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Perspectiva

Las dos revoluciones estadounidenses en la historia mundial

Hoy se celebra el 244º aniversario de la proclamación pública de la Declaración de Independencia, el 4 de julio de 1776, que estableció los Estados Unidos de América. Para cuando se publicó la declaración, los colonos americanos, especialmente aquellos en Massachusetts, ya habían estado en guerra con las inmensamente poderosas fuerzas militares de Gran Bretaña por 15 meses. Si bien la decisión final de la independencia no había sido tomada aún, la redacción de la declaración fue asignada el 11 de junio por el Congreso Continental reunido en Filadelfia a un Comité de Cinco. Lo conformaron Benjamin Franklin de Pennsylvania, John Adams de Massachusetts, Thomas Jefferson de Virginia, Robert Livingston de Nueva York y Roger Sherman de Connecticut.

Después de acordar un bosquejo del documento, el comité decidió que el primer borrador debía ser escrito por Tom Jefferson de 33 años, cuyo intelecto excepcional y notables talentos literarios ya eran ampliamente reconocidos. El 28 de junio, completó su borrador, el cual fue luego revisado por los miembros del Congreso. Hubo varios cambios durante el proceso de edición. La modificación más sustancial fue la eliminación de la condena de Jefferson a Gran Bretaña por imponer la esclavitud en las colonias. El 2 de julio de 1776, el Congreso Continental adoptó una resolución autorizando romper con Gran Bretaña. Dos días después, el 4 de julio, aprobó el borrador final de la Declaración de Independencia.

Por sí sola, la consecuencia política inmediata del documento —la ruptura formal con Gran Bretaña y el inicio de una guerra de plena escala para asegurar la independencia de los Estados Unidos— bastaba para dotarlo de una inmensa y duradera importancia histórica. Pero, no fue solo el impacto político directo; más bien, fueron los principios que proclamó los que definieron la estatura histórico mundial de la declaración.

El documento comienza con las palabras, “Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro…”. Estas palabras significaban que los gobiernos, así como las relaciones políticas y sociales sobre las cuales se basaban, no eran intemporales e inalterables. Eran la creación de hombres, no de un Dios. Esta afirmación hizo estallar la justificación esencial, consagrada por la religión, para las monarquías y aristocracias, es decir, para cualquier forma de poder político basado en la veneración oscurantista de linajes. Aquello creado por el hombre podía ser cambiado por el hombre.

La declaración luego procedió con la sobresaliente aseveración: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas; que todos los hombres son creados iguales; que su Creador los dota de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

En un sentido estrictamente empírico, no había nada “evidente por sí mismo” —es decir, de una certeza tan obvia que no hacían falta mayores argumentos— respecto a ninguna de estas “verdades”. La realidad que se podía observar en cualquier parte del mundo, incluidas las colonias, contradecía lo que la Declaración tildaba de “evidente por sí mismo”.

En el mundo de fines del siglo dieciocho, la mayoría de la humanidad era tratada como bestias de carga, o peor. ¿En cuál parte del mundo existían condiciones que avalaran la afirmación de que toda la humanidad fue “creada igual”? Las monarquías y aristocracias se apoyaban en la legitimidad incuestionable de la desigualdad inherente. El lugar de las personas en la sociedad, incluso donde hubiera habido una leve erosión de las relaciones feudales, reflejaba un diseño divino.

¿Dónde se honraba y protegía la “vida” de la gran masa de la población? En la avanzada Gran Bretaña, niños de tan solo seis años podían ser ahorcados por robarle el pañuelo a alguien pudiente. El grueso de la población vivía en una pobreza miserable impuesta por las relaciones estrictas de una jerarquía feudal y semifeudal. Era poca la “felicidad” en las vidas de la población general, para no mencionar a los millones en todo el mundo y el continente americano esclavizados y difícilmente considerados humanos.

Estas “verdades” invocadas por Jefferson no eran “evidentes por sí mismas” en un sentido crudamente empírico. Por el contrario, eran “verdades” conseguidas por medio de la aplicación del pensamiento científico, es decir, la razón, así como fue desarrollada bajo la influencia del físico Isaac Newton, los pensadores materialistas como John Locke y los grande philosophes franceses de la Ilustración, en el estudio de la historia y la sociedad humana. Era la aplicación de la razón la que definía qué era y qué no era políticamente legítimo. Era la ciencia, no las invocaciones irracionales e infundadas de un orden divino, la que determinaba qué debía existir. Fue en este profundo sentido en que la igualdad entre los hombres y los “derechos inalienables” a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” eran “evidentes por sí mismos”.

Jefferson y sus camaradas en armas sabían muy bien que las condiciones políticas y sociales que existían empíricamente no se conformaban a las “verdades evidentes por sí mismas” afirmadas en la declaración. A partir de este hecho, sacaron la siguiente conclusión: los gobiernos derivan sus “poderes legítimos del consentimiento de los gobernados”. Por ende, “cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus poderes de tal forma que ofrezca, a su juicio, las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.

De este modo, la Declaración de Independencia proclamó que las revoluciones son el medio legítimo e incluso necesario para deponer a gobiernos que se hayan vuelto opresivos y perjudiciales para la “felicidad” de la población. Jefferson adhería a este principio y no mostró ni la mínima aprensión cuando las masas en Francia, inspiradas por la Revolución estadounidense, emprendieron una sangrienta venganza contra el rey Luis XVI y la aristocracia. El rey declaró que Jefferson necesitaba ser castigado “como los otros criminales”. Con tal de no presenciar la derrota de la Revolución francesa, le escribió Jefferson a un amigo, “hubiera preferido ver la destrucción de la mitad del planeta. Quedaran apenas un Adán y una Eva en cada país, y lo hicieran libres, sería mejor que ahora”. Manifestó una total alegría ante la posibilidad de la victoria de la revolución, que “llevará a tantos reyes, nobles y sacerdotes a los cadalsos que por tanto tiempo han estado inundando de sangre humana”.

Por supuesto, es un hecho históricamente innegable que la propiedad personal de esclavos por parte de Jefferson y sus concesiones a la esclavitud representaron la gran ironía e incluso tragedia de su propia vida. Fueron la expresión, dentro de su biografía, de las condiciones y contradicciones sociales existentes del mundo en el que había nacido: un mundo donde prosperaban la esclavitud, la servidumbre feudal y muchas formas de servidumbre por contrato, y cuya legitimidad difícilmente era apenas puesta en tela de juicio. No cabe duda de que los filisteos moralistas de la academia seguirán atacando a Jefferson. Pero sus condenas no alteran ni una pizca el impacto revolucionario de la Declaración de Independencia.

La Revolución estadounidense de 1775-83 no resolvió el problema de la esclavitud. Esto no se debió a que Jefferson o los otros líderes revolucionarios, como Washington, que eran dueños de esclavos impidieran una solución. El carácter incompleto de la primera etapa de la revolución democrática burguesa estadounidense estuvo determinado por las condiciones objetivas existentes, y no solo aquellas que existían en Norteamérica. La humanidad, como Marx explicaría más adelante, “siempre se propone únicamente las tareas que puede resolver, ya que, inspeccionando la cuestión más de cerca, siempre descubriremos que la tarea solo aparece cuando las condiciones materiales necesarias para su solución ya existen o están en proceso de formarse”. Las condiciones para resolver de manera decisiva la cuestión de la esclavitud aún no existían. Aún hacían falta varias décadas de desarrollo industrial y el surgimiento de una clase capitalista económicamente poderosa en el norte. Más allá, dicha clase debía desarrollar un movimiento político democrático capaz de movilizar a las masas y sostener una prolongada y amarga guerra civil.

Este proceso social y económico esencial transcurrió rápidamente en las décadas tras la Revolución estadounidense. El desarrollo capitalista del norte se tornó cada vez más incompatible con el dominio político de los Estados Unidos a manos del poder esclavista. Esta incompatibilidad objetiva se reflejó ideológicamente en el reconocimiento cada vez más intenso de que los ideales de igualdad humana proclamados en la Declaración de Independencia no se podían reconciliar con la horrenda realidad de la esclavitud.

No obstante, cabe subrayar que el proceso de causalidad histórica que llevó a la guerra civil no fue impulsado de una manera unilateral por los factores socioeconómicos ni fueron los conflictos ideológicos un mero reflejo de estos factores. La influencia ejercida por los principios articulados en la declaración desempeñó un papel inmenso y casi independiente en influenciar la consciencia política de las masas en el norte y la prepararon para una lucha intransigente contra el poder esclavista.

El desarrollo intelectual y político de Abraham Lincoln ejemplificó la influencia de Thomas Jefferson y la declaración que redactó. Una y otra vez, en numerosos discursos, Lincoln invocó el legado político de Jefferson. Por ejemplo, en una carta escrita en 1859, Lincoln declaró:

Se debe todo honor a Jefferson: el hombre que, bajo la presión concreta de una lucha de independencia nacional por un solo pueblo, tuvo la frialdad, la previsión y la capacidad para introducir en un documento meramente revolucionario, una verdad abstracta y embalsamarla ahí de tal forma que hoy en todos los días futuros, será una reprimenda y un obstáculo para los precursores del regreso de la tiranía y la opresión.

Después de su elección a presidente en 1860, Lincoln declaró: “Nunca he tenido políticamente ningún sentimiento que no derivará d ellos sentimientos consagrados en la Declaración de Independencia”.

En camino a Washington para asumir la Presidencia, Lincoln explicó:

Ella [la Revolución estadounidense] no fue meramente la cuestión de la separación de las colonias de la madre patria, sino [de] aquel sentimiento en la Declaración de Independencia que no solo le dio libertad al pueblo de su país, sino esperanza al mundo entero, para todo el futuro. Fue eso lo que generó la promesa de que, a su debido tiempo, las cargas sobre las costas de todos los hombres serían levantadas y que todos deberían tener una oportunidad igual. Este es el sentimiento consagrado en la Declaración de Independencia.

Jefferson fue el autor del gran manifiesto revolucionario que ofreció la inspiración ideológica de la guerra civil. Bajo el liderazgo de Lincoln, los ejércitos de la Unión —que movilizaron y armaron a decenas de miles de esclavos en una lucha contra la Confederación— destruyeron la esclavitud.

Por supuesto, el Estados Unidos que salió que la guerra civil pronto traicionaría las promesas de democracia e igualdad que Lincoln hizo. El “renacimiento de la libertad” daría paso a los imperativos del capitalismo moderno. Una nueva forma de lucha social, aquella entre la clase obrera emergente y una burguesía industrial, llegó a dominar el escenario político y social. En esta nueva lucha social, la burguesía norteña estimó beneficiosa una alianza con los restos de la antigua clase de propietarios de esclavos. La reconstrucción fue finalizada. Se fomentó el racismo y se lo empleó como una potente arma contra la unidad de la clase obrera.

La oposición intransigente a esta forma específica de reacción política se convirtió en una tarea central para la clase obrera en la lucha por el socialismo. Solo estableciendo el poder obrero, acabando con el capitalismo y construyendo una sociedad socialista a nivel mundial es posible superar el racismo y toda forma de opresión social. Y en esta lucha, las palabras y acciones tanto de Jefferson como Lincoln seguirán siendo una inspiración. Todo lo que históricamente progresista en el trabajo de sus vidas perdura en el movimiento socialista moderno.

(Publicado originalmente el 4 de julio de 2020)

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