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Perspectiva

El Super Bowl superpropagador y el reflejo de la sociedad estadounidense en el espejo

Cuando la cifra de muertes por la pandemia de COVID-19 se acerca al medio millón en EE.UU., la celebración este domingo del Super Bowl, el juego de campeonato de fútbol americano en la National Football League (NFL), entre los Buccaneers de Tampa Bay y los Chiefs de Kansas City, y su atmósfera “festiva” artificial son grotesca y pasmosamente inapropiadas.

Sería todo un desafío exagerar la indolencia de los organizadores del evento, con las vaciedades para los asistentes y su “Experiencia Super Bowl” prediseñada. El sitio web de la NFL sugiere, “Si bien las cosas se verán un tanto distintas este año, estamos comprometidos con cumplir con la mejor experiencia para los fanáticos de la forma más segura posible”.

La premisa de que las cosas son meramente “un tanto distintas”, junto con la evidente esperanza de que la población se olvide que el país está en medio de una tragedia social sin precedentes, habla más del carácter de los dueños de la NFL y la patronal estadounidense en general que de cualquier otra cosa.

Personas esperan para una exhibición del NFL Experience, 4 de febrero de 2021, Tampa, Florida (AP Photo/Charlie Riedel)

Según cualquier estándar racional que tome en cuenta la salud pública, el juego no debería celebrarse del todo. El estadio Raymond James en Tampa Bay, que ordinariamente tiene espacio para 65.000 espectadores, aún así tendrá a 25.000 personas en las gradas. La multitud del domingo incluirá a 7.500 trabajadores de la salud vacunados que recibieron entradas gratis de la NFL. Las entradas presumen ser un regalo de reconocimiento. La mejor manera por mucho de reconocer a estos trabajadores sería cancelar este evento innecesario y peligroso.

Stephen Kissler, un epidemiólogo de la Universidad Harvard le comentó a CNBC, “Mi mayor preocupación para cuando se pueda propagar el COVID-19 en el estadio no es necesariamente cuando la gente está sentada en sus asientos… De hecho, es cuando se entremezclen en otras partes del estadio”.

No solo hay 25.000 fanáticos en peligro de contraer el letal virus, junto a los jugadores, entrenadores, el personal y los empleados del estadio, junto a todos los que entren en contacto con ellos en sus viajes, sino que el evento causará miles de fiestas en todo el país (e internacionalmente) que sin duda aumentarán las enfermedades y la miseria. Este fue el resultado de todo feriado importante o evento especial a lo largo de la pandemia hasta hora.

La élite gobernante estadounidense tiene razones de gran peso para proceder con el juego. El Super Bowl se ha vuelto parte del calendario social oficial estadounidense. Decenas de millones de personas cada año se ven presionadas a participar en este supuesto momento de unidad nacional, con la expectativa de que todos se peguen diligentemente a su televisión u otro aparto.

Nunca hace falta el tinte descaradamente patriótico y militar. No cabe duda de que este año, se pedirá que la audiencia conmemore (brevemente) a las víctimas del COVID-19 mientras se sugiere fuertemente que el mejor tributo posible a los muertos es “seguir adelante con la vida”.

Además, en el contexto de los primeros y turbulentos días del nuevo Gobierno, hay sectores de la prensa que están simbolizando el juego del domingo por la noche por lo menos como un tipo de nuevo punto de partida para EE.UU., un momento de renovación que involucrará, por supuesto, la imprudente y asesina reapertura de negocios y escuelas.

Al nivel crudo de lucro mal habido, la organización del Super Bowl involucra cientos de millones de dólares. El espectáculo del medio tiempo, los anuncios (un espacio de 30 segundos cuesta aproximadamente $5,5 millones), el furor general, todo dirigido a generar ganancias para la NFL, los dueños de sus equipos y los patrocinadores corporativos y negocios en la ciudad anfitriona.

La liga y sus propagandistas, frecuentemente como una manera de promover la construcción de nuevos estadios caros, afirman que el evento les genera entre $300 a $500 millones a estas ciudades. Los críticos afirman que el Super Bowl no produce ni cerca de eso, mientras que los contribuyentes de impuestos terminan pagando.

Es lamentablemente irónico que el Super Bowl de este año se juegue en Florida, uno de los epicentros del coronavirus. Han fallecido más personas de la enfermedad en este estado, casi 28.000 (el cuarto total más alto después de Nueva York, California y Texas), de las que estarán en las graderías el domingo. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, un vil aliado de Donald Trump, ha perseguido incansablemente una política de ignorar la salud de la población y servir a los intereses corporativos.

En diciembre, por ejemplo, el Washington Post, tildó las políticas de DeSantis de “catástrofe”. Desde el inicio de la pandemia, el gobernador —como afirmó el Post — “ha borrado convenientemente, incluso diabólicamente, el covid-19 de la vida pública aquí. El resultado: un total de 1,2 millones de casos de covid-19, casi 61.000 hospitalizaciones totales y una tasa de positividad de siete días de 9,7 por ciento, y todas estas cifras aumentan hacia niveles de crisis”. El Gobierno estatal de Florida ha sido uno de los más agresivos en amenazar a los maestros y reabrir el sistema escolar, lo que ha resultado en la muerte de docenas de maestros.

La manera despiadada y esencialmente criminal en la que opera la clase gobernante estadounidense no debería ser vista como algo sorpresivo. No obstante, también está la cuestión de la respuesta popular y la participación en eventos como el Super Bowl y, en esto, es necesario decir ciertas verdades incómodas.

La cuarentena o semicuarentena de un año sin duda ha paralizado y hecho difícil o incluso emocionalmente desesperada la vida de millones. Existe un deseo natural de escapar el confinamiento. Sin embargo, la ciencia y la razón, e incluso el sentido común más básico, exigen vivir de forma más deliberada, pensando en el bien de largo plazo y en la seguridad física propia y de los demás.

Algunos aspectos de la vida, la cultura y la historia de Estados Unidos se contraponen a esa perspectiva de futuro. El énfasis en las ganancias inmediatas sin pensar en sus consecuencias, la inclinación pragmática contra el pensamiento teórico y concentrado, la sospecha de que preocuparse por la historia (en la infame frase de Henry Ford) bien podría ser “más o menos basura”, nada de esto ayuda a la población en las actuales condiciones de crisis.

Más concretamente, el anquilosamiento y la neutralización del movimiento obrero, su adopción de la religión oficial del anticomunismo, ha contribuido a la total falta de preparación del pueblo estadounidense para la pandemia y otros desastres preparados por el capitalismo, incluido el golpe de Estado del 6 de enero.

¿A alguien se le ocurriría incluso preguntar sobre la política de la AFL-CIO ante la tragedia del COVID-19? Apropiadamente, el sitio web de la federación sindical no hace otra cosa más que transmitir la información, o la desinformación, de las agencias del Gobierno federal sobre la pandemia, todo lo cual da por sentado que los trabajadores seguirán en sus puestos de trabajo.

Los funcionarios del sindicato no han actuado más que como pastores bien remunerados para encercar a la humanidad en las fábricas, hospitales, escuelas, almacenes y oficinas potencialmente mortales. Solo por esto, como observó Rosa Luxemburgo sobre el papel de los sindicatos alemanes en la Primera Guerra Mundial, “merecen perecer diez veces más”.

En sí, el deporte ocupa mucho más espacio y tiempo en la vida estadounidense de lo que es saludable, siendo este un fenómeno ligado al vacío político, social y moral en el centro de la sociedad. La obsesión por eventos como el Super Bowl es más probable que se desarrolle en un país en el que la clase trabajadora está totalmente excluida como fuerza independiente de la vida y el debate políticos.

Tampoco hay que ignorar el papel de “ panem et circenses [pan y circo]” del partido de campeonato y eventos similares. La necesidad de distraer y adormecer la atención del público, mediante los escándalos, las guerras extranjeras y los espectáculos nacionales, es muy real. Cuanto peor y más ominosa es la situación, más recurren los poderes establecidos a estos medios.

Tal vez lo más insidioso de todo sea que la clase dirigente se ha dedicado a acostumbrar a la población a la enfermedad y la muerte. Más de 3.000 personas mueren cada día a causa del COVID-19. Los medios de comunicación, en general, han dejado de mencionar estas cifras. Las imágenes de los muertos, como durante las guerras de Irak y Afganistán, están totalmente ausentes, en nombre del respeto a la privacidad de las familias de los fallecidos. Una parte importante del pueblo estadounidense, y de otras poblaciones, está siendo eliminada discretamente, como en una pesadilla paranoica de ciencia ficción. La espantosa realidad se esteriliza, se mantiene alejada de la vista y del debate públicos, incluso se “normaliza”.

Ha habido procesos culturales que por décadas han contribuido a ello. En los años ochenta, el culto a Wall Street y a la avaricia se apoderó realmente de considerables sectores de la clase media-alta, con la repugnante y servil reverencia a los “estilos de vida de los ricos y famosos” y todo lo que ello conlleva. Los medios de comunicación estadounidenses se orientaron cada vez más hacia los ricos, los famosos y la juventud glamurosa. Millones de personas, que se enfrentaban a los cierres de industrias enteras y a la pérdida de empleos con sueldos dignos, a la caída en los niveles de vida, a la falta de vivienda y a la pobreza, descendieron a la categoría de “los que no cuentan” en Estados Unidos.

¿Por qué debería esperarse que los oligarcas, los ejecutivos de las empresas y la prensa corporativa derramen alguna lágrima por los cientos de miles de hombres y mujeres, a menudo mayores y más pobres, que han fallecido en la pandemia, cuyas muertes suponen un ahorro considerable para los programas gubernamentales y los planes de pensiones de las empresas?

Pero la clase trabajadora debe ser sumamente sensible a tal crueldad, el tipo de inhumanidad que en última instancia legitima la construcción de campos de concentración para la eliminación de los “infrahumanos”, y oponerse activamente a ella.

Si los poderes establecidos consideran, en última instancia, que tales espectáculos distraerán a la gente del desastre en curso, se están engañando a sí mismos. Puede que millones de personas sigan viéndolo, pero la Super Bowl no es culpa del pueblo estadounidense, y no es su desastre ni su desgracia. Está en manos de la gente de arriba. El intento de ocultar la realidad de medio millón de muertos es obra de los gobernantes de Estados Unidos, todo su atraso, criminalidad y ceguera.

Lo que domina cada vez más a la población trabajadora es un estado de ánimo de ira y repugnancia, un reconocimiento cada vez mayor de que algo va terriblemente mal en esta sociedad, que organiza fiestas del Super Bowl y “extravagancias del medio tiempo” sobre las tumbas de sus víctimas. Capas cada vez más amplias sienten que la sociedad estadounidense se está desmoronando hasta sus cimientos y no puede ser reparada. Se está despejando el camino para el rechazo del capitalismo a escala masiva.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 5 de febrero de 2021)

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