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Después del fiasco en Afganistán: ¿cuándo sigue la reacción en cadena?

La debacle del imperialismo estadounidense en Afganistán no solo es el resultado de sus acciones neocoloniales en ese país, sino de la agenda que ha perseguido con cada vez más intensidad durante las últimas tres décadas para contrarrestar sus crisis económicas, sociales y políticas actuales por medios militares.

Está íntimamente conectado con otro desastre inminente: la desintegración y el colapso de todo su sistema financiero, el otro pilar importante a través del cual ha buscado mantener el dominio global.

Un helicóptero estadounidense Chinook sobre la Embajada de EE.UU. en Kabul, Afganistán (AP Photo/Rahmut Gul, archivo); derecha: Corredores de la Bolsa de Nueva York (AP Photo/Richard Drew)

Un examen del desarrollo histórico de ambos procesos revela cuán estrechamente se han entrelazado y cómo se reforzaron recíprocamente.

A fines de la década de 1980, estaba claro que el sistema financiero estadounidense estaba entrando en una gran crisis, luego del colapso especulativo en Wall Street a raíz de las profundas recesiones de principios de la década de 1980. La crisis anunció su llegada con la caída de la bolsa de valores del 19 de octubre de 1987, cuando el Dow se desplomó un 22,6 por ciento, su mayor caída en un solo día y todavía un récord.

Fue significativo no solo por la profundidad del choque, sino por lo que siguió. El día del colapso de Wall Street, la Reserva Federal intervino prometiendo apoyo financiero al mercado. Esta no fue una medida única, sino el inicio de una nueva política que se ha extendido y desarrollado desde entonces.

La tarea del banco central ya no era evitar la aparición de burbujas especulativas, sino intervenir cuando estallaran con inyecciones masivas de dinero para sentar las bases de una nueva ronda de especulaciones.

Esta nueva agenda se implementó en todas las crisis que siguieron: las intervenciones en las crisis de la década de 1990, incluido el rescate de Long Term Capital Management en 1998; los recortes de tipos de interés tras el colapso de la burbuja tecnológica de 2000-2001; la operación de rescate de los bancos iniciada tras la crisis financiera de 2008 y el inicio de la compra de activos (flexibilización cuantitativa); y la intervención de 4 billones de dólares después de la congelación del mercado de marzo de 2020, cuando a Reserva Federal intervino como garante de todas las áreas del sistema financiero, lo que continúa hasta el día de hoy.

Otro resultado importante del colapso de Wall Street de 1987, aunque mucho menos conocido, fue el establecimiento bajo una orden ejecutiva de la Administración de Reagan en marzo de 1988 del Grupo de Trabajo Presidencial sobre Mercados Financieros.

Más tarde lo rebautizarían Equipo de Protección contra Caídas (PPT, por sus siglas en inglés) y estaba integrado por un grupo informal de funcionarios del banco central, reguladores financieros y miembros de la Administración de turno encargados de “mejorar la integridad, eficiencia, orden y competitividad de los mercados financieros de nuestra nación y mantener la confianza de los inversores”.

Si bien su funcionamiento ha atraído poca atención en los medios, el PPT ha continuado reuniéndose y operando bajo cada presidente desde Reagan. Se dice que intervino para detener caídas importantes en el mercado, como la que tuvo lugar a fines de 2018. Después de una teleconferencia del PPT el 24 de diciembre, celebrada mientras el índice S&P 500 de Wall Street se encaminaba a una importante caída, el mercado rebotó bruscamente después de las vacaciones de Navidad.

Cualquiera que sea la naturaleza precisa de las operaciones del PPT, que nunca se reportan oficialmente, las acciones de la Reserva Federal y las sucesivas Administraciones han demostrado que el tan celebrado “libre mercado”, el supuesto pilar del dominio económico estadounidense, es realmente una cosa del pasado. Es tal la profundización de la inestabilidad del sistema financiero, que se remonta a décadas, que se necesita la intervención continua y diaria del Estado para asegurar su propia supervivencia.

Y esto es tanto un problema para la estabilidad y el dominio del imperialismo estadounidense como lo es la cuestión de su supremacía militar. Bien podría argumentarse que es aún más crítico.

La debacle afgana ha creado una crisis estratégica para todos los aliados de Estados Unidos. El colapso de su sistema financiero tendrá consecuencias aún más devastadoras a corto plazo y no menos profundas a largo plazo.

El 15 de agosto de 1971 y el 15 de agosto de 2021

Estas crisis gemelas tienen un origen común. Se remontan a la decisión del presidente Richard Nixon el 15 de agosto de 1971 de eliminar el patrón oro ligado al dólar estadounidense. Esta acción puso fin al sistema monetario de Bretton Woods, establecido en 1944 por los propios Estados Unidos y que proporcionó una base económica clave para el auge capitalista de la posguerra.

Es una de esas peculiaridades de la historia que la caída de Kabul el 15 de agosto de este año se produjo exactamente en el 50 aniversario de ese evento.

La base del sistema de Bretton Woods, según el cual las monedas se fijaban en relación con un dólar, respaldado por oro a una tasa de 35 dólares la onza, consistía en que la fuerza del capitalismo estadounidense en la posguerra podría continuar indefinidamente, sosteniendo el auge global, y que cualquier problema económico podría resolverse mediante intervenciones estatales basadas en políticas keynesianas de gestión de la demanda.

Pero apenas 27 años después —un abrir y cerrar de ojos en términos históricos— esa ficción fue destruida por las contradicciones inherentes al propio sistema.

El capitalismo estadounidense se vio obligado a revivir a sus rivales, sobre todo Alemania y Japón, para asegurar la expansión del mercado mundial del que dependía su propia estabilidad económica. Pero, como resultado, en dos décadas el capitalismo estadounidense se vio eclipsado en la lucha por los mercados. Su saldo comercial positivo, que había adquirido proporciones masivas en el período inmediato después de la guerra y del que dependía el sistema, estaba en constante declive y luego se volvió negativo en 1971.

Todos los intentos de apuntalar el sistema, a medida que la crisis se hizo cada vez más evidente en la segunda mitad de la década de 1960, habían fracasado. Las tasas de ganancia que habían estado aumentando a medida que el boom se afianzaba estaban en fuerte declive, y el capitalismo estadounidense se enfrentó a una marea creciente de militancia de la clase trabajadora. Nixon intentó contrarrestar esto con un tope salarial del 5 por ciento, proclamado en el mismo discurso televisivo en el que anunció la eliminación del patrón oro con el dólar.

La decisión sobre el dólar desencadenó una espiral inflacionaria que agravó todos estos problemas y ayudó a alimentar una ola ya en marcha de luchas potencialmente revolucionarias en varios países capitalistas importantes, comenzando con la huelga general francesa de mayo-junio de 1968.

Con la colaboración directa de las direcciones estalinistas, socialdemócratas y sindicales, y la ayuda crucial de las fuerzas del revisionismo pablista, que había roto con el programa revolucionario del trotskismo, las clases dominantes pudieron reprimir el auge de luchas obreras. El ejemplo más brutal fue en Chile, donde la CIA orquestó el derrocamiento del Gobierno de Allende y el establecimiento de la dictadura militar de Pinochet en septiembre de 1973.

La estabilidad política se restableció a corto plazo. Pero las contradicciones económicas de la economía capitalista mundial y estadounidense se intensificaron. Se manifestaron sobre todo en el fenómeno de estanflación de la década de 1970, la combinación de una alta inflación, un aumento del desempleo y un menor crecimiento económico, algo que los defensores de la economía keynesiana habían considerado imposible.

Apoyándose en las traiciones llevadas a cabo por los dirigentes de la clase trabajadora, las clases dominantes pasaron a la ofensiva: una reestructuración de la economía capitalista basada en la eliminación de sectores menos rentables de la industria y una ofensiva contra la clase trabajadora. La punta de lanza de este ataque fue el aplastamiento de la huelga de los controladores aéreos de Estados Unidos por parte de la Administración de Reagan en 1981 y la destrucción de su sindicato, PATCO, seguido por la guerra civil de un año librada por el Estado británico contra los mineros del carbón bajo la dirección del Gobierno de Thatcher en 1984-1985.

En los EE.UU. e internacionalmente, se estaba estableciendo un nuevo orden económico en el que la acumulación de ganancias se basaba cada vez más en la especulación financiera y no en la expansión de la industria.

Los “héroes” de este nuevo régimen ya no eran los titanes industriales del pasado, sino operadores financieros criminales y semicriminales como el rey de los bonos basura Michael Milken, quien ideó formas para despojar activos de las empresas, lo que llevó a la acumulación de fabulosas riquezas en medio de un aumento en el mercado de valores a partir de 1982.

Pero como reveló la crisis de octubre de 1987, este castillo de naipes financiero se encaminaba hacia un desastre. Luego vino un evento fortuito. La burocracia estalinista en la Unión Soviética, que había sido un bastión tan crucial para el capitalismo global desde su usurpación del poder político de la clase obrera soviética en la década de 1920, realizó su acto final de servicio al imperialismo liquidando lo que quedaba del Estado obrero e iniciando la restauración del capitalismo.

Ante un movimiento ascendente de la clase trabajadora a medida que aumentaban los problemas económicos y sociales creados por su dogma nacionalista reaccionario del socialismo en un solo país, y temiendo que pudiera ser derrocado, el régimen estalinista gobernante llevó a cabo un ataque preventivo y se transformó en una clase capitalista propietaria.

La liquidación de la URSS fue aclamada por líderes políticos, expertos de los medios de comunicación, académicos miopes y todas las variedades de las llamadas tendencias políticas de “izquierda” como una demostración del poder del capitalismo y el triunfo del “libre mercado”.

La globalización y la crisis del Estado nación

Si bien reconoció el enorme impacto de este evento en la conciencia política de la clase trabajadora internacional, solo el Comité Internacional de la Cuarta Internacional insistió en que no representaba un nuevo nacimiento del capitalismo. Más bien, significaba la profundización de la crisis de su orden económico global.

Esto se debió a que, en última instancia, la liquidación de la Unión Soviética fue la expresión inicial de la creciente contradicción entre el desarrollo de la producción globalizada, que había avanzado a un ritmo cada vez más rápido después de 1971, y el sistema de Estados nación. Esta crisis encontró su expresión inicial en los regímenes estalinistas porque se basaban tan directamente en un programa económico nacionalista.

En el período inmediato, sin embargo, la liquidación de la URSS y la decisión del régimen maoísta-estalinista chino de seguir adelante a toda máquina sobre una base capitalista proporcionaron oportunidades y ventajas para el imperialismo estadounidense en varios niveles diferentes.

La confusión y desorientación inicial en la clase trabajadora fue una ayuda crucial para las burocracias sindicales en los Estados Unidos y en todo el mundo para reprimir las luchas de la clase trabajadora, reflejándose en una caída en el nivel de huelgas, el indicador básico de la lucha de clases, a un mínimo récord en los principales países capitalistas.

La liquidación de la URSS fue aclamada por líderes políticos, comentaristas de los medios de comunicación, académicos miopes y todas las variedades de las llamadas tendencias políticas de “izquierda” como una demostración del poder del capitalismo y el triunfo del “libre mercado”.

Y brindó oportunidades para la estrategia geopolítica global del imperialismo estadounidense.

Desde los acontecimientos de 1975 en Saigón, cristalizados en las imágenes de las evacuaciones en helicóptero desde el techo de la Embajada de EE.UU., el imperialismo estadounidense se ha esforzado por “sacudirse el síndrome de Vietnam”. La eliminación de la Unión Soviética de la política mundial pareció brindarle la oportunidad de contrarrestar su actual declive económico por medios militares.

La primera guerra del golfo Pérsico en 1990-1991, lanzada bajo el pretexto de la toma iraquí de Kuwait, se basó en la premisa de que Estados Unidos estaba construyendo un “Nuevo Orden Mundial” basado en su poderío militar.

Esta fue la premisa detrás de las guerras interminables que siguieron: que mediante misiles de crucero, drones, asesinatos selectivos y la intervención de tropas cuando fuera necesario, Estados Unidos podría mantener el dominio global.

El militarismo se combinó con la creencia de que, con el desarrollo de la “ingeniería financiera”, el aumento cada vez mayor de su mercado de valores, el desarrollo de nuevas tecnologías y la posición preeminente del dólar en los mercados globales, EE.UU. podía seguir siendo la potencia económica dominante.

También en este caso, Estados Unidos recibió una ayuda considerable de las acciones de la burocracia estalinista soviética y del régimen chino. La liquidación de la Unión Soviética y la evisceración del capitalismo en China, combinados con el posterior colapso de los programas económicos nacionales en la India y otros países excoloniales, tuvieron importantes consecuencias financieras.

Una de las principales razones por las que la Reserva Federal pudo continuar con un régimen de tasas de interés bajas durante la década de 1990 y hasta el presente siglo, llevando a los mercados financieros a alturas cada vez mayores, fue la ausencia de inflación. Esto se debió en gran parte al abaratamiento de una variedad de bienes de consumo producidos mediante la explotación de mano de obra barata en China y muchos otros países por las principales corporaciones capitalistas.

Aquí también hubo acontecimientos paralelos. La política exterior de Estados Unidos, basada en el militarismo, estuvo marcada por el abandono total del derecho internacional y el descenso a la criminalidad absoluta; la invasión de Irak en 2003 basada en la mentira de las “armas de destrucción masiva” es el ejemplo más atroz.

En el mundo de las finanzas, todas las normas previas de prudencia financiera fueron puestas a un lado en medio de la borrachera especulativa que a menudo asumía un carácter criminal; basta recordar el caso de Enron. Y en la política, el mismo proceso se reflejó en el ascenso de Donald Trump desde el submundo financiero al cargo de presidente de Estados Unidos.

Pero ahora hay indicios de que la crisis del imperialismo estadounidense ha entrado en una nueva etapa. En su famosa polémica Anti-Dühring, Frederick Engels abordó directamente la “teoría de la fuerza” propuesta por Eugen Dühring, que sostenía que el poder militar, no los desarrollos económicos subyacentes, era la fuerza impulsora del desarrollo histórico.

El desarrollo económico del capitalismo, explicó Engels, estaba conduciendo a la sociedad burguesa hacia la “ruina o la revolución”. Pero si la burguesía creía que podía recurrir a la fuerza para salvarse de un derrumbe económico, estaba siendo objeto del engaño de que las “consecuencias económicas de la máquina de vapor y la maquinaria moderna impulsada por ella, del comercio mundial y de los desarrollos de la banca y el crédito de la actualidad, pueden ser eliminados por ellos con armas Krupp y rifles Mauser”.

Cambiando lo que hay que cambiar a la luz del desarrollo de la tecnología militar y los procesos económicos y financieros cada vez más complejos e interconectados de la actualidad, las declaraciones de Engels no han perdido nada de su relevancia.

En medio de la debacle militar en Afganistán, continúan acumulándose los indicios de un colapso financiero, desviados por los rescates masivos de 2008 y 2020. Todos los días aparecen noticias de las alturas de la especulación.

En medio de nuevos máximos históricos en Wall Street, la especulación desenfrenada de las criptomonedas y el aumento de los precios de la vivienda, esta semana comenzó con informes de lo que el Financial Times llamó “un verano frenético de acuerdos” que había puesto la actividad de fusiones y adquisiciones en camino a un récord este año. Prometía superar los 4,3 billones de dólares que alcanzó en 2007, en vísperas de la crisis financiera mundial. Esta nueva manía de las fusiones estaba siendo impulsada por los bajos costos de endeudamiento y los billones de dólares en las arcas de los grupos de capital privado.

En otro indicio del frenesí financiero, el Wall Street Journal informó que el rendimiento de los bonos corporativos estadounidenses de grado especulativo cayó a un 3,53 por ciento, más de un punto porcentual por debajo de lo que había alcanzado en cualquier momento antes de la pandemia de COVID-19.

La semana pasada, la Autoridad Europea de Valores y Mercados (ESMA) entregó un importante informe en el que decía: “Esperamos seguir viendo un período prolongado de riesgo para los inversores institucionales y minoristas debido a más correcciones del mercado, posiblemente significativas, y de muy altos riesgos en todo el ámbito de la ESMA”.

Estos indicadores, junto con muchos otros, apuntan al estallido de una gran crisis, pero que se está desarrollando en condiciones transformadas.

A pesar de las garantías del presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, y otras autoridades financieras de que el actual aumento de la inflación, de entre el 4 y el 5 por ciento en los EE.UU. y en Europa de más del 3 por ciento, es transitorio, existe una creciente preocupación de que se esté afianzando. Si ese es el caso, eliminará uno de los pilares clave del régimen de tasas de interés ultrabajas que ha sostenido a los mercados financieros durante las últimas tres décadas.

La lucha por el poder de la clase trabajadora

Un factor aún más significativo para los mercados financieros es la creciente ola de militancia de la clase trabajadora en los Estados Unidos y en otros lugares, que está entrando en conflicto directo con las burocracias sindicales y amenaza con poner fin de manera decisiva a la supresión de la lucha de clases, que ha sido un factor clave en el atracón especulativo.

Marx muy claramente señaló una vez que todas las contradicciones económicas del capitalismo se resuelven en última instancia en la lucha de clases. La clase obrera debe hacer un balance de la situación actual y sacar las conclusiones políticas necesarias.

Si bien Biden apeló a los sentimientos pacifistas en su retirada de Afganistán, esto no significa que el peligro de guerra haya retrocedido. Al contrario, está aumentando. Esto se debe a que, como dejó en claro Biden, la retirada de Afganistán se llevó a cabo para centrar la atención en los preparativos de guerra contra China, cuyo ascenso económico es considerado por todas las facciones de la clase dominante estadounidense como una amenaza existencial al imperialismo estadounidense que debe contrarrestarse a toda costa.

La crisis del COVID-19 ha proporcionado una advertencia de cómo la clase dominante enfrentará una crisis económica. Responderá con la misma crueldad, insistiendo en que las ganancias y la “salud” de los mercados financieros tienen prioridad sobre todo lo demás, incluida la vida misma.

La estrategia de la clase dominante se vuelve cada vez más desesperada. Pero tiene una estrategia: colocar todo el peso de la creciente crisis del sistema de ganancias sobre las espaldas de la clase trabajadora por cualquier medio necesario, incluidas las formas de gobierno autoritarias y fascistas.

En consecuencia, la clase obrera debe desarrollar su propia perspectiva independiente, elaborada hasta el final y desarrollada a través de una lucha contra los aparatos sindicales. El núcleo de esta estrategia es la lucha política por tomar el poder en sus propias manos con el fin de derrocar al anticuado y destructivo sistema capitalista y comenzar la reconstrucción de la sociedad sobre bases socialistas a escala internacional.

(Publicado originalmente en inglés el 7 de septiembre de 2021)

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