie Horton contra su oponente demócrata Michael Dukakis, que usó la imagen de un reo negro que había cometido una violación y allanamiento de morada armado durante una licencia de fin de semana de una prisión de Massachusetts para dar la idea de que Dukakis era permisivo con el crimen. Este llamamiento descarado al racismo era parte de un esfuerzo deliberado por cimentar las conquistas de la “estrategia sureña” de Nixon-Reagan, que reclutó elementos racistas en esa región, antes dominada por los demócratas, y la convirtió en el bastión del Partido Republicano.

La presidencia de Bush aplicó políticas derechistas tanto en casa como en el extranjero. Bush rescató la industria de los ahorros y préstamos [S&L, por sus siglas en inglés] a costa de los contribuyentes —su hijo Neil fue un destacado ejecutivo de una S&L fracasada— mientras perseguía recortar el gasto para los programas sociales domésticos. Sufrió un bochorno político cuando confesó sin querer lo lejos que estaba de la experiencia diaria de los estadounidenses de a pie al expresar su sorpresa de que los supermercados utilizaran lectores de códigos de barras.

En 1991, nominó al ultraderechista Clarence Thomas a la corte suprema estadounidense para reemplazar a Thurgood Marshall, que por entonces se jubilaba. Cuando dejó el cargo en enero de 1993, Bush indultó a Caspar Weinberger, el secretario de defensa de Reagan, y a cinco otros funcionarios que habían sido inculpados o condenados por su papel en el escándalo Irán-Contra.

Pero fue en política exterior que su administración dejó su marca y estableció su “legado” a ojos de la élite gobernante estadounidense. La presidencia de Bush coincidió con el colapso del estalinismo, que empezó en Europa del Este en 1989 y que culminó en la disolución de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Los obituarios del fin de semana aclamaron a Bush por su hábil manejo de la crisis, aunque a decir verdad él tuvo poco que ver con eso, más allá de aceptar la rendición del dirigente estalinista soviético Mijaíl Gorbachov. Su única contribución distintiva fue la decisión de respaldar la reunificación de Alemania en 1990 por encima de las objeciones de la Primera Ministra británica Thatcher y el Presidente francés Mitterrand, quienes temían las consecuencias del resurgir de Alemania como potencia mundial en el corazón del continente.

Las implicaciones de la disolución de la Unión Soviética para la política mundial fueron expuestas en la crisis que brotó tras la invasión y ocupación de Kuwait por parte de Irak en agosto de 1990. La administración Reagan había apoyado a Saddam Hussein durante la guerra sangrienta entre Irán e Irak entre 1980 y 1988, y Bush continuó esa política, incluso sugiriendo en julio de 1990, mediante un enviado estadounidense, que los EUA eran neutros respecto a los enfrentamientos fronterizos de Saddam con Kuwait, país que estaba extrayendo petróleo con sifón desde el campo petrolífero iraquí de Rumailah. Saddam se apoderó de Kuwait, pero pronto se encontró atrapado en una trampa, mientras cientos de miles de soldados de los EUA y países aliados eran movilizados a la Península Arábiga junto a cientos de aviones armados con misiles de crucero.

Cuando empezó la guerra en enero de 1991, fue una matanza unilateral de los soldados de un país del tercer mundo por parte de la fuerza militar más poderosa del planeta. Pero Bush decidió no expandir la guerra marchando a Bagdad, en parte porque Saddam Hussein todavía era visto como un contrapeso contra Irán, pero aún más porque era un aliado de la Unión Soviética, cuya existencia brindó un cheque a las opciones militares estadounidenses que ya no existía cuando el hijo de Bush entró a la Casa Blanca diez años después.

El ambiente en la Casa Blanca de George H. W. Bush durante estos tiempos era de un triunfalismo imperialista, resumido en la promesa de Bush de crear un “Nuevo Orden Mundial”. El exsecretario de defensa de Bush, Richard Cheney, quien fuera el vicepresidente de George W. Bush, dio un pantallazo de este estado de ánimo durante una comparecencia en el programa “This Week” de ABC el domingo. Cheney recordó con agrado el proceso presupuestario de la administración de George H. W. Bush cuando el presidente y sus asistentes más importantes determinaron niveles de gasto. “En el momento de juntar el presupuesto”, dijo, “defensa era lo primero. Decidíamos cuál iba a ser el monto de la tajada para defensa, y yo era libre de ir a gastar eso. Después, todos los demás agarraban lo que quedaba. Es una gran manera de operar, si eres secretario de defensa”.

Había poca verdad sobre estos antecedentes de reacción y militarismo en el obituario publicado por el New York Times, que llegaba a las 10.000 palabras, o el homenaje semejante de 6.000 palabras del Washington Post. Los dos principales diarios estadounidenses determinaron el tenor de la cobertura mediática reverencial, que seguirá a toda máquina en el cable hasta el miércoles, día nacional de luto, que será un feriado bancario y para los operadores de acciones y los políticos capitalistas, pero no para la mayoría de los trabajadores, una diferencia de clase que es particularmente apropiada para este presidente muerto en particular.

Todos los sectores del establishment político estadounidense unieron las manos para cantar las alabanzas de George H. W. Bush. La Casa Blanca de Trump, cuyo ocupante no hizo ningún secreto de su odio por la familia Bush, publicó una declaración aclamando el liderazgo de Bush durante la “conclusión pacífica y victoriosa de la Guerra Fría”, añadiendo, “Como presidente, preparó la escena para las décadas de prosperidad que siguieron”. Enriquecimiento para Wall Street, por supuesto, no la clase trabajadora.

Los demócratas fueron aún más fervientes en sus declaraciones, en parte buscando contrastar a Bush con el actual presidente, aún cuando están buscando “terreno común” con las diatribas de tipo fascista de Trump.

El expresidente Obama dijo que Estados Unidos “ha perdido a un patriota y humilde servidor”, llamando la vida de Bush “un testimonio de la noción de que el servicio público es una vocación noble y dichosa”.

El expresidente Bill Clinton dijo en una declaración que consideraba su amistad con Bush “uno de los mayores regalos de mi vida”. En un artículo de opinión en el Washington Post, Clinton dijo con entusiasmo: “Fue un hombre honorable, benévolo y decente que creía en los Estados Unidos, en nuestra Constitución, en nuestras instituciones y nuestro futuro compartido. Y creía en su deber de defenderlos y fortalecerlos, en la victoria y en la derrota”.

Otros demócratas aportaron lo siguiente: “Estableció el estándar de decencia”, dijo Thomas A. Daschle, el exdirigente de la mayoría del Senado. El exvicepresidente Joe Biden describió a Bush como “decente, amable y acogedor”.

La presidenta entrante de la Cámara, Nancy Pelosi, quien entró en el Congreso poco después de que Bush asumiera como presidente, lo llamó “un caballero de la mayor integridad y el patriotismo más profundo” y dijo que era un privilegio trabajar con él. Añadió que Bush demostró “gran humildad, una compasión inquebrantable, profunda fe, y una extraordinaria amabilidad dentro y fuera de la palestra política”.

(Publicado originalmente en inglés el 3 de diciembre de 2018)

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