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Asamblea, de Michael Hardt y Antonio Negri: un compendio de políticas antimarxistas y de pseudoizquierda

Asamblea es el último de una serie de libros (Commonwealth, 2009; Multitud, 2004; el más famoso, Imperio, 2000) escritos por Antonio Negri y Michael Hardt. Publicados por importantes editoriales universitarias o comerciales, estos trabajos han tenido una cierta influencia, sobre todo en ámbitos radicales del mundo académico, pero también en diversos movimientos sociales, organizaciones políticas e incluso estadistas burgueses, como el fallecido Hugo Chávez.

Autodenominado un manifiesto político, Asamblea toma como punto de partida el estallido político que comenzó en 2011—la revolución tunecina y la egipcia, los indignados españoles, Occupy Wall Street, entre otros, todos agrupados, de manera reveladora, como “ocupaciones y campamentos”. Hardt y Negri se posicionan como asesores críticos de estos movimientos y apoyan lo que consideran que son premisas generales saludables, pero también señalan las debilidades que, desde su punto de vista, deben abordarse para seguir adelante.

Asamblea es un libro deprimente. Repleto de conceptos posmodernos y reaccionarios, recicla recetas anarquistas gastadas como si fueran experimentos innovadores y progresistas, y respalda cada punto muerto político del pasado reciente y no tan reciente. Es una suerte de compendio de las predominantes posiciones antimarxistas y de pseudoizquierda, presentadas, al mismo tiempo, de una forma que busca explotar la autoridad intelectual y política del marxismo. Es esencial exponer el carácter y las implicaciones de tales imposturas dentro de la clase obrera y entre los jóvenes a efectos de despejar el camino para el desarrollo del marxismo genuino, representado por el Comité Internacional de la Cuarta Internacional.

Antes de analizar la sustancia del libro es necesario identificar su procedencia ideológica.

Autonomismo y posmodernismo

Se pueden rastrear los argumentos de Asamblea en los antecedentes de sus autores. Negri tiene una biografía política larga y tortuosa, que incluye su afiliación a organizaciones juveniles católicas y al reformista Partido Socialista italiano, una presunta participación en las terroristas Brigadas Rojas, dos períodos largos de prisión en Italia y el exilio político en Francia. Lo más destacado es la larga relación de Negri con el autonomismo italiano, en el que se fundamenta gran parte del lenguaje y la sustancia política de Asamblea .

El autonomismo surgió en Italia en las décadas de 1960 y 1970 como respuesta a las políticas procapitalistas cada vez más evidentes del Partido Comunista Italiano (PCI) y sus sindicatos, pero también a partir de tradiciones anarquistas que históricamente han tenido una cierta adhesión en Italia. Justificadamente disgustado por la conducta de los estalinistas italianos, y al mismo tiempo incapaz de entender sus causas, un pequeño grupo de intelectuales y militantes izquierdistas rompió no solo con el PCI sino con las premisas básicas del marxismo—lo más importante, la lucha por construir un partido revolucionario de la clase trabajadora.

Tras su rechazo a la forma de partido como tal, el autonomismo tomó la forma de movimientos extraparlamentarios, como Potere Operaio (Poder Obrero) y Autonomia Operaia (Autonomía Obrera), que reunieron a grupos locales a menudo centrados en estaciones de radio y publicaciones radicales. Negri fue una figura destacada en ambas organizaciones.

Manifestación de Potere Operaio en Milán

Si bien mantuvieron un compromiso retórico con la clase obrera y la lucha de clases, así como un interés muy selectivo y revisionista en los textos de Marx, el principal punto de partida de los autonomistas fue que los trabajadores obtendrían su autonomía de forma espontánea no solo ideológicamente, de los partidos que afirman representarlos, sino concretamente y a través de su propia conciencia emancipadora, dentro de los pliegues de la sociedad capitalista.

Además de la estimulación ocasional desde fuera en forma de actos terroristas, ellos identificaron la posibilidad de esa autonomía en lo que percibieron como la transformación del proceso de trabajo. Centrando inicialmente sus teorías y esfuerzos prácticos en grandes fábricas industriales, el autonomismo evolucionó en una dirección muy diferente hacia lo que ahora se llamaría “posfordismo”. Es decir, proclamó la desaparición de la producción capitalista centrada en la fábrica y de la clase obrera industrial y tradicional.

Si bien presentó esto como un giro necesario que extendería la lucha de clases del lugar de trabajo a toda la sociedad, el autonomismo se adaptó a las varias formas de política de clase media de los años 1970, sobre todo el feminismo y el radicalismo estudiantil. Este autonomismo “maduro”, junto con sus eslóganes y prácticas característicos—contrapoder, rechazo al trabajo, autogestión, autorreducción, espacios autónomos, etc.—es lo que Negri recicla en Asamblea .

Este antecedente político desfavorable se agravó con el encuentro directo de Negri con las opiniones de los principales posmodernos franceses. Negri enseñó filosofía política durante varios años en París junto a Michel Foucault, Jacques Derrida y Gilles Deleuze.

Los mismos mecanismos políticos básicos existentes en Italia también estaban presentes en Francia. Pero en el último país tomaron una forma aún más aguda, sobre todo con los hechos de mayo y junio de 1968. Un movimiento estudiantil radical en las universidades se convirtió en el referente para una huelga general masiva en la que más de diez millones de trabajadores paralizaron el país. Banderas rojas sobrevolaron las principales fábricas en Francia, y el jefe de gobierno se fue a Alemania para consultar con sus generales. En esta coyuntura, fueron los estalinistas y sus sindicatos afiliados, junto con sus cómplices pablistas liderados por Alain Krivine y Pierre Frank, los que se movieron para rescatar conscientemente al capitalismo francés del abismo.

Estos hechos ratificaron dos lecciones centrales. Primero, la clase obrera era, en efecto, la única fuerza revolucionaria independiente. Su intervención poderosa en la política superó rápidamente al movimiento pequeñoburgués en las universidades y planteó directamente la pregunta del poder político. Segundo, como lo demuestra la traición perpetrada por los estalinistas, el tema del liderazgo político y la organización de la clase obrera era el decisivo (para un análisis detallado de estos hechos, incluido el papel jugado por los pablistas y la sección francesa del CICI, ver “1968: la huelga general y la revuelta estudiantil en Francia”).

Estos hechos tumultuosos estallaron en medio de un alejamiento de décadas del socialismo y la clase obrera por parte de secciones considerables de la intelectualidad pequeñoburguesa. Influenciados por varias formas del denominado marxismo occidental, la Escuela de Frankfurt, el existencialismo y otras corrientes, muchos académicos, escritores, periodistas y activistas habían descartado a la clase obrera como una fuerza revolucionaria en la sociedad capitalista.

Trabajadores franceses que ocupan su fábrica, junio de 1968

Las preguntas centrales del siglo XX—la toma del poder de los trabajadores rusos liderados por los bolcheviques en la Revolución de Octubre y la posterior traición de la revolución y la clase obrera internacional por parte del estalinismo, junto con el análisis de Trotsky de ese proceso histórico y mundial, y la lucha por la Cuarta Internacional—fueron ignoradas por las fuerzas dispares de la “Nueva Izquierda”. En muchos casos, esos temas amenazaron con interrumpir las relaciones de esas fuerzas con la burocracia estalinista. Además, plantearon responsabilidades revolucionarias que estos elementos de clase media no estaban preparados para emprender. Así que, a pesar de una buena dosis “izquierdista” de palabrería y puños levantados durante la huelga general francesa de 1968, la trayectoria general de estas capas alejadas de la perspectiva y el programa de la revolución socialista mundial no se detuvo.

Por el contrario, aterrorizados por la intervención revolucionaria de la clase obrera, una serie de intelectuales prominentes que estaban dentro o alrededor del Partido Comunista Francés sacaron las conclusiones opuestas, abandonando por completo el marxismo y girando bruscamente a la derecha, políticamente y en cuestiones de filosofía.

La noción de la clase obrera como el único sujeto político universal y objetivamente existente a la altura de la transformación revolucionaria y progresista de la sociedad fue abandonada cada vez más abiertamente en favor de perspectivas identitarias y de estilos de vida. Se denunció a la “modernidad” como un error terrible, y diferentes formas de idealismo, subjetivismo, irracionalismo y pesimismo empezaron a llevar las riendas en los círculos académicos e intelectuales.

Negri fue influenciado profundamente por muchas de estas ideas. Al describir la evolución de sus puntos de vista filosóficos en el mundo académico francés, él declaró, “Fui a lavar mi ropa en el Sena”. Sin embargo, en tanto su popularidad personal y posición académica en Francia se basaba en su asociación con el autonomismo y la represión estatal dirigida contra él, Negri cultivó un nicho específico en el ambiente posmoderno conservando algo de la verborrea militante de los viejos tiempos.

En la última parte de Imperio, por ejemplo, tras denunciar al “agente triste, ascético de la Tercera Internacional” e invocar la “productividad de la biopolítica posmoderna”, los autores concluyen de manera extraña proclamando su “ligereza irreprimible y la alegría de ser comunistas”.

Los antecedentes peculiares y malsanos de Negri establecen el marco ideológico básico de Asamblea. En cuanto a su coautor, el crítico literario estadounidense Michael Hardt, parece que se acercó a Negri inicialmente al traducir su trabajo sobre Spinoza, y luego añadió el conocimiento necesario para navegar con éxito los caprichos del mercado académico estadounidense.

Horizontalismo y verticalidad

El tema central abordado en Asamblea es el tipo de liderazgo político y la organización necesaria para poner fin al capitalismo y dar paso a una verdadera libertad e igualdad. Se presenta la pregunta de una manera nada seria, a menudo en la forma de crucigrama del “rompecabezas del horizontalismo y la verticalidad”.

La afirmación es que las organizaciones de izquierda tomaron una forma abiertamente “vertical”, de manera más o menos fraudulenta dijeron representar a las grandes masas, pero, incluso cuando fueron exitosas, terminaron reproduciendo las mismas formas de dominación que buscaban combatir. Como señalan Hardt y Negri, los intentos anteriores de “tomar el poder” han “simplemente revertido la relación de dominación, gobernando a otros, y … manteniendo la maquinaria del poder soberano mientras solo se cambia a quién se sienta en los controles”.

El objetivo principal de esta crítica, como suele ser el caso en Asamblea, es el marxismo. Se critica particular y repetidamente al “partido de vanguardia” con los términos más intransigentes: “No simpatizamos en absoluto con quienes afirman que … debemos resucitar el cadáver del partido de vanguardia moderno … ningún acto de necromancia dará vida hoy a la forma de partido de vanguardia”.

Dejando de lado el tema de las sesiones siniestras de Hardt y Negri, estos dirigen su crítica al marxismo contra una caricatura barata y fácilmente accesible. Desde los “viejos debates sobre reforma o revolución que exacerbaron tanto a nuestros abuelos” hasta las “viejas nociones sobre la transición imparable ‘del socialismo al comunismo’, con la que tenemos una experiencia larga y dolorosa”, los autores presentan sistemáticamente al marxismo como una construcción obsoleta y cruda mientras le recuerdan al lector las lecciones laboriosas de Negri como si este fuera una especie de miembro arrepentido.

Hay muy poca discusión real en Asamblea sobre el concepto marxista de liderazgo y organización y lo que implica la lucha por el poder político. Para Hardt y Negri unas pocas referencias e indirectas simplistas son suficientes para establecer que el partido político como tal, y el partido leninista en particular, solo malinterpreta y engaña a las masas, que aquel constituye una imposición artificial sobre sus deseos políticos espontáneos, y que la toma del poder bajo su liderazgo debe ocurrir en términos burgueses, dejando intactas las formas fundamentales de poder político y reemplazando a un amo no deseado con otro.

Por ello, la fuerza real de los argumentos de Hardt y Negri no reside en las reflexiones superficiales que equiparan formas muy diferentes de “verticalidad”, sino en décadas de anticomunismo, junto con un declive más general del pensamiento político, que genera un clima en el que muchas personas están predispuestas a coincidir respecto a las tendencias totalitarias inherentes en el bolchevismo. Si bien aquí no es posible discutir en detalle el legado teórico del bolchevismo en este aspecto, hay que decir que las críticas de Hardt y Negri son tan convencionales como falsas.

La conciencia política de los trabajadores empieza, en un sentido histórico y práctico, como conciencia burguesa. Esto no es una proclamación arrogante por parte de unos pocos intelectuales y aspirantes a dictadores, sino el resultado de condiciones muy concretas. Desde su ascenso al poder político hasta hoy, la clase capitalista controla no solo los medios de producción económica sino los medios de producción intelectual— universidades, prensa, la cultura en el sentido más general. A esto se refería Marx cuando escribió que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época.

El bolchevismo desarrolló las formas específicas de liderazgo y organización necesarios para que la clase obrera rompa este control ideológico, sobre todo en la forma de un partido político revolucionario.

¿Qué hacer?, de Lenin, explica que la conciencia socialista entra en la clase obrera desde “afuera”. Pero esto es cierto en el sentido histórico de que las ideas socialistas no fueron desarrolladas originalmente dentro de las fábricas, sino por parte de capas avanzadas de las clases medias educadas. El partido revolucionario es el vehículo mediante el que, a través de una serie de procesos organizativos y políticos conscientemente dirigidos, el “afuera” puede convertirse en “adentro”. Es decir, “la vanguardia” no fue concebida como categóricamente y permanentemente separada del resto del ejército, la clase obrera.

Lenin en 1920

Asimismo, El Estado y la revolución, de Lenin, afirma en términos claros que la dictadura del proletariado, lejos de “simplemente revertir la relación de dominación”, pretendía marcar una transformación profunda en la naturaleza misma del poder político, creando formas provisionales de gobierno que empezarían a reintegrar de forma inmediata a la sociedad funciones históricamente apropiadas por un aparato estatal separado.

Sin duda, el auge del estalinismo después de la revolución rusa hizo que se abriera una brecha enorme entre estas concepciones teóricas y la historia trágica desarrollada en la Unión Soviética. Pero a Hardt y Negri no les interesa discutir seriamente esta historia, con la excepción de ciertas afirmaciones sobre el carácter de “capitalismo de Estado” de la URSS—o sea, que no abolió la propiedad capitalista y que realizó “emprendimientos imperialistas”. Siguiendo el ejemplo del anticomunismo vulgar, ellos pasan por alto las luchas políticas más significativas del siglo XX.

Lejos de emerger de manera perfecta después de la Revolución Rusa, la burocracia estalinista tuvo que aplastar, en su camino al poder, a la oposición a sus políticas nacionalistas y totalitarias reunida en torno a León Trotsky, primero en la Oposición de Izquierda y luego en la Cuarta Internacional; tuvo que exterminar físicamente a las capas más avanzadas de la clase obrera en la Unión Soviética y extinguir a movimientos revolucionarios en todo el mundo; y tuvo que cubrir estos crímenes mediante una campaña monstruosa y sin precedentes de falsificación histórica, que encuentra en las banalidades de Hardt y Negri sobre la “verticalidad” un eco débil y predecible.

En otras palabras, la promoción de tales puntos de vista obliga a Hardt y Negri a ignorar o falsificar las experiencias más críticas y el curso real de la lucha de clases global durante el siglo pasado.

Se emplea la idea de verticalidad excesiva para eliminar convenientemente todo tipo de preguntas históricas complejas, creando una amalgama aún más amplia que agrupa a “comunistas de la Primera, Segunda y Tercera Internacional, líderes guerrilleros en las montañas de América Latina y el sudeste de Asia, maoístas en China y Bengala Occidental, nacionalistas negros en los Estados Unidos, entre muchos otros”.

Este tipo de mezcla ahistórica del pasado se halla en todo el libro, ya que los autores simplemente seleccionan y escogen ciertos episodios para ilustrar los beneficios de la política no vertical.

Se describe a las grandes revoluciones democráticas y burguesas de los siglos XVII y XVIII como instancias de “contrapoder” autonomista y se las vincula a los zapatistas mexicanos y a Solidaridad, de Polonia. Se invoca a las “zonas liberadas” de los partisanos italianos y franceses en el fin de la Segunda Guerra Mundial junto a la “autonomía democrática” de la Rojava de hoy, controlada por los kurdos. Se presenta a la última como un experimento democrático excitante sin una sola mención a la alianza de la milicia kurda YPG con el imperialismo estadounidense, y también se le extirpa a los primeros el complejo tejido histórico de la lucha contra el fascismo.

La historia en cualquier sentido serio es un libro cerrado en Asamblea, y sin un compromiso con al menos las experiencias estratégicas esenciales de la clase obrera, no se puede presentar una política progresista o incluso coherente.

Volviendo a la cuestión de la teoría marxista, en las raras ocasiones en que Hardt y Negri se aventuran en una discusión más específica de ello, los resultados son instructivos. Es muy notable la media página dedicada al capítulo de Trotsky “El arte de la insurrección” en Historia de la Revolución Rusa. Se presentan las opiniones de Trotsky en términos de una fórmula cruda: “revolución = espontaneidad + conspiración”, de modo que en sus manos la “ciencia de la política” queda lamentablemente reducida a un “libro de recetas que proporciona al cocinero las cantidades apropiadas”.

La fórmula burlona de Hardt y Negri ya es una representación incorrecta de los términos originales del análisis de Trotsky, que son en realidad “insurrección” y “conspiración”, entendida la primera como “nunca puramente espontánea” y la segunda como un asunto mucho más complejo que una operación de capa y espada.

Como puede verificar cualquier lector, el capítulo de Trotsky es una obra maestra que entreteje de manera dialéctica, entre otras cosas, un análisis de las condiciones en que se puede decir que una insurrección tiene un carácter democrático, del tema de los tiempos en una situación revolucionaria, y de la relación entre las instituciones de representación masiva y los órganos de combate necesarios para efectuar la toma del poder—siendo lo último algo que Trotsky no solo teorizó brillantemente, sino una hazaña que él realmente llevó a cabo como líder del Comité Revolucionario Militar en octubre de 1917.

Hardt y Negri deben saber esto, ya que solo un par de páginas después de descartar a Trotsky como un teórico aficionado de la “ciencia de la política”, hacen una crítica sorprendentemente sofisticada del concepto de espontaneidad que tiene un parecido más que pasajero a lo que el propio Trotsky escribió en el capítulo antes citado de su Historia, así como a otro brillante titulado “¿Quién lideró la revolución de febrero?”.

Protesta de Occupy Wall Street, 2011

En todo caso, si bien gran parte de su argumento es una crítica a la “verticalidad”, Hardt y Negri no apoyan el “horizontalismo” puro. Afirman que hoy es necesario “centrarse más, no menos, en la organización” y que “hay que inventar” formas nuevas.

Este punto es políticamente significativo en la medida en que Hardt y Negri parecen ser conscientes del historial miserable de movimientos como Occupy Wall Street y los indignados españoles, que llevaron a la oposición a la desigualdad social y a lo que hoy se entiende por democracia en el capitalismo de vuelta a la política burguesa, en parte promoviendo y practicando el “horizontalismo”. Sin embargo, las formas de organización propuestas en Asamblea, más allá de la verba empleada, terminan reciclando todas las prácticas existentes, convencionales y fallidas de la pseudoizquierda.

Uno de los capítulos posteriores, titulado “¿Y ahora qué?”, proporciona el relato más claro de lo que Hardt y Negri proponen políticamente. En él se formulan tres estrategias.

La primera es denominada “éxodo”, y consiste en crear pequeños oasis democráticos e igualitarios—comunidades utópicas, centros sociales ocupados, campamentos. Se concibe a estos como si pudieran existir de manera autónoma respecto a los circuitos económicos del capital—de hecho, socavando esos circuitos, no al revés—y protegidos de las represalias del Estado capitalista.

Después de protestar en el libro contra la “izquierda oficial” y los llamamientos recurrentes para su reagrupamiento y reconstrucción, Hardt y Negri presentan una segunda estrategia más reconocible llamada “reformismo antagonista”. De inmediato, se ven obligados a trazar una distinción verbal entre este y el tipo “colaborativo”, que no puede basarse en ninguna realidad política discernible del siglo pasado.

Sobre la base de las secciones previas del libro, el asunto más importante parece ser no tanto el reclamo, y mucho menos poder llevar a cabo políticas progresistas, sino la medida en que los “reformistas antagonistas” se han apartado de la forma partido mientras siguen consintiendo maniobras electorales sin principios y reaccionarias.

Alexis Tsipras de Syriza (crédito fotográfico: Lorenzo Gaudenzi)

Por esta razón, Syriza, Podemos y algunos gobiernos latinoamericanos asociados con la “marea rosa” generalmente reciben la aprobación de Hardt y Negri. De manera más reveladora aún, el “político progresista” Barack Obama, con sus “promesas de cambio sustancial” y su “éxito relativo”, también entra en las filas del “reformismo antagonista”.

La última estrategia para “tomar el poder” combina y abarca a las otras dos: los gobiernos “de izquierda” actuales, existentes, hacen lo que pueden para promover una agenda progresista en los parlamentos burgueses mientras las ocupaciones y campamentos de estilo autonomista desarrollan formas independientes de “contrapoder” de tipo bonsai.

En su conjunto, y por las múltiples contorsiones teóricas de su libro, Hardt y Negri descienden políticamente al mismo nivel de todas las formas existentes de la política de la pseudoizquierda. No solo se oponen fuertemente a la lucha por la independencia política de la clase obrera, mediante todos los pasos necesarios que implican organización y liderazgo, sino que cuestionan su propia existencia.

Clase trabajadora y “multitud”

Como en el caso del liderazgo y la organización, el tratamiento de Hardt y Negri de la clase obrera como sujeto político y social conlleva ciertos resbalones característicos.

Por un lado, ellos critican con razón la noción de “autonomía de lo político” planteada por varias figuras posmarxistas, señalando, en cambio, la necesidad de cimentar la política en el terreno de las relaciones sociales. Desde esa perspectiva, a veces ellos se refieren a la clase obrera y rechazan de manera explícita la noción de que varias formas de identidad puedan ser la base de la política emancipadora.

Sin embargo, estas son meras estratagemas diseñadas para explotar la autoridad política del marxismo mientras intentan orientar al lector hacia un conjunto de fuerzas sociales muy diferente. Así como en su primer libro Hardt y Negri trataron de reemplazar el clásico concepto marxista de imperialismo con su noción equívoca de “Imperio”, en Asamblea invocan a la clase obrera para dar cabida a su “multitud”, que en última instancia hace referencia a las categorías familiares de la pseudoizquierda y la política de identidad.

Una vez más, se presenta el concepto marxista de la clase obrera como una caricatura pensada para desanimar al lector. Al exponer su alternativa, por ejemplo, Hardt y Negri critican la noción de clase obrera “homogénea” y “unificada”, como si alguien realmente la defendiera en esos términos.

Obviamente, invocar a la clase obrera no es asumir “homogeneidad” cultural, nacional, lingüística, de género o de otras formas. Lo que todos los trabajadores comparten es el hecho de que no poseen nada más que su fuerza de trabajo y, por lo tanto, están a merced de quienes controlan los medios de producción. Se puede decir, entonces, que una amplia variedad de seres humanos, por lo demás muy diferentes, ocupan de manera objetiva la misma posición social fundamental y, sobre esa base, comparten los mismos intereses sociales fundamentales, lo reconozcan conscientemente o no.

En cuanto al carácter “unificado” de la clase obrera, si bien esto ya lo ha logrado el capitalismo en el sentido objetivo antes mencionado, en un sentido subjetivo, político, esta es exactamente la tarea que se impone el marxismo.

También se tilda a la interpretación marxista de la clase obrera como “idealista y totalizadora”, no como una realidad ontológica en el sentido especificado antes, sino simplemente como una mistificación ideológica perpetrada por el capitalismo. Esta visión da vuelta a la realidad. Desde la invención de la raza en el siglo XVII hasta la promoción actual de la política de identidad, es la clase capitalista la que ha producido y promovido de manera sistemática la idea de que una serie de diferencias sociales políticamente salientes e insuperables divide a unos trabajadores de otros.

Por lo tanto, Hardt y Negri no solo presentan a la clase obrera como una construcción teóricamente insostenible, sino como un truco de magia siniestro. “Muy a menudo”, escriben, “… los partidos, sindicatos y teóricos marxistas han mantenido la centralidad del trabajo ‘productivo’ … Tales argumentos a menudo servían como coartadas para excluir de la lucha ‘primaria’ a todos excepto a los trabajadores de fábrica blancos y masculinos: las mujeres y los estudiantes, los pobres y los migrantes, las personas de color y los campesinos han sido víctimas de estrategias políticas basadas en este punto de vista”.

La multitud, definida en un punto como “innumerables subjetividades heterogéneas de la producción social”, no es más que el mosaico familiar de la política de identidad. Se elogia repetidamente a Black Lives Matter, por ejemplo, como políticamente progresista e incluso como modelo organizativo—sin mencionar el generoso apoyo dado a ese movimiento por la Fundación Ford, su racialismo reaccionario o sus innumerables lazos con el Partido Demócrata. También se elogia de forma similar al feminismo de los años 1960 y 1970 por su “horizontalismo”, sin siquiera plantear la cuestión de su base social e historial político. El lenguaje de la política de identidad—“interseccionalidad”, “microagresiones”, etc.—aparece cada vez más descaradamente en las últimas secciones del libro.

Antonio Negri y Michael Hardt, 2011

Hardt y Negri llegan a estas conclusiones mediocres y agotadas después de aparentemente haber rechazado la “identidad” anteriormente. Se presenta a la multitud como irreductiblemente plural, como un crisol de “singularidades” inestables que en cualquier momento podrían evolucionar hacia otras sustancias inesperadas. “Los movimientos”, escriben, “no deben ser identitarios. La identidad basada en la raza, etnia, religión, sexualidad o cualquier factor social elimina la pluralidad de los movimientos, que deben ser, en cambio, internamente diversos, multitudinarios”. Por muy categórico que pueda parecer este requerimiento, sobre todo considerando el apoyo de los autores a la espontaneidad, no constituye una ruptura fundamental con la política de identidad. Más bien, se deja al lector con un apoyo incongruente a la política de identidad … sin identidad.

Esta posición puede ser la otra cara de la hostilidad intransigente de Hardt y Negri hacia la clase obrera como sujeto emancipador singular, unificado e internacional. Cuando ellos escriben que “el pluralismo multitudinario implica romper con cada concepción fetichista de una unión política”, la concepción estática, y en algunos casos atávica, de la identidad desplegada por la pseudoizquierda cae como daño colateral. Esta incongruencia también parece planeada para atraer a los prejuicios políticos arraigados en la pseudoizquierda mientras se pretende ofrecer algo teóricamente novedoso en un mercado tan saturado.

En general, Asamblea combina un apoyo entusiasta a los esfuerzos políticos desastrosos de la pseudoizquierda con una serie de amalgamas teóricas desorientadoras y deshonestas. Pretendiendo armar un conjunto de instrucciones para la emancipación de la humanidad, Hardt y Negri proponen, en cambio, una política tenazmente derechista y antiobrera. El desarrollo de un genuino movimiento socialista requiere una lucha contra sus ideas y el entorno social pseudoizquierdista del que estas provienen.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 22 de abril de 2019)

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