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Perspectiva

75 años desde el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki

Hoy marca el 75 aniversario de uno de los crímenes de guerra más terribles jamás llevados a cabo por el imperialismo contra una población civil indefensa, el bombardeo atómico de Hiroshima.

Hay pocas señales de que el aniversario de este acto criminal, que introdujo a la humanidad a los hongos nucleares, el envenenamiento por radiación y la posibilidad de una aniquilación global, será oficialmente conmemorado de manera significativa. Pero su relevancia jamás ha sido mayor, dado que, detrás de las espaldas de la población estadounidense y mundial, el imperialismo estadounidense está acumulando gradualmente un arsenal nuclear masivo y persiguiendo una doctrina de guerra nuclear agresiva.

A las 8:15 en una mañana con cielos despejados el 6 de agosto de 1945, el Enola Gay, un bombardero B-29 Superfortress arrojó una bomba atómica, llamada por el código “Little Boy” (Niñito), sobre la ciudad japonesa de Hiroshima y su cuarto de millón de personas.

Estallando con la fuerza de entre 15 a 20 kilotones de TNT, el poder destructivo de la bomba fue miles de veces mayor que cualquier otra munición jamás utilizada en una guerra. Sus efectos fueron horrendos.

Se estima que 80.000 personas murieron instantáneamente o en pocas horas, vaporizadas, incineradas o con quemaduras horribles por la tormenta de fuego desatada por la bomba, lo que arrasó la ciudad junto con la onda de choque que produjo. Tan solo tres días después, un bombardero estadounidense arrojó una segunda bomba atómica en la ciudad de Nagasaki, asesinando a otros 40.000 directamente. En ambos ataques, se estima que la cifra de víctimas que fallecieron al instante o en los días y semanas siguientes de quemaduras, lesiones y enfermas por la radiación fue de entre 250.000 y 300.000, 90 por ciento de ellos hombres, mujeres y niños civiles.

Las descripciones de los supervivientes de Hiroshima ofrecen un retrato infernal de muerte y sufrimiento humano a escala masiva.

El Dr. Michihiko Hachiya describió la escena inimaginable después del bombardeo: “Los tranvías estaban detenidos con docenas de cuerpos dentro, calcinados más allá de reconocimiento. Vi tanques de agua para incendios repletos de cadáveres que parecían haber sido hervidos vivos… Había sombras con forma de personas, algunas de las cuales parecían fantasmas de pie. Otros se movían como si estuvieran adoloridos, como espantapájaros, con sus brazos extendidos y sus antebrazos y manos colgando. Estas personas me confundieron hasta que me di cuenta de repente que habían sido quemados y extendían sus brazos para prevenir la dolorosa fricción entre superficies en carne viva”.

Otro superviviente escribió que vio a “Cientos de aquellos aún vivos andando errantes. Algunos estaban medio muertos, retorciéndose en su miseria… No eran más que cadáveres vivos”.

El padre Wilhelm Kleinsorge, un sacerdote jesuita, describió toparse a un grupo de soldados cuyas “caras estaban completamente quemadas, con sus cavidades oculares vaciadas; el fluido de sus ojos derretidos se había derramado por sus cachetes… Sus bocas eran meramente heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no aguantaban estirar tanto como para que les ingresara la boquilla de la tetera”.

La Segunda Guerra Mundial, el conflicto más brutal y sangriento en la historia humana, mató a 70 millones de personas. Fue testigo de atrocidades que superan cualquiera de las peores pesadillas de la humanidad. El exterminio de las poblaciones civiles fue perseguido como política de Estado, culminando en el asesinato de seis millones de judíos por parte de los nazis.

El régimen imperial japones fue en sí responsable de crímenes de guerra abominables en busca de la hegemonía imperialista japonesa sobre Asia. Esto incluyó la masacre de Nanjing, en la que el ejército japonés masacró a 300.000 soldados y civiles chinos capturados en 1937.

Un crimen de guerra calculado justificado por mentiras

Aun así, la barbarie de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki resalta por el cálculo frío empleado para aniquilar a poblaciones civiles enteras sin ninguna necesidad militar y por las mentiras descaradas que se utilizaron para justificarlo.

Los trotskistas estadounidenses fueron de los primeros en denunciar los bombardeos como crímenes. James P. Cannon, el fundador del movimiento trotskista estadounidense, declaró en una reunión el 22 de agosto de 1945 en Nueva York para conmemorar a León Trotsky (asesinado por un agente estalinista en México el 21 de agosto de 1940): “En dos golpes calculados, con dos bombas atómicas, el imperialismo estadounidense asesinó o hirió a medio millón de seres humanos. Tanto los jóvenes como los viejos, el bebé en la cuna, el anciano y el inválido, los recién casados, los sanos y los enfermos, hombres, mujeres y niños —todos tuvieron que morir en dos golpes por una riña entre los imperialistas de Wall Street y una pandilla similar en Japón… ¡Qué atrocidad tan indescriptible! Cuánta deshonra ha llegado a Estados Unidos, los Estados Unidos que una vez colocaron en el puerto de Nueva York una Estatua de la Libertad iluminando al mundo. Ahora el mundo se aparta con horror ante su nombre”.

Continuó: “Hace mucho, los marxistas revolucionarios dijeron que la alternativa que enfrentaba la humanidad era entre el socialismo o una nueva barbarie, que el capitalismo amenazaba con colapsar en ruinas y arrastrar a la civilización con él. Pero, a la luz de lo acaecido en esta guerra y lo que proyecta el futuro, creo que podemos decir ahora que la alternativa puede precisarse aún más: ¡la alternativa que enfrenta la humanidad es entre el socialismo o la aniquilación! El problema se trata de si se permite que el capitalismo siga o si la raza humana continúa sobreviviendo en este planeta”.

El Gobierno del presidente Harry Truman, que ordenó los bombardeos atómicos, le vendió al público estadounidense que fueron los medios necesarios e incluso humanitarios para obligar a Tokio a rendirse y así evitar una sangrienta invasión estadounidense de Japón.

Para una población estadounidense cansada de la guerra, que había celebrado el Día de la Victoria en Europa y la derrota del nazismo tres meses antes del bombardeo, el argumento de Truman fue efectivo. Se habían hecho públicas las órdenes para transferir hasta a un millón de soldados de los campos de batalla en Europa a la guerra del Pacífico. Además, el ejército estadounidense ocultó la magnitud de la masacre en Hiroshima y Nagasaki.

Pero las afirmaciones de Truman de que los bombardeos habían salvado a un número de estadounidenses que variaba de “un cuarto de millón”, “medio millón” y hasta “un millón” eran mentiras. Esta no solo fue la conclusión de los críticos izquierdistas del imperialismo estadounidense o de historiadores “revisionistas”, sino la de altos oficiales de su Gobierno y el ejército estadounidense, quienes estaban seguros de que Japón estaba preparado para rendirse sin ataques atómicos ni una invasión.

El general Dwight D. Eisenhower, el comandante supremo de los aliados en Europa y un futuro presidente de EE.UU., escribió en sus memorias sobre su reacción cuando el secretario de Guerra, Henry Lewis Stimson, le dijo de los bombardeos planeados: “Durante su recitación de los hechos relevantes, me di cuenta de un sentimiento de depresión, así que expresé mis profundas reservas, en primer lugar con base en mi creencia de que Japón ya había sido derrotado y que arrojar la bomba era completamente innecesario y, en segundo lugar, porque pensé que nuestro país debería evitar estremecer la opinión mundial utilizando un arma cuyo empleo no era, pensé, mandatorio como una medida para salvar vidas estadounidenses”.

El almirante William Leahy, el jefe de personal del presidente Truman, fue incluso más franco, escribiendo en 1950: “El uso de esta arma barbárica en Hiroshima y Nagasaki no nos aportó nada material en nuestra guerra contra Japón… [A]l ser los primeros en utilizarla… adoptamos un estándar ético común con el de los bárbaros de la Edad Media. A mí no me enseñaron a emprender guerras de esa forma y las guerras no se pueden ganar destruyendo a mujeres y niños”.

Y, en 1949, el comandante de la Fueras Aéreas del Ejército, el general Henry “Hap” Arnold dijo en confianza: “Siempre nos pareció que con la bomba atómica o sin la bomba atómica los japoneses ya estaban al borde del colapso”.

Para 1945, Washington estaba interceptando las comunicaciones por cable japonesas y estaban plenamente conscientes de que el régimen imperial estaba buscando a partir de la primavera de ese año una forma aceptable para rendirse. El propio emperador japonés estaba preparado para intervenir con su ejército en apoyo a poner fin a la guerra. Sin embargo, Estados Unidos rechazó las señales de paz japonesas exigiendo una “rendición incondicional”. La única condición en la que insistió Japón era que el emperador Hirohito permaneciera en su trono y no fuera enjuiciado como un criminal de guerra como los líderes supervivientes del Tercer Reich alemán. Al final, EE.UU. aceptó de todos modos esta concesión.

En 1946, la Encuesta de Bombardeos Estratégicos de EE.UU., una comisión asesora creada por el Departamento de Guerra, concluyó: “Incluso sin los bombardeos atómicos, la supremacía aérea sobre Japón pudo haber ejercido la presión suficiente para llevar a una rendición incondicional y evitar la necesidad de una invasión… Japón se hubiera rendido incluso sin arrojar las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiera entrado en la guerra [contra Japón] e incluso sin que se hubiera planeado o contemplado una invasión”.

La bomba atómica y la campaña por la hegemonía estadounidense

Si los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki no fueron necesarios para finalizar la Segunda Guerra Mundial, representaron pasos decisivos hacia una Tercera Guerra Mundial impulsada por los intentos intransigentes de EE.UU. para imponer su hegemonía global.

Los bombardeos fueron en un sentido literal actos de terrorismo. Hiroshima fue elegida como blanco precisamente porque su población no había sido sometida a bombardeos convencionales y podía servir, por ende, como conejillos de india para demostrar los efectos terribles de la nueva arma. Las minutas del Comité Interno formado para decidir sobre el uso de la bomba declaran que hubo un acuerdo en que se debía emplear con el objetivo de producir “una impresión psicológica profunda” y que “el blanco más deseable sería una planta militar vital que emplee a un gran número de trabajadores y que esté rodead de cerca por las casas de los trabajadores”.

Este terrorismo no solo buscaba intimidar al pueblo japonés, sino a todo el mundo y, ante todo, a la Unión Soviética, junto con la clase obrera y los pueblos oprimidos de cada país.

Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética fueron aliados en la guerra contra la Alemania nazi. No obstante, mientras EE.UU. y Reino Unido estaban en guerra con Japón, Moscú y Tokio mantuvieron un pacto de neutralidad entre 1941 y 1945.

En la conferencia de Yalta, la cual fue atendida por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el titular soviético Iósif Stalin en febrero de 1945, Stalin acordó a romper el pacto de neutralidad e irse a la guerra contra Japón dentro de los tres meses de la derrota de la Alemania nazi. La intervención soviética fue vista como algo decisivo para garantizar una derrota pronta de Japón. Basándose en los sacrificios y victorias militares del Ejército Rojo, Stalin presionó para que reconociera una esfera de influencia soviética en Europa central y del este, así como su control sobre Mongolia y otros territorios asiáticos que le quitaron a Moscú y la guerra ruso-japonesa de 1905.

En abril de 1945, Moscú le informó a Tokio que finalizaría su acuerdo de neutralidad y establecería el 8 de agosto como la fecha en la que ingresaría en la guerra contra Japón

Si bien ahora estaban en el mismo bando de la guerra contra Japón, como era el caso en la guerra con Alemania, las tensiones entre las potencias imperialistas, Estados Unidos y Reino Unido, y la Unión Soviética estaban recrudeciéndose gradualmente. A pesar de la degeneración estalinista de la URSS, donde la burocracia estalinista había usurpado el poder político de la clase obrera, las relaciones de la propiedad nacionalizada creadas en la revolución de octubre de 1917 permanecían. Y, pese a los máximos esfuerzos de Stalin para acomodarse con las potencias imperialistas, ni la élite gobernante británica ni la estadounidense jamás se reconciliaron con la existencia de estas relaciones de propiedad, temiendo que podían inspirar una revolución a nivel internacional.

En julio de 1945, los líderes de EE.UU., Reino Unido y la Unión Soviética se volvieron a reunir en Potsdam, Alemania. La conferencia fue pospuesta por la insistencia de Truman, quien asumió la Presidencia estadounidense tras la muerte de Roosevelt en abril de 1945. Truman estaba intentado ganar tiempo queriendo que tener una prueba exitosa de la bomba atómica como una de sus cartas antes de negociar con Stalin.

El tono del nuevo presidente estadounidense en Potsdam cambió manifiestamente en comparación con el de Roosevelt en Yalta. Truman dijo exaltado que la bomba atómica —puesta a prueba con éxito por primera vez en Alamogordo, Nuevo México el 16 de julio de 1945— le había dado “un martillo frente a esos muchachos”, refiriéndose a sus negociaciones con Stalin, quien estaba bien informado sobre la nueva arma estadounidense a través de informantes soviéticos trabajando en el Proyecto Manhattan.

La conferencia en Potsdam acabó con un ultimátum de que Japón debía rendirse de manera inmediata e incondicional o se enfrentaba a una “destrucción pronta y completa”. Se redactó de tal manera que no sería aceptado por Tokio. Fue firmado por EE.UU., Reino Unido y Chiang Kai-Shek de China, pero no por la Unión Soviética.

Lo que siguió fue un impulso apurado para desplegar y arrojar las bombas. Las fechas no fueron elegidas por ninguna necesidad militar en términos de derrotar a Japón, sino para anticipar el impacto de la entrada de la Unión Soviética en la guerra en el Pacífico. Washington quería prevenir una expansión de la influencia soviética en Asia y en el propio Japón. Por ende, la primera bomba fue arrojada el 6 de agosto, dos días antes que los soviéticos iniciaran sus operaciones militares, y la segunda el 9 de agosto, un día después de la intervención soviética y antes de que el Gobierno japones tuviera tiempo para comprender o responder a la aniquilación de Hiroshima.

Al poner fin a la Segunda Guerra Mundial con los dos bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, el imperialismo estadounidense desmintió todas sus afirmaciones de que EE.UU. había entrado en la guerra para luchar por la democracia y derrotar el fascismo y el militarismo. Si bien millones de trabajadores estadounidenses participaron en la guerra motivados por tales sentimientos democráticos, la élite gobernante capitalista tenía motivos muy distintos en mente.

Como lo indicó apropiadamente el historiador Gabriel Jackson: “… el uso de la bomba atómica demostró que un jefe de Estado que era psicológicamente muy normal y elegido democráticamente podía utilizar el arma de la misma forma como un dictador nazi la hubiera utilizado. De este modo, Estados Unidos —para cualquiera preocupado por las diferencias morales en los distintos tipos de Gobierno— borró la diferencia entre el fascismo y la democracia”.

Independientemente de las claras diferencias políticas en la configuración democrática burguesa en Washington y el régimen nazi en Berlín, ambos perseguían objetivos de guerra imperialistas: para Berlín, era la hegemonía sobre Europa; para Washington, era la hegemonía sobre el mundo.

A final, la bomba atómica demostró no ser el “martillo” que Truman esperaba. Para agosto de 1949, la Unión Soviética ya había puesto a prueba su propia bomba atómica. La prueba de terrorismo atómico por parte de Estados Unidos también fracasó en detener la Revolución china de 1949 y en frenar la marea de luchas anticoloniales de masas que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

La amenaza de una guerra nuclear

Mientras que el Gobierno de Trump consideró emplear armas atómicas en la guerra coreana, se resistió a hacerlo por temor de provocar una guerra nuclear con Rusia. El general Douglas MacArthur, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Corea, siguió presionando a favor de utilizar estas armas.

Tanto en la crisis de Berlín de 1961 como en la crisis de los misiles en Cuba de octubre de 1962, el Gobierno estadounidense del presidente John Kennedy empujó al mundo al borde de una guerra nuclear apocalíptica. Asimismo, apenas se evitaron varias amenazas de intercambios nucleares que hubieran acabado con la sociedad humana durante la acumulación armamentista estadounidense en el punto álgido de la guerra fría a principios de los años ochenta.

La realidad es que, en cada Gobierno estadounidense desde Truman, tanto demócrata como republicano, la opción de una guerra nuclear siempre ha estado “en la mesa”.

Con la disolución de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría hace casi tres décadas, hubo una concepción ampliamente compartida de que el peligro de un holocausto mundial había retrocedido a un segundo plano. No podría haber una ilusión más peligrosa.

Tras décadas de guerras que han cobrado millones de vidas en los países excoloniales, desde Corea y Vietnam a Irak, Afganistán, Libia y Siria, el imperialismo estadounidense ha cambiado su doctrina militar de la llamada “guerra contra el terrorismo” a la preparación de conflictos “entre grandes potencias” con Rusia y China, ambos con armas nucleares.

El Gobierno de Obama inició un programa de $1 billón para modernizar las armas nucleares, el cual tan solo ha sido acelerado bajo Trump, incluso cuando casi todos los acuerdos sobre armas nucleares han sido desechados.

La temeridad de la política exterior estadounidense, impulsada por la crisis interna del capitalismo estadounidense y los intentos desesperados de Washington para recuperar su hegemonía global por medios militares, se ha intensificado peligrosamente, desde los despliegues en el mar de China Meridional hasta la amenaza de estacionar tropas estadounidenses en la frontera entre Polonia y Rusia.

Los estrategas militares estadounidenses de hoy no solo consideran que una guerra nuclear es legítima, sino también ganable. Se están produciendo y desplegando armas nucleares de bajo rendimiento dizque tácticas, las cuales son más pequeñas que las arrojadas en Hiroshima y Nagasaki, bajo el pretexto de que pueden ser utilizadas para aniquilar a ejércitos sin desencadenar una guerra nuclear de plena escala. No obstante, la lógica de un conflicto que involucre el uso de armas nucleares corresponde a una escalada que se saldría de control y se convertiría en una conflagración global.

La producción de tales armas no solo constituye una amenaza para los enemigos externos de Washington. Los funcionarios estadounidenses ya están respondiendo a las protestas de masas describiendo las calles estadounidenses como “espacios de batalla” que deben ser “dominados” a través de la fuerza militarizada. No se puede excluir para nada que la clase gobernante estadounidense intentaría apuntar estas armas tan horrendas en contra de un levantamiento revolucionario de la clase obrera estadounidense.

En un artículo del 3 de agosto en la revista de referencia de la política exterior estadounidense Foreign Affairs, el ex primer ministro australiano Kevin Rudd se refirió a los recientes cierres de consulados y llamados por parte de los oficiales estadounidenses de derrocar al Partido Comunista Chino (PCCh) y escribió:

“La interrogante que ahora se pregunta, de manera silenciosa pero también nerviosa, en las capitales del mundo es, ¿adónde llevará esto? El resultado antes impensable —un conflicto real armado entre Estados Unidos y China— ahora parece ser posible por primera vez desde el final de la guerra coreana. En otras palabras, no solo nos enfrentamos a la posibilidad de una nueva guerra fría, sino también una caliente”.

Si esto es lo que está siendo preguntado, “de manera silenciosa pero también nerviosa” en cada capital, claramente la verdadera interrogante no es si estallará o no dicha guerra —sea contra China, Rusia, o incluso los otrora aliados del imperialismo estadounidense en Europa—, sino cuándo estallará y qué se puede hacer para detenerla.

La pandemia del COVID-19 y la crisis económica cada vez más profunda tan solo han intensificado la desesperación y la imprudencia de la clase gobernante estadounidense. Las amenazas de guerra y una guerra en sí se vuelven medios para desviar hacia el exterior las inmensas presiones sociales y políticas que se están acumulando dentro de Estados Unidos.

La amenaza de una nueva guerra mundial y una aniquilación nuclear es hoy más grave que en cualquier momento desde las atrocidades de Hiroshima y Nagasaki. Una conmemoración auténtica del 75 aniversario de los bombardeos atómicos de Japón y para honrar a los cientos de miles de víctimas inocentes solo es posible por medio de la construcción de un poderoso movimiento contra la guerra de la clase obrera estadounidense e internacional como parte de la lucha global por el socialismo.

(Publicado originalmente en inglés el 6 de agosto de 2020)

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