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Perspectiva

La adulación a Isabel II: la burguesía celebra el principio de monarquía

Ha pasado más de una semana desde que la reina Isabel II falleció a los 96 años; sin embargo, las ceremonias siguen dominando la cobertura en los medios como si fuera un evento mundial.

Los programas vespertinos dedican la mayor parte de su tiempo al aire a su cuerpo inmóvil y toda clase de galimatías sobre la muerte real. Los programas matutinos están repletos de encomio y hagiografía, presentando a Isabel II como un ícono para las mujeres, la mano firme en el timón del Estado británico y un símbolo de decencia y civilidad en un mundo desalmado.

Personas miran pasar el cortejo fúnebre de la reina Isabel en ruta de la catedral de Saint Giles en Edimburgo al aeropuerto de Edimburgo, 13 de septiembre de 2022 (AP Photo/Petr Josek) [AP Photo/Petr Josek]

¿A qué se debe tal adulación? La única contribución de Isabel fue vivir tanto tiempo. No fue una figura de relevancia histórico-mundial; es difícil imaginarse a alguien con una importancia histórica menor. Provista de riquezas incalculables por accidente de nacimiento, vivió casi un siglo y aún así estuvo protegida de todo lo que realmente ocurrió en el siglo.

Es inquietante la cola de ocho kilómetros para ver su ataúd a lo largo del banco sur del río Thames. Se estima que tres cuartos de millón de personas esperarán 22 horas para poder caminar al lado de sus restos. El gran significado que se le da a la muerte de una mujer que nunca contribuyó nada a nadie es una muestra del vacío general y la superficialidad de la vida pública en las últimas décadas. Aquellos en fila para ver su cuerpo quizás piensen que eso los permita presenciar la historia, pero al final solo encontrarán el pasado.

Al igual que su vida, todo el espectáculo de su muerte, desde su partida de Balmoral hasta la bendición del coro de niños en Westminster, es irreal. La realidad es dura y entraña una crisis. La clase obrera británica se enfrenta a un alza impactante de precio. La luz aumentó diez veces. La mitad de la población quizás no pueda tener una calefacción adecuada este invierno.

Este irreal espectáculo no tiene nada que ver con la muerte de una pequeña y encorvada adulta mayor, sino tiene todo que ver con la institución real en la que estaba incrustada y el principio monárquico que encarnaba.

La clase capitalista enterró a los fantasmas de sus ancestros republicanos hace mucho. Ante crisis sociales y políticas sin precedentes, se vuelcan a la aristocracia y el autoritarismo como bastiones para defender sus privilegios y perciben la monarquía como una forma institucional de sus aspiraciones de clase.

La monarquía es una institución de colosal estupidez, vestigios barbáricos de un pasado feudal. Su continuidad es una vergüenza para la humanidad. Arraigado en la herencia y afianzado a través de endogamia, matrimonios consanguíneos y reclamos de un derecho divino, el principio monárquico consagra la desigualdad como el porvenir fundamental e inalterable para la humanidad y hace valer este futuro por medio del poder autocrático.

Los reyes y reinas entronizados por este principio están atrofiados por algo más que la hemofilia y la mandíbula de los Habsburgo. Su función social infunde en su linaje la reacción más concentrada. Isabel II era prima de los Románov zaristas; su tío simpatizante del nazismo, el rey Eduardo VIII, abdicó en 1936 y se dirigió a Alemania con su esposa simpatizante del nazismo para saludar a Adolf Hitler.

La familia real está marcada por el tipo de escándalos que se producen entre quienes disponen de una gran cantidad de dinero no ganado y de tiempo libre. Su hijo, el príncipe Andrés, vendió armas a regímenes autocráticos y pagó 12 millones de libras para encubrir su papel en el tráfico sexual de niñas menores de edad con Jeffrey Epstein. Su nieto, el príncipe Harry, solía vestirse con trajes nazis.

Fue en desafío al principio monárquico que la Declaración de Independencia estadounidense afirmó: “Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador con ciertos Derechos inalienables, que entre ellos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”.

Esta concepción impulsó la Revolución estadounidense. El panfleto de Thomas Paine, Sentido Común, que el historiador Gordon Wood calificó como “el panfleto más incendiario y popular de toda la época revolucionaria”, atacó directamente no solo a Jorge III, sino a la propia existencia de la monarquía, escribiendo:

En Inglaterra, un rey tiene muy poco que hacer salvo hacer la guerra y regalar territorios; lo que, en términos sencillos, es empobrecer a la nación y aglutinarla por las orejas. Un bonito negocio para un hombre al que se le permiten ochocientas mil libras esterlinas al año, y al que se le rinde culto. Un hombre honesto tiene más valor para la sociedad y ante los ojos de Dios que todos los rufianes coronados que hayan existido.

El Artículo I, Sección 9, Cláusula 8 de la Constitución de los Estados Unidos codificó este principio para la nueva nación: “Ningún título de nobleza será concedido por los Estados Unidos”.

La inmensa riqueza que se ha concentrado en manos privadas a partir de la explotación y la desigualdad y la interminable expansión del imperio han acabado con cualquier rastro de esos sentimientos democráticos en la élite gobernante estadounidense. Ya no prefieren, en la frase de Milton, “la dura libertad antes que el fácil yugo de la pompa servil”. Buscan defender sus intereses mediante un gobierno autocrático y ven con buenos ojos el principio de la monarquía.

Por orden del presidente Biden, las banderas de Estados Unidos fueron deferentemente colocadas a media asta durante 12 días por la reina fallecida. Isabel II está separada de Jorge III por algunas generaciones; Biden está separado de Jefferson por un abismo histórico insalvable.

La esencia del imperio es la autocracia; no tiende al gobierno democrático. Washington emprende guerras, da golpes de Estado, bombardea pequeños países hasta dejarlos en la Edad de Piedra sin tomar en cuenta ni la vida humana ni la opinión del pueblo estadounidense. El capitalismo ha producido niveles de desigualdad y miseria social sin precedentes en todo el mundo, incluso en su núcleo, en Estados Unidos. El imperialismo, en palabras de Lenin, es “la reacción en toda la línea”. Incluso las pretensiones de democracia ya no pueden sostenerse.

En los últimos seis años hemos sido testigos de las élites gobernantes de todo el mundo hacia formas de gobierno abiertamente autocráticas y dictatoriales a medida que la crisis social y política se ha agudizado y ha dado paso a la agonía. Esto es lo que alimenta la adulación desenfrenada de los medios de comunicación estadounidenses hacia la reina muerta y su corona. Una crisis política sin precedentes atenaza a Estados Unidos. La idea de un sistema monárquico, de un jefe de Estado autocrático que está por encima de todo conflicto, tiene un poderoso atractivo para la asediada burguesía.

Los medios de comunicación dan voz a estos anhelos y los alistan para el consumo popular. La frase de J.A. Hobson, que escribía sobre el imperialismo a principios del siglo veinte, es adecuada: “el servilismo altanero, la admiración por la riqueza y el rango, los corruptos vestigios de las desigualdades del feudalismo”. Los deferentes y serviles comentaristas en la televisión cultivan estos rasgos. A menudo disfrazado de progresista por la política de identidades, el principio monárquico se glorifica en todas partes, desde Wakanda y Beyoncé hasta Downton Abbey.

La incesante adulación a la reina muerta es alucinante. Resulta tentador agazaparse y capear el temporal de la estupidez. Sin embargo, hay que tomarla en serio, porque es una advertencia.

El capitalismo no puede desempeñar ningún papel progresista en el desarrollo humano, pero la podredumbre que engendra es capaz de producir toda forma de reacción. Buscando desesperadamente asegurar su posición social, la burguesía está recurriendo a formas autocráticas de gobierno. Al servicio de este fin, están rehabilitando una de las concepciones más atrasadas de la historia, el principio de la monarquía.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 16 de septiembre de 2022.)

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