Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) anunció el martes que casi el 60 por ciento de la población estadounidense ha contraído el COVID-19 al menos una vez hasta fines de febrero, tras la ola más reciente impulsada por la subvariante BA.1 de ómicron. Incluso esta impactante cifra fue superada por el 75 por ciento de niños y adolescentes que se habían infectado al menos una vez hasta ese momento.
Esta es una catástrofe de salud pública sin precedentes en la historia estadounidense. No es un desastre “natural”, sino el producto de una política deliberada de contagios masivos llevada a cabo inicialmente por el Gobierno de Trump y ahora por el Gobierno de Biden. El Partido Republicano y luego el Partido Demócrata demostraron su carácter de clase al sacrificar a millones de personas —y contando— para proteger las operaciones de las empresas estadounidenses y garantizar que no se interrumpiera el flujo de ganancias para la oligarquía capitalista estadounidense.
Durante el mismo periodo en el que el COVID-19 mató a un millón de personas e infectó a 200 millones, el mercado de valores se disparó hasta alcanzar niveles récord y las fortunas de la aristocracia financiera aumentaron hasta alcanzar proporciones inimaginables. La riqueza de los milmillonarios estadounidenses aumentó en más de un 70 por ciento, hasta superar los 5 billones de dólares. Ambos resultados, las muertes masivas y la riqueza sin precedentes, están inextricablemente unidos. El toque de Midas en Wall Street ha convertido el sufrimiento y la muerte a nivel masivo en oro.
Y el SARS-CoV-2 no ha terminado su trabajo mortal ni está cerca de hacerlo. Gracias al fin de efectivamente todas las medidas de mitigación, el regreso a la “normalidad” en los lugares de trabajo, escuelas, centros comerciales, reuniones sociales, viajes masivos y eventos en estadios masivos, y la eliminación de la mascarilla y otras formas limitadas de protección, el virus se está haciendo de un suministro prácticamente ilimitado de nuevas víctimas y nuevas oportunidades para mutar.
Hay 100 millones de estadounidenses sin ninguna dosis, 130 millones vacunados pero sin dosis de refuerzo y otros 100 millones cuyas dosis de refuerzo están perdiendo rápidamente su eficacia. Estos grandes y variados grupos de víctimas potenciales proporcionan las condiciones óptimas para un virus que muta rápidamente en respuesta a los cambios en las condiciones. El SARS-CoV2 ha recibido una invitación, no solo para afianzarse como un factor permanente en la vida humana, sino para desarrollar nuevas variantes que sean más infecciosas, más resistentes a las vacunas y más letales.
Un elemento especialmente cruel de la política de dar rienda suelta al virus es su impacto en los niños y adolescentes. La tasa de infección del 75 por ciento demuestra que la reapertura de las escuelas con clases presenciales convirtió al sistema educativo en un motor principal de la propagación de la pandemia, como advirtieron el WSWS y muchos profesores de base. No es improbable que los niños contraigan el COVID-19, como lo afirmaron falsamente tanto Trump como Biden, sino que son igual o quizás más susceptibles a la mortal enfermedad.
Más de 1.500 niños han muerto ya en Estados Unidos a causa del COVID-19. La pandemia solo inicia su tercer año y se estima que el COVID persistente, el término que engloba las consecuencias prolongadas tras la infección como daños en el cerebro, el corazón, los pulmones y otros órganos vitales, pueda afectar al 30 por ciento de los casos. ¿Quién autorizó al Gobierno a realizar un experimento médico de proporciones tan terribles en niños inocentes?
El informe de los CDC indica que hubo una aceleración fenomenal de infecciones durante la ola de ómicron. Durante la ola de delta, que comenzó hace un año y alcanzó su punto álgido en el otoño, las nuevas infecciones en Estados Unidos representaron en promedio del 1 al 2 por ciento de la población estadounidense al mes (entre 3,3 y 6,6 millones de casos). Pero durante los tres meses que terminaron en febrero de 2022, se produjeron unos 80 millones de nuevos casos, más de 25 millones de casos al mes. Se calcula que entre los nuevos infectados hubo 21 millones de niños.
A pesar de los intentos de caracterizar la variante ómicron como leve, ya representa casi 1 de cada 5 muertes por COVID-19. Y ahora que la subvariante original BA.1 de ómicron ha sido suplantada por la BA.2, que es más infecciosa y potencialmente más virulenta, se prevé una nueva ola de la pandemia. Al parecer, una infección por BA.1 genera poca o ninguna inmunidad frente a una nueva infección por BA.2.
Ante estos sombríos datos, el Gobierno de Biden sigue adelante con la política de contagios masivos, que en su día se describió bajo el Gobierno de Trump como la búsqueda de la “inmunidad colectiva” y que ahora lleva otra etiqueta: endemicidad, o “vivir con el virus”. Mientras que Trump abogaba por remedios curanderos como la ivermectina y la hidroxicloroquina, la Casa Blanca de Biden simplemente ha abandonado cualquier pretensión de que se pueda o deba prevenir el contagio.
El Dr. Ashish Jha, el recién instalado coordinador de la respuesta a la pandemia de la Casa Blanca, lo declaró abiertamente en su primera rueda de prensa el martes, diciendo: “Va a ser difícil garantizar que nadie contraiga el COVID en Estados Unidos. Ni siquiera es un objetivo de las políticas”. Ningún reportero de la Casa Blanca cuestionó esa afirmación, ya que los medios corporativos aceptan la premisa de que la prevención es imposible, e incluso indeseable.
El Dr. Anthony Fauci, el principal asesor de Biden sobre la pandemia, dijo el mismo día que Estados Unidos está ahora “fuera de la fase pandémica” tras aclamar que las muertes diarias cayeron de 3.000 en enero a un promedio de 300 al día la semana pasada. “Creo que estamos pasando a la fase endémica”, dijo, utilizando un término que implica que el COVID-19 se ha convertido en una característica permanente y aceptable de la vida estadounidense.
En un paso más en la campaña para “normalizar” el COVID-19, el propio Biden parece estar cortejando deliberadamente con una infección, a sabiendas de que corre poco peligro personalmente con los inmensos recursos médicos que dispone la Casa Blanca, incluido el antiviral Paxlovid y otras terapias. Después de que la vicepresidenta Kamala Harris diera positivo, no hubo ningún cambio en la agenda de Biden, y los asistentes de la Casa Blanca se esforzaron por sugerir que no estaban excesivamente preocupados por el posible impacto de una infección en el presidente de 79 años.
Las acciones aparentemente imprudentes de Biden incluyen dar un discurso durante un servicio conmemorativo para la exsecretaria de Estado, Madeleine Albright, el miércoles en la Catedral Nacional, que estaba repleta de funcionarios de luto. El presidente también tiene previsto asistir a la cena anual de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca el sábado por la noche, junto con unos 2.600 funcionarios, periodistas y otras personas en el salón de baile de un hotel ubicado en el sótano. En la cena del Gridiron Club del mes pasado, similar pero más reducida, más de uno de cada diez asistentes contrajo COVID-19.
Estados Unidos lidera el mundo en muertes por COVID-19, a pesar de ser el país más rico del mundo y preeminente en tecnología médica. Esto se debe a que la población estadounidense tiene menos garantías sociales, incluyendo el acceso a la salud, que cualquier otra sociedad industrializada, y la clase dirigente tiene menos límites. Pero la imprudencia y la criminalidad de la respuesta de la oligarquía financiera estadounidense a la pandemia del COVID-19 no han hecho más que marcar la pauta para las clases dominantes capitalistas de todo el mundo.
El número de muertos por COVID-19 en Europa se acerca a los 2 millones. Unos 1,7 millones han muerto en América Latina, donde las tasas de mortalidad en México, Brasil, Perú y otros países rivalizan o superan las de EEUU. En el subcontinente indio han muerto millones incontables de personas, solo disimuladas por la negativa de los Gobiernos de derecha, como el de Narendra Modi en Nueva Delhi, a contabilizar las víctimas. Hay nuevos brotes enormes en Indonesia, Corea del Sur y Australia. En Sudáfrica ha habido víctimas masivas, y la pandemia sigue extendiéndose también por el resto del continente.
Solo en China se ha hecho un esfuerzo serio para llevar a cabo una política científicamente fundamentada de cero contagios. Como resultado, ha habido menos de 5.000 muertes en un país de 1.400 millones de personas desde que comenzó la pandemia en diciembre de 2019. La mayoría de ellas se produjeron en los primeros cuatro meses, antes de que se comprendiera plenamente la naturaleza de la infección.
El COVID-19 se ha comparado en ocasiones con la epidemia de influenza tras la Primera Guerra Mundial, que se cobró más vidas, unos 50 millones, que la espantosa matanza de la propia guerra. Es posible que la actual pandemia preceda al estallido de otra guerra mundial, en lugar de seguirla. Pero hay una clara conexión: la misma clase dirigente que acepta e incluso alienta la muerte de millones de personas en la pandemia no se echará atrás ante la posibilidad de que decenas o incluso cientos de millones mueran en una Tercera Guerra Mundial por un conflicto nuclear.
Este último hito de la pandemia de coronavirus se produce solo unos días antes del Mitin del Primero de Mayo convocada por el WSWS y el Comité Internacional de la Cuarta Internacional, y subraya la justificación para este evento. La clase obrera se enfrenta a una lucha globalmente interconectada por sus derechos democráticos y sociales e incluso por su supervivencia física. Esto solo puede avanzar en forma de una lucha conscientemente revolucionaria por el socialismo y el derrocamiento del sistema capitalista, la causa subyacente de la guerra, la enfermedad y todos los demás males sociales.
(Publicado originalmente en inglés el 27 de abril de 2022)
