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Las causas y consecuencias de la Segunda Guerra Mundial

David North dio la siguiente conferencia en la Universidad Estatal de San Diego el 5 de octubre de 2009, marcando el 70 aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la asombrosa aniquilación de millones de seres humanos apenas 25 años después de la “guerra para terminar con todos guerras” de 1914–18.

Estamos reeditando la conferencia hoy a propósito del 80 aniversario del estallido de la guerra el primero de septiembre.

Esta conferencia aparece como un capítulo en La revolución rusa y el siglo XX inconcluso (versión en inglés) de David North, disponible en Mehring Books.

La principal preocupación de esta conferencia no son los conflictos y eventos específicos que desencadenaron la Segunda Guerra Mundial, sino las causas más generales de la guerra.

Dada la escala masiva del cataclismo que se desarrolló entre 1939 y 1945, es simplista, incluso absurdo, buscar las causas de la guerra principalmente en los conflictos diplomáticos que condujeron a las hostilidades, como la disputa sobre el corredor de Danzig, aparte de su contexto histórico más amplio.

Cualquier consideración de las causas de la Segunda Guerra Mundial debe proceder del hecho de que el desarrollo del conflicto militar global entre 1939 y 1945, ocurrió a solo veinticinco años del primer conflicto militar global, que ocurrió entre 1914 y 1918. Solo veintiún años pasaron entre el final de la Primera Guerra Mundial y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Otra forma de verlo es que en solo treinta y un años se libraron dos guerras mundiales catastróficas.

La Puerta de Brandenburgo en medio de las ruinas de Berlín, junio de 1945 [Fuente: Archivo Federal Alemán] [Photo: German Federal Archive]

Para poner esto en una perspectiva contemporánea, el período de tiempo entre 1914 y 1945 es el mismo que entre 1978, el punto medio de la administración Carter, y 2009. Para mantener este sentido de perspectiva histórica, haciendo el cambio necesario en el tiempo histórico, consideremos que alguien nacido en 1960 habría tenido dieciocho años en 1978, es decir, edad suficiente como para ser reclutado para luchar en una guerra. Si esa persona sobreviviera, habría tenido solo veintidós años al final de la guerra. Habría tenido solo cuarenta y tres años cuando comenzó la segunda guerra y solo cuarenta y nueve cuando terminó.

¿Qué significa esto en términos muy humanos y personales? Para cuando este individuo alcanzara la edad de cincuenta años, habría presenciado, directa o indirectamente, un nivel asombroso de violencia. Probablemente habría conocido a muchas personas que fueron asesinadas en el curso de estas guerras.

Por supuesto, la escala del conocimiento personal de la muerte durante las dos guerras dependía del lugar donde uno viviera. La experiencia del estadounidense medio no fue la misma que la de la persona media en Inglaterra, Francia, Alemania, Polonia, Rusia, China o Japón.

El costo humano de las guerras mundiales

Para la Primera Guerra Mundial, las estimaciones del total de muertes oscilan entre nueve millones y más de dieciséis millones. Las muertes relacionadas con el combate representaron 6,8 millones del número total. Otros dos millones de muertes militares fueron causadas por accidentes, enfermedades y el efecto del encarcelamiento de campos de prisioneros de guerra.

Muertes por país y porcentaje de la población durante la Primera Guerra Mundial
Muertes y porcentaje de la población en la Segunda Guerra Mundial

Las Tablas 1 y 2 dan un desglose del número de muertos por país para la Primera Guerra Mundial. Estas fueron pérdidas asombrosas. Los millones de muertes que fueron causadas directamente por la guerra fueron seguidas, después del Armisticio, casi inmediatamente por la muerte de otros veinte millones de personas como resultado de la epidemia de gripe que devastó a las poblaciones físicamente debilitadas. [1]

El costo humano de la Segunda Guerra Mundial superó con creces el de la Primera Guerra Mundial. Las muertes militares totalizaron de veintidós a veinticinco millones, incluida la muerte de cinco millones de prisioneros de guerra. Examinemos el número de víctimas mortales que sufren varios países directamente involucrados en la vorágine. Polonia perdió más del 16 por ciento de su población. La Unión Soviética perdió aproximadamente el 14 por ciento. El 11 por ciento de la población de Grecia fue asesinada. Otros países que perdieron al menos el 10 por ciento de su población fueron Lituania y Letonia. Otros países que perdieron al menos el 3 por ciento de su población fueron Estonia, Hungría, los Países Bajos, Rumanía, Singapur y Yugoslavia.

Incluida en este catálogo de la muerte está la aniquilación genocida de los judíos europeos. Seis millones de judíos fueron asesinados entre 1939 y 1945. Esto incluye a tres millones de judíos polacos y casi un millón de judíos ucranianos. En términos de porcentajes, el 90 por ciento de los judíos en Polonia, los países bálticos y Alemania fueron asesinados. Más del 80 por ciento de los judíos checoslovacos fueron asesinados. Más del 70 por ciento de los judíos holandeses, húngaros y griegos fueron exterminados. Aproximadamente el 60 por ciento de los judíos yugoslavos y belgas fueron asesinados. Más del 40 por ciento de los judíos noruegos fueron exterminados. Más del 20 por ciento de los judíos franceses, búlgaros e italianos fueron asesinados.

Esta campaña genocida se realizó con el apoyo sustancial de las autoridades locales. El único país ocupado por los nazis en el que la población local hizo un esfuerzo concertado para salvar a sus ciudadanos judíos fue Dinamarca. En ese país, a pesar del hecho de que limitaba con Alemania, de una población de antes de la guerra de 8,000 habitantes, solo cincuenta y dos judíos fueron víctimas del terror nazi, es decir, menos del 1 por ciento.

El costo humano de la Primera y Segunda Guerra Mundial es, según las mejores estimaciones, entre ochenta y noventa millones de personas. Hay que agregar a esto los cientos de millones que fueron, hasta cierto punto, físicamente heridos o quedaron con cicatrices emocionales por las dos guerras: los que perdieron a padres, hijos, hermanos y amigos; los que fueron desplazados, obligados a huir de sus países de origen y perdieron vínculos irremplazables e invaluables con su patrimonio personal y cultural. Es inmensamente difícil articular, y mucho menos comprender, la horrible escala de la tragedia que ocurrió en los treinta y un años entre 1914 y 1945. Tengan en cuenta que esta tragedia masiva ocurrió hace poco tiempo. Todavía hay decenas de millones de personas vivas hoy que vivieron la Segunda Guerra Mundial. Y para las personas de mi generación, los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial ocurrieron durante la vida de nuestros abuelos, que en muchos casos fueron veteranos de esa guerra. La Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial pertenecen a una historia muy reciente. El mundo en el que vivimos es producto de estas catástrofes gemelas. Las contradicciones —políticas y económicas— de las que surgieron estas guerras no se han resuelto. Este hecho histórico por sí solo es razón suficiente para ver en el septuagésimo aniversario del estallido de la Segunda Guerra Mundial una oportunidad para reexaminar sus orígenes, consecuencias y lecciones.

Por supuesto, dentro del espacio de una sola conferencia, solo es posible proporcionar un esquema lamentablemente escaso de las causas principales de la guerra. Para mayor claridad, pero sin una simplificación excesiva innecesaria, este esquema tratará la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial como episodios inextricablemente relacionados.

Los orígenes de la Primera Guerra Mundial

La velocidad con que se desarrolló la crisis en el verano de 1914 tomó a muchos por sorpresa. Pocos sospechaban que el asesinato del archiduque austríaco Franz Ferdinand en Sarajevo el 28 de junio de 1914 conduciría, en solo cinco semanas, a una guerra europea a gran escala. Tampoco previeron que asumiría dimensiones globales con la entrada de los Estados Unidos en el conflicto en abril de 1917. Las condiciones para una desastrosa conflagración militar habían estado madurando durante los quince años anteriores, y estas condiciones estaban ligadas a cambios dramáticos en economía mundial y, en consecuencia, política mundial.

Antes de la erupción de 1914, no había habido una guerra generalizada entre las “Grandes Potencias” de Europa desde el final de las Guerras Napoleónicas en 1815. El Congreso de Viena creó un marco relativamente estable de relaciones interestatales que se mantuvo para el resto del siglo. Esto no significa que el siglo XIX fuera pacífico. El sistema del Estado nación en su forma moderna surgió de una serie de conflictos militares significativos, de los cuales el más sangriento fue la Guerra Civil estadounidense. En Europa, Bismarck logró la consolidación del Estado alemán moderno bajo la hegemonía política de Prusia con el uso calculado de la fuerza militar contra Dinamarca (1864), Austria (1866) y, finalmente, Francia (1870). Anteriormente, en la década de 1850, los británicos y los franceses contrarrestaron las ambiciones geopolíticas del Imperio ruso en el conflicto de Crimea. Pero estos conflictos militares estaban relativamente contenidos y no condujeron a un colapso de todo el marco de la política europea y global.

Sin embargo, en la década de 1890, la naturaleza de la política mundial estaba cambiando bajo el impacto de la expansión masiva de las finanzas y la industria capitalistas, particularmente en Europa y América del Norte, y la creciente influencia de los intereses económicos mundiales en los cálculos de los estados nacionales. El conflicto entre los principales estados capitalistas —o, para ser más precisos, los intereses financieros e industriales más poderosos que ejercen una gran influencia sobre la formulación de la política exterior— por el dominio dentro de ciertas “esferas de influencia” se convirtió en la fuerza impulsora de la política mundial. Este desarrollo encontró su expresión más brutal en la lucha por las colonias, cuyas poblaciones locales se vieron reducidas a un estado semiesclavo.

La era del imperialismo había surgido. Desestabilizó el equilibrio de las relaciones interestatales globales. En las décadas que siguieron al final de las guerras napoleónicas, Gran Bretaña había gozado de una posición de supremacía prácticamente indiscutible. Su imperio, basado en el poder naval y las vastas posesiones coloniales, fue el hecho dominante de la política internacional del siglo XIX. Como se decía comúnmente del Imperio Británico: ¡El sol nunca se ponía y los salarios nunca subían! Francia también gozaba de un estatus privilegiado en el sistema mundial como una vieja potencia colonial, pero estaba considerablemente detrás de Gran Bretaña. La aparición de nuevos Estados nacionales burgueses, con una rápida expansión de la industria y las finanzas capitalistas, puso bajo tensión las relaciones geopolíticas existentes. Los dos “nuevos” Estados capitalistas más importantes, que estaban adquiriendo rápidamente intereses y apetitos imperialistas, eran Alemania y los Estados Unidos.

La entrada de Estados Unidos en el club imperialista ocurrió en 1898, cuando la administración McKinley, con cinismo, hipocresía y deshonestidad sin igual, ideó un pretexto para la guerra contra España. En solo unos meses, Cuba se convirtió en una semicolonia de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, los Estados Unidos, a través de la ocupación de Filipinas, estableció las bases para su dominación imperialista del Pacífico. Después de justificar su ocupación de Filipinas con la promesa de libertad y democracia para sus habitantes, Estados Unidos cumplió con sus compromisos al matar a 200.000 insurgentes locales que se oponían a la ocupación estadounidense. Estados Unidos fue bendecido con una preciosa ventaja geográfica: un continente que estaba protegido de la intromisión extranjera por dos océanos. La mayoría de las potencias europeas quedaron asombradas por la crudeza de la deshonesta protesta de McKinley, pero no pudieron hacer absolutamente nada al respecto.

Las crecientes ambiciones de Alemania, por otro lado, colisionaron inmediatamente con sus vecinos imperialistas en Europa: Francia, Rusia y, sobre todo, Gran Bretaña. Los conflictos en expansión de los poderosos Estados capitalistas nacionales, que buscaban el dominio dentro de una economía global cada vez más integrada, formaron la base real para la acumulación de las tensiones geopolíticas que finalmente explotaron en el verano de 1914.

Durante la Primera Guerra Mundial, y especialmente después de esta, hubo una gran discusión sobre “quién inició la guerra”, “quién disparó primero” y “quién tuvo la culpa”. Estas preguntas juegan un papel importante en la propaganda de los Estados involucrados en la guerra, ya que sus camarillas gobernantes están ansiosas por absolverse de la responsabilidad de las desastrosas consecuencias de su piromanía.

Estudiado de forma aislada de las circunstancias históricas más amplias, hay muchas pruebas de que Alemania y Austria-Hungría fueron los principales responsables del estallido de la guerra en agosto de 1914. Sus gobiernos optaron, con increíble temeridad, por explotar el asesinato de Franz Ferdinand para lograr a largo plazo objetivos geopolíticos permanentes. Tomaron decisiones que pusieron en marcha la desastrosa cadena de acontecimientos que llevaron al estallido de las hostilidades. Pero más allá de demostrar la criminalidad de la que son capaces los regímenes capitalistas, como hemos visto más recientemente en el lanzamiento de las guerras en Irak y Afganistán por parte de Washington sobre la base de mentiras descaradas, la evidencia de la premeditación alemana y austríaca es una inadecuada explicación de las causas más profundas de la guerra.

Es cierto que Francia y Gran Bretaña no querían necesariamente la guerra en agosto de 1914. Pero eso no es porque se dedicaran moralmente a la paz. Debe recordarse que Gran Bretaña había librado una brutal guerra de contrainsurgencia contra los bóers en Sudáfrica solo una década antes. Si Gran Bretaña y Francia no necesariamente “quisieron” la guerra en 1914, fue porque estaban más o menos satisfechas con el status quo geopolítico que favorecía sus intereses globales. Sin embargo, cuando se enfrentaron a acciones de Alemania y Austria-Hungría que amenazaban la configuración existente y sus intereses, aceptaron la guerra como una necesidad política. Desde el punto de vista de los intereses imperialistas de Francia y Gran Bretaña, la guerra era preferible a una paz que cambiara el equilibrio de poder en la línea buscada por Alemania.

En última instancia, la causa de la guerra no se encuentra en las acciones de uno u otro Estado que precipitara el tiroteo, sino en la naturaleza del sistema imperialista, en la lucha de los poderosos Estados nacionales capitalistas para mantener o lograr, dependiendo de las circunstancias, una posición dominante en un orden económico global cada vez más integrado.

En los años anteriores a la guerra, el movimiento socialista internacional había celebrado una serie de congresos en los que había advertido sobre las consecuencias mortales del desarrollo del imperialismo y el militarismo que alentaba. La Segunda Internacional, fundada en 1889, declaró una y otra vez su implacable oposición al militarismo capitalista y se comprometió a movilizar a la clase trabajadora contra la guerra. Advirtió a la clase dominante europea que si no se podía detener la guerra, la Internacional utilizaría la crisis creada por la guerra para acelerar el derrocamiento del capitalismo.

Pero en agosto de 1914, estas promesas fueron traicionadas por prácticamente todos los líderes del socialismo europeo. El 4 de agosto de 1914, el Partido Socialdemócrata alemán, el mayor partido socialista del mundo, votó en el Reichstag por créditos para financiar la guerra. Los líderes socialistas tomaron la misma posición patriótica en Francia, Austria y Gran Bretaña. Solo unos pocos líderes socialistas importantes tomaron una posición clara e inequívoca contra la guerra, entre los cuales los más importantes eran Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo.

El análisis de Trotsky de las causas de la Primera Guerra Mundial

Me gustaría centrarme brevemente en el análisis realizado por Trotsky de las causas de la guerra. Rechazó con desprecio las afirmaciones engañosas e hipócritas de los líderes socialistas a favor de la guerra que se habían puesto del lado de sus gobernantes capitalistas para defender a sus países contra la agresión extranjera. Trotsky expuso las descaradas mentiras con las que los gobiernos en guerra intentaron encubrir las verdaderas motivaciones políticas y económicas que subyacían a sus decisiones de ir a la guerra. Insistió en que la causa de la guerra estaba más profunda: en los cambios en la estructura de la economía mundial y en la naturaleza misma del sistema capitalista del Estado nación.

Obligado a abandonar Austria con el estallido de la guerra, Trotsky fue primero a Zúrich, donde, en 1915, escribió un panfleto brillante, La Guerra y la Internacional, en el que explicaba el significado de la guerra.

La guerra actual es, en el fondo, una revuelta de las fuerzas de producción contra la forma política de la nación y el Estado. Significa el colapso del Estado nacional como una unidad económica independiente.

La nación debe continuar existiendo como un hecho cultural, ideológico y psicológico, pero su base económica ha sido arrancada de sus pies. Todo lo que se habla del actual choque sangriento como trabajo de defensa nacional es hipocresía o ceguera. Por el contrario, el significado real y objetivo de la guerra es el colapso de los actuales centros económicos nacionales y la colocación en su lugar de una economía mundial. Pero la forma en que los gobiernos proponen resolver este problema del imperialismo no es a través de la cooperación inteligente y organizada de todos los productores de la humanidad, sino a través de la explotación del sistema económico mundial por parte de la clase capitalista del país victorioso; qué país iba a ser transformado por esta guerra de gran potencia en potencia mundial.

La guerra proclama la caída del Estado nacional. Sin embargo, al mismo tiempo, proclama la caída del sistema capitalista de economía. Por medio del Estado nacional, el capitalismo ha revolucionado todo el sistema económico del mundo. Ha dividido toda la tierra entre las oligarquías de las grandes potencias, alrededor de las cuales se agruparon los satélites, las pequeñas naciones, que vivían de la rivalidad entre las grandes. El desarrollo futuro de la economía mundial sobre la base capitalista significa una lucha incesante por nuevos y cada vez más nuevos campos de explotación capitalista, que deben obtenerse de una misma fuente, la tierra. La rivalidad económica bajo la bandera del militarismo va acompañada de robos y destrucción que violan los principios elementales de la economía humana. La producción mundial se rebela no solo contra la confusión producida por las divisiones nacionales y estatales, sino también contra las organizaciones económicas capitalistas, que ahora se ha convertido en una desorganización bárbara y un caos.

La guerra de 1914 es el colapso más colosal en la historia de un sistema económico destruido por sus propias contradicciones inherentes. ...

El capitalismo ha creado las condiciones materiales de un nuevo sistema económico socialista. El imperialismo ha llevado a las naciones capitalistas al caos histórico. La guerra de 1914 muestra la salida de este caos al instar violentamente al proletariado al camino de la revolución. [2]

Este análisis quedó justificado con la erupción de la Revolución rusa, que llevó al partido bolchevique, dirigido por Lenin y Trotsky, al poder en octubre de 1917.

Después de cuatro años de conflicto y un derramamiento de sangre sin precedentes, la guerra terminó de manera algo abrupta en noviembre de 1918. Lo que puso fin a la guerra se relacionó más con las condiciones políticas cambiantes dentro de los países beligerantes que con los resultados en el campo de batalla. La revolución de octubre condujo rápidamente a la retirada de Rusia de la guerra. El ejército francés, escalonado por los motines de los soldados en 1917, estuvo a punto de colapsar. Solo la infusión de hombres y material estadounidenses del lado de los aliados evitó la derrota militar y restableció, al menos en cierta medida, la moral. La oposición contra la guerra creció rápidamente en Alemania, especialmente después de la victoria bolchevique en Rusia. En octubre de 1918, un motín naval en Alemania desencadenó protestas revolucionarias más amplias que condujeron a la abdicación del Kaiser Guillermo II. Incapaz de continuar la guerra, Alemania demandó por la paz.

A pesar de la derrota de Alemania, la guerra no produjo los resultados que Gran Bretaña y Francia habían previsto originalmente. En el este, la guerra había llevado a la revolución socialista en Rusia y a la radicalización de la clase obrera en toda Europa. En Occidente, la guerra creó las condiciones para el surgimiento de Estados Unidos, que había sufrido relativamente pocas pérdidas, como la potencia capitalista dominante.

El acuerdo de Versalles de 1919 preparó el escenario para el estallido de nuevos conflictos. Los términos vengativos en los que insistía el imperialismo francés hicieron poco por garantizar unas relaciones estables en el continente europeo. La desintegración del Imperio austrohúngaro resultó en la creación de un nuevo conjunto de Estados nacionales inestables, desgarrados por rivalidades regionales. El Tratado de Versalles no logró crear una base para la restauración del equilibrio político y económico de Europa. Más bien, la economía capitalista mundial, como surgió de la guerra, estuvo dividida por desequilibrios que condujeron al colapso sin precedentes que comenzó en Wall Street en octubre de 1929.

El ascenso del imperialismo estadounidense

Otro factor importante en el resurgimiento de las tensiones internacionales que conduciría a una renovación de la guerra global en 1939 fue el nuevo papel de Estados Unidos en los asuntos mundiales. Wilson fue aclamado, después de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial y la victoria de la revolución socialista en Rusia, como el salvador de la Europa capitalista. Pero pronto se hizo evidente para la burguesía europea que los intereses de los Estados Unidos estaban en conflicto con los suyos. La burguesía estadounidense no estaba dispuesta a aceptar el dominio europeo en los asuntos mundiales. Veía los privilegios de los que gozaba Gran Bretaña en el marco de su Imperio como una barrera para la expansión de sus propios intereses comerciales.

Si bien la expansión constante del poder estadounidense les dio a los diplomáticos británicos noches de insomnio, desconcertó por completo a los representantes más despiadados del imperialismo alemán. En Wages of Destruction, un nuevo estudio de los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, el respetado erudito Adam Tooze escribe:

... Estados Unidos debería proporcionar el eje para nuestra comprensión del Tercer Reich. Al tratar de explicar la urgencia de la agresión de Hitler, los historiadores han subestimado su aguda conciencia de la amenaza que representaba para Alemania, junto con el resto de las potencias europeas, la aparición de Estados Unidos como la superpotencia global dominante. Sobre la base de las tendencias económicas contemporáneas, Hitler predijo ya en la década de 1920 que las potencias europeas tenían solo unos pocos años más para organizarse contra esta inevitabilidad. ...

La agresión del régimen de Hitler puede, por lo tanto, racionalizarse como una respuesta inteligible a las tensiones provocadas por el desarrollo desigual del capitalismo global, tensiones que, por supuesto, todavía están con nosotros hoy. [3]

Los años que siguieron a la conclusión de la Primera Guerra Mundial fueron testigos del apogeo del pacifismo. Wilson había proclamado al declarar la guerra a Alemania en 1917 que Estados Unidos estaba librando una guerra “para poner fin a todas las guerras”. La Liga de las Naciones, a la que Estados Unidos se negó a unirse, fue creada por los vencedores europeos. En 1927, Francia y Estados Unidos negociaron el Pacto Kellogg-Briand, que declaró ilegal a la guerra. Y, sin embargo, las tensiones internacionales se hicieron cada vez más agudas, especialmente después del colapso de Wall Street, el inicio de la depresión global y la consiguiente desestabilización política de Europa, de la cual la llegada al poder en Alemania del partido nazi de Hitler en enero de 1933 fue la más siniestra expresión.

Nadie comprendió las implicaciones de la crisis en desarrollo del capitalismo mundial con mayor previsión y claridad que León Trotsky. En junio de 1934, después de haber sido exiliado de la Unión Soviética por el reaccionario régimen burocrático dirigido por Stalin, Trotsky escribió:

Las mismas causas, inseparables del capitalismo moderno, que provocaron la última guerra imperialista ahora han alcanzado una tensión infinitamente mayor que a mediados de 1914. El miedo a las consecuencias de una nueva guerra es el único factor que obstaculiza la voluntad del imperialismo. Pero la eficacia de este freno es limitada. El estrés de las contradicciones internas empuja a un país tras otro en el camino hacia el fascismo, que, a su vez, no puede mantener el poder sino preparando explosiones internacionales. Todos los gobiernos temen la guerra. Pero ninguno de los gobiernos tiene libertad de elección. Sin una revolución proletaria, una nueva guerra mundial es inevitable. [4]

Trotsky explicó, como lo había hecho en 1915, que la principal fuente de tensiones globales radica en la contradicción “entre las fuerzas productivas y el marco del Estado nacional, junto con la contradicción principal, entre las fuerzas productivas y la propiedad privada de los medios de producción ... ”. [5] La defensa del Estado nacional no cumplía ninguna función política o económicamente progresiva. “El Estado nacional con sus fronteras, pasaportes, sistema monetario, aduanas y el ejército para la protección de las aduanas se ha convertido en un terrible impedimento para el desarrollo económico y cultural de la humanidad”. [6]

Con Hitler en el poder, los apologistas liberales y reformistas de la burguesía imperialista en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos habían comenzado a argumentar que una nueva guerra sería una lucha contra la dictadura. Este argumento sería finalmente adoptado por el régimen estalinista soviético. Trotsky rechazó enfáticamente esta afirmación. “Una guerra moderna entre las grandes potencias”, escribió, “no significa un conflicto entre la democracia y el fascismo, sino una lucha de dos imperialismos por la redivisión del mundo”. [7]

Dentro del contexto de esta perspectiva política, Trotsky analizó las ambiciones globales de los Estados Unidos:

El capitalismo estadounidense se enfrenta a los mismos problemas que empujaron a Alemania en 1914 en el camino de la guerra. ¿El mundo está dividido? Hay que volver a dividirlo. Para Alemania se trataba de “organizar Europa”. Estados Unidos debe “organizar” el mundo. La historia está enfrentando a la humanidad con la erupción volcánica del imperialismo estadounidense. [8]

Estas palabras se habrían de demostrar extraordinariamente proféticas. Trotsky insistió en que solo la lucha revolucionaria de la clase trabajadora, que lleva al derrocamiento del capitalismo, podría evitar la erupción de una nueva guerra mundial, incluso más sangrienta que la primera. Pero las derrotas de la clase trabajadora en España y Francia, producto de la traición combinada de las burocracias estalinistas, socialdemócratas y reformistas, hicieron inevitable la guerra. Finalmente comenzó el primero de septiembre de 1939.

Como en 1914, el imperialismo alemán fue el principal instigador del conflicto. Pero la Segunda Guerra Mundial, como la primera, tuvo causas más profundas. Trotsky escribió:

Los gobiernos democráticos, que en su día aclamaron a Hitler como un cruzado contra el bolchevismo, ahora lo convierten en una especie de Satanás inesperadamente liberado de las profundidades del infierno, que viola la santidad de los tratados, las fronteras, las normas y los reglamentos. Si no fuera por Hitler, el mundo capitalista florecería como un jardín. ¡Qué mentira miserable! Este epiléptico alemán con una máquina calculadora en su cráneo y un poder ilimitado en sus manos no cayó del cielo ni salió del infierno: no es más que la personificación de todas las fuerzas destructivas del imperialismo. ... Hitler, sacudiendo a las viejas potencias coloniales hasta sus cimientos, no hace nada más que dar una expresión más completa a la voluntad imperialista de poder. A través de Hitler, el capitalismo mundial, empujado a la desesperación por su propio punto muerto, ha comenzado a presionar una daga afilada en sus propios intestinos. [9]

No sea que se piense que Trotsky está siendo injusto con los líderes de los opositores de Hitler en tiempos de guerra, vale la pena recordar las palabras de Winston Churchill. En enero de 1927, en algún momento antes de llegar a ser primer ministro británico, Churchill visitó Roma, se reunió con el dictador italiano Mussolini y escribió: “No pude evitar sentirme encantado por el porte suave y sencillo del signor Mussolini, y por su calmo y despreocupado aplomo a pesar de tantas cargas y peligros”. El fascismo italiano proporcionó el “antídoto necesario para el virus ruso”. Churchill les dijo a los fascistas italianos: “Si hubiera sido italiano, estoy seguro de que debería haber estado completamente con ustedes desde el principio hasta el final de su victoriosa lucha contra los apetitos y pasiones bestiales del leninismo”. [10]

Un historiador de la época señala:

Para muchos conservadores y grupos empresariales, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, dedicadas a impedir la propagación del comunismo, fueron objeto de cierta admiración. Como resultado, hubo una fuerte oposición, especialmente en Gran Bretaña, a una alianza con la Unión Soviética dirigida contra las potencias fascistas. [11]

El estallido de la Segunda Guerra Mundial

Hitler invadió Polonia el primero de septiembre de 1939, y Gran Bretaña y Francia declararon la guerra al Tercer Reich dos días después. Después de que Hitler completara la conquista de Polonia en unas pocas semanas, la Alemania nazi no emprendió ninguna otra acción militar hasta la primavera de 1940, cuando los ejércitos alemanes se extendieron por Europa occidental. En junio de 1940, Francia, cuya clase dominante estaba más preocupada por la amenaza revolucionaria planteada por su propia clase trabajadora que por el peligro de una toma del país por parte de los nazis, se rindió.

Stalin esperaba poder evitar la guerra con Alemania a través de su pacto de no agresión cobarde y traicionero. Pero el régimen fascista siempre había visto la destrucción de la Unión Soviética como el componente principal de su plan de dominación de Europa. En junio de 1941, comenzó la invasión alemana de la URSS. A pesar de los errores de cálculo desastrosos de Stalin y las derrotas masivas sufridas inicialmente por el Ejército Rojo, las fuerzas nazis encontraron una resistencia inquebrantable.

El 7 de diciembre de 1941, el ataque japonés a Pearl Harbor llevó a los Estados Unidos a la guerra. Cuatro días después, el 11 de diciembre de 1941, Alemania declaró la guerra a los Estados Unidos, que inmediatamente respondió con una declaración de guerra a Alemania. Durante los siguientes tres años y medio, la guerra se libró con una ferocidad implacable, aunque debe destacarse que la guerra en Europa occidental, al menos hasta la invasión aliada en junio de 1944, fue, en términos militares, un factor relativamente secundario en comparación con la horrible carnicería de la lucha entre la Alemania nazi y la Unión Soviética. La guerra en Europa finalmente terminó el 8 de mayo de 1945, con la capitulación incondicional de la Alemania nazi, solo una semana después del suicidio de Hitler.

La guerra en Asia continuó durante otros tres meses, aunque nunca hubo ninguna duda de su resultado. Nunca había existido una posibilidad siquiera remota de que Japón, con su población mucho más pequeña, una base industrial subdesarrollada y un acceso limitado a materias primas clave, pudiera prevalecer contra Estados Unidos. El gobierno japonés, como el gobierno de los Estados Unidos sabía muy bien, estaba buscando, desde la primavera de 1945, términos aceptables para una rendición. Pero la tragedia fue interpretada hasta su sangriento final. En agosto de 1945, Estados Unidos lanzó dos bombas nucleares sobre las ciudades indefensas y militarmente insignificantes de Hiroshima y Nagasaki. El número de muertos por las dos bombas fue de aproximadamente 150.000 personas. Como observó más tarde el historiador estadounidense Gabriel Jackson:

En las circunstancias específicas de agosto de 1945, el uso de la bomba atómica demostró que un jefe ejecutivo psicológicamente muy normal y democráticamente elegido podría usar el arma tal como lo habría usado el dictador nazi. De esta manera, Estados Unidos, para cualquier persona interesada en las distinciones morales en la conducta de los diferentes tipos de gobierno, difumina la diferencia entre el fascismo y la democracia. [12]

Al ver a la Primera Guerra Mundial y a la Segunda Guerra Mundial como etapas interconectadas en un solo proceso histórico, ¿cuál podemos concluir que fue la fuente y el propósito del conflicto que les costó la vida a aproximadamente noventa millones de personas?

El estallido de la Primera Guerra Mundial surgió de los antagonismos interimperialistas generados por la aparición de poderosos Estados capitalistas que no estaban satisfechos con las relaciones geopolíticas existentes. Alemania resentía su posición inferior en un sistema colonial mundial dominado por Gran Bretaña y Francia, y se irritaba contra las restricciones impuestas a la búsqueda de sus intereses por estos poderosos rivales. Al mismo tiempo, Estados Unidos, cuyo poder económico sin igual lo llenaba de confianza y ambición, no estaba dispuesto a aceptar restricciones a la penetración del capital estadounidense en los mercados extranjeros, incluidos los regidos por las reglas protectoras del Imperio Británico.

La conclusión de la Segunda Guerra Mundial puso fin a un período distinto de conflicto global que había comenzado con el comienzo de la época imperialista a fines de la década de 1890. La apuesta de Alemania por su “lugar en el sol” había sufrido una derrota decisiva. Del mismo modo, el sueño del Japón imperial de establecer su dominio en el Pacífico occidental, China y el sudeste asiático se vio destrozado por su decisiva derrota en la Segunda Guerra Mundial. Los británicos y los franceses emergieron del medio siglo de carnicería desesperadamente debilitados, sin recursos financieros suficientes para sostener sus antiguos imperios. Cualesquiera que sean las ilusiones que hayan tenido sobre la preservación de su estatus como las principales potencias imperialistas se les dio su golpe mortal antes de que transcurrieran diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En 1954, los franceses sufrieron una devastadora derrota militar en Dien Bien Phu a manos de las fuerzas de liberación vietnamitas, lo que obligó a los franceses a retirarse de Indochina. En 1956, los Estados Unidos obligaron al gobierno británico a suspender su invasión de Egipto, una humillación pública que confirmó la subordinación de Gran Bretaña al imperialismo estadounidense. Según lo previsto por Trotsky décadas antes, la lucha entre las principales potencias imperialistas por el dominio global, la brutal división del mundo que les costó la vida a decenas de millones de seres humanos, había terminado con la victoria del imperialismo estadounidense.

El mundo que surgió en 1945 de la carnicería de dos guerras era profundamente diferente al que existía en 1914. Aunque Estados Unidos había reemplazado a una Gran Bretaña en bancarrota como la potencia imperialista preeminente, no podía recrear a su propia imagen el antiguo Imperio Británico. La era de los imperios coloniales, al menos en la forma en que habían existido anteriormente, había llegado a su fin.

En un hecho histórico cargado de profunda ironía, Woodrow Wilson le dio su mensaje de guerra al Congreso en abril de 1917, justo cuando Vladimir Ilich Lenin estaba volviendo a la Rusia revolucionaria. Dos grandes líneas históricas de desarrollo se cruzaron en esta coyuntura crítica. El discurso de Wilson marcó el surgimiento decisivo de los Estados Unidos como la fuerza imperialista dominante en el planeta. La llegada de Lenin a Rusia marcó el comienzo de una ola masiva de luchas socialistas y antiimperialistas de masas que se extenderían por todo el mundo.

Cuando Estados Unidos logró su victoria sobre Alemania y Japón en 1945, cientos de millones de personas ya estaban en rebelión contra la opresión imperialista. La tarea que Estados Unidos tenía por delante era detener la marea de la lucha revolucionaria global. No es posible en el marco de esta valoración proporcionar siquiera un resumen de los desarrollos de la posguerra. Ello requeriría al menos una explicación de la dinámica política de la llamada “Guerra Fría”, que definió la política internacional entre 1945 y 1991. Sin embargo, al concluir esta conferencia, es necesario hacer hincapié en que Estados Unidos vio la disolución de la Unión Soviética en 1991 como una oportunidad para establecer finalmente la hegemonía indiscutible del imperialismo estadounidense.

La doctrina estadounidense de la “guerra preventiva”

En 1992, el ejército estadounidense adoptó una doctrina estratégica que declaraba que no permitiría que ningún país surgiera como un desafío a la posición global dominante de los Estados Unidos. En 2002, esta doctrina militar expansiva se complementó con la promulgación de la doctrina de la “guerra preventiva”, que declaraba que Estados Unidos se reservaba el derecho de atacar a cualquier país que creyera que representa una amenaza potencial para su seguridad. Esta nueva doctrina estaba dirigida específicamente contra China, a la que advirtieron contra la construcción de sus propias fuerzas militares.

Cabe señalar que la nueva doctrina militar estadounidense es ilegal desde el punto de vista del derecho internacional. Los antecedentes legales establecidos en los juicios de los crímenes de guerra de Nuremberg sostenían que la guerra no es un instrumento legítimo de la política estatal, y que la guerra preventiva es ilegal. Un ataque militar de un Estado contra otro es legal solo en presencia de una amenaza clara e inmediata. En otras palabras, la acción militar se justifica solo como una medida inevitablemente urgente de autodefensa nacional. El ataque a Irak, que siguió solo unos pocos meses a la promulgación de la doctrina de la guerra preventiva de 2002, fue un crimen de guerra. Si los Estados Unidos hubieran sido responsables bajo los precedentes establecidos en Nuremberg en 1946, Bush, Cheney, Rumsfeld, Powell y muchos otros habrían sido llevados a juicio.

La pregunta crítica que surge inevitablemente de cualquier examen de la Primera Guerra Mundial y de la Segunda Guerra Mundial es si esas catástrofes podrían volver a ocurrir. ¿Fueron las guerras del siglo XX una especie de aberración horrible de un rumbo “normal” de desarrollo histórico? ¿Es posible imaginar el resurgimiento de disputas y antagonismos internacionales que hicieran posible el estallido de la Tercera Guerra Mundial?

La respuesta a esta pregunta no requiere especulaciones descabelladas. La verdadera pregunta es no tanto si es posible el estallido de una nueva guerra mundial, sino ¿cuánto tiempo tenemos antes de que ocurra tal catástrofe? Y, a partir de esa segunda pregunta, la siguiente y más decisiva es si se puede hacer algo para evitar que suceda .

Al sopesar el riesgo de guerra, tengan en cuenta que Estados Unidos ha estado involucrado repetidamente en conflictos militares importantes desde 1990, cuando invadió Irak por primera vez. Durante la última década, desde 1999, ha librado grandes guerras en los Balcanes, el Golfo Pérsico y Asia Central. De una forma u otra, todas estas guerras se han relacionado con el esfuerzo para asegurar la posición global dominante de los Estados Unidos.

Es muy significativo que el uso creciente de la fuerza militar por parte de los Estados Unidos tenga lugar en el contexto de su posición económica global en constante deterioro. Cuanto más débil se vuelve Estados Unidos desde el punto de vista económico, más inclinado está a compensar esta debilidad mediante el uso de la fuerza militar. En este aspecto específico, existen paralelos inquietantes con las políticas del régimen nazi a fines de la década de 1930.

Además, teniendo en cuenta la Doctrina Estratégica de 2002, Estados Unidos se enfrenta a una gama creciente de potencias cuyo desarrollo económico y militar es visto por los estrategas del Departamento de Estado y del Pentágono como amenazas significativas. A medida que el equilibrio del poder económico se aleja de los Estados Unidos hacia varios competidores globales, un proceso que se ha acelerado por una crisis económica que estalló en 2008 y que continúa desarrollándose, existe una tentación cada vez mayor de emplear la fuerza militar para revertir esa tendencia económica desfavorable.

Finalmente, si recordamos que la Primera y la Segunda Guerra Mundial surgieron de la desestabilización del viejo orden imperialista dominado por Gran Bretaña y Francia como resultado de la aparición de nuevos competidores, no es improbable que el orden internacional actual, en el cual la potencia dominante, Estados Unidos, ya está dividida por una crisis interna y está en apuros para mantener el dominio global, se derrumbe bajo la presión ejercida por las potencias emergentes (como China, India, Rusia, Brasil, la UE) que no están satisfechas con los arreglos actuales.

Añádanse a eso las crecientes tensiones intrarregionales que amenazan con estallar en cualquier momento en enfrentamientos militares que podrían desencadenar intervenciones de fuerzas extrarregionales y conducir a una conflagración global. Solo hay que recordar la tensa situación que surgió en el verano de 2008 como resultado del conflicto entre Georgia y Rusia.

Solo la revolución socialista puede evitar una Tercera Guerra Mundial

El mundo es un barril de pólvora. No es necesariamente el caso que las clases dominantes quieran la guerra. Pero no necesariamente pueden detenerla. Como Trotsky escribió en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, los regímenes capitalistas se deslizan hacia el desastre con los ojos cerrados. La lógica demencial del imperialismo y del sistema capitalista del Estado-nación, del impulso para asegurar el acceso a los mercados, las materias primas y la mano de obra barata, la búsqueda incesante de ganancias y riquezas personales, conduce inexorablemente en la dirección de la guerra.

¿Qué, entonces, puede detenerla? La historia nos muestra que los espantosos mecanismos del imperialismo solo pueden atascarse mediante la intervención activa y consciente de las masas de los pueblos del mundo, sobre todo, la clase trabajadora, en el proceso histórico. No hay forma de detener la guerra imperialista, excepto a través de la revolución socialista internacional.

En 1914, Lenin, oponiéndose a la traición de la Segunda Internacional, declaró que la época imperialista es la época de las guerras y la revolución. Es decir, las contradicciones económicas, sociales y políticas globales que dieron lugar a la guerra imperialista también crean las bases objetivas para la revolución socialista internacional. En este sentido, la guerra imperialista y la revolución socialista mundial son las respuestas de clases sociales diferentes y opuestas al estancamiento histórico del capitalismo. La exactitud de la evaluación de Lenin de la situación mundial se confirmó con el estallido de la revolución en Rusia en 1917.

A pesar de todos los cambios que han ocurrido desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial hace noventa y cinco años y la Segunda Guerra Mundial hace setenta años, todavía vivimos en la época imperialista. De esta manera, las grandes cuestiones a las que se enfrenta la humanidad hoy en día son: ¿El desarrollo de la conciencia política en la clase obrera internacional contrarrestará las tendencias destructivas acumuladas del imperialismo? ¿Desarrollará la clase obrera suficiente conciencia política en el tiempo, antes de que el capitalismo y el sistema imperialista del Estado-nación conduzcan a la humanidad al abismo?

Estas no son preguntas simplemente para la consideración académica. La mera presentación de estas preguntas exige una respuesta activa. Las respuestas se proporcionarán no en un aula, sino en el conflicto real de las fuerzas sociales. La lucha decidirá el asunto. Y el resultado de esta lucha estará influido, en un grado decisivo, por el desarrollo de la conciencia revolucionaria, es decir, socialista. La lucha contra la guerra imperialista encuentra su máxima expresión en la lucha por desarrollar un nuevo liderazgo político de la clase trabajadora.

Solo unos pocos meses después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe hecha posible por las traiciones de las reaccionarias burocracias estalinistas, socialdemócratas y reformistas, Trotsky, el realista político supremo, escribió:

El mundo capitalista no tiene salida, a menos que se considere una agonía de muerte prolongada. Es necesario prepararse para largos años, si no décadas, de guerra, levantamientos, breves interludios de tregua, nuevas guerras y nuevos levantamientos. Un joven partido revolucionario debe basarse en esta perspectiva. La historia le brindará suficientes oportunidades y posibilidades para probarse a sí mismo, acumular experiencia y madurar. Cuanto más rápido se fusionen las filas de la vanguardia, cuanto más se acorte la época de las convulsiones sangrientas, menos destrucción sufrirá nuestro planeta. Pero el gran problema histórico no se resolverá en ningún caso hasta que un partido revolucionario esté al frente del proletariado. La cuestión de los tempos y los intervalos de tiempo es de enorme importancia; pero no altera ni la perspectiva histórica general ni la dirección de nuestra política. La conclusión es simple: es necesario continuar el trabajo de educar y organizar la vanguardia proletaria con diez veces más energía. Precisamente en esto reside el cometido de la Cuarta Internacional. [13]

Este análisis, escrito en una etapa anterior de la crisis imperialista global, encuentra eco en la situación existente. La supervivencia misma de la civilización humana está en juego. Es, sobre todo, la responsabilidad de los jóvenes el detener el impulso hacia la guerra y asegurar el futuro de la humanidad. Por eso debo concluir esta conferencia pidiéndoles que se unan al Partido Socialista por la Igualdad y contribuyan a la construcción de la Cuarta Internacional como el Partido Mundial de la Revolución Socialista.

Notas:

[1] Las cifras exactas de víctimas no están disponibles. Los totales difieren ligeramente de una fuente a otra. Los números en las tablas se extraen de Wikipedia y otros libros y sitios web.

[2] Leon Trotsky, The War and the International, 1915, (Colombo: A Young Socialist Publication, 1971), págs. vii–viii.

[3] Adam Tooze, The Wages of Destruction: The Making and Breaking of the Nazi Economy (Londres: Penguin Books, 2006), págs. Xxiv – xxv.

[4] Writings of Leon Trotsky 1933–34 (Nueva York: Pathfinder Press, 1975), pág. 300.

[5] Ibid., pág. 304.

[6] Ibid.

[7] Ibid., pág. 307.

[8] Ibid., pág. 302

[9] Writings of Leon Trotsky 1939–40 (Nueva York: Pathfinder Press, 1973), pág. 233.

[10] Citado en Nicholson Baker, Human Smoke: The Beginnings of World War II, the End of Civilization (Nueva York: Simon y Schuster, 2008), pág. 16.

[11] Frank McDonough, Hitler, Chamberlain and Appeasement (Cambridge: Cambridge University Press, 2002), pág. 33.

[12] Gabriel Jackson, Civilization and Barbarity in Twentieth Century Europe (Nueva York: Prometheus Books, 1999), págs. 176-177.

[13] Writings of Leon Trotsky 1939–40, págs. 260–261.

(Conferencia pronunciada originalmente el 5 de octubre de 2009; texto traducido de la reedición en inglés del 31 de agosto de 2019)

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