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Las retiradas del régimen afgano exponen la crisis del imperialismo estadounidense

Las retiradas de las fuerzas del régimen afgano a manos de la insurgencia talibán han desencadenado una serie de recriminaciones amargas en los círculos gobernantes estadounidenses en torno al tema de “¿Quién perdió Afganistán?”. El lunes, el Wall Street Journal publicó un editorial que tildó la salida de EE.UU. una “debacle” y alegó que el Talibán logró avances porque “Biden ignoró los consejos del ejército y se retiró de manera tan descabellada y sin ningún plan como para prevenir un desastre”.

Los Talibanes en la ciudad de Kunduz al norte de Afganistán, 9 de agosto de 2021 (AP Photo/Abdullah Sahil)

Pero una catástrofe militar de esta magnitud no se puede atribuir a la falta de un “plan”. La realidad es que el imperialismo estadounidense está pagando el precio de dos décadas de crímenes contra el pueblo afgano a lo largo de cuatro Gobiernos sucesivos, tanto demócratas como republicanos. En total, enviaron tres cuartos de un millón de tropas estadounidenses a Afganistán para librar una mugrienta guerra de estilo colonial que se cobró, según sus estimados conservadores, al menos 175.000 vidas civiles. El resultado de esta matanza masiva, aterrorizando a la población con la amenaza ubicua de bombardeos, ataques con drones, allanamientos nocturnos y la tortura sistemática de los detenidos, tan solo logró expandir las filas de la insurgencia.

En cuestión de apenas una semana, el Talibán ha tomado seis capitales provinciales. El viernes, capturaron Zaranj, cerca de la frontera con Irán, y Sheberghan en el norte. El domingo tomaron otras tres capitales: Kunduz, el centro comercial del norte del país, así como Sar-i-Pul y Taloqan. El lunes, los oficiales locales confirmaron que la insurgencia asumió el dominio pleno de la Ciudad de Aybak, la capital de la provincia de Samgan, que regula la principal autopista entre la capital de Kabul y las provincias del norte del país.

Los combates urbanos en curso han reducido el control del régimen patrocinado por EE.UU. en Kabul a un puñado de vecindarios y, en algunos casos, a meras cuadras en otras capitales asediadas, incluyendo Lashkar Gah, la capital de la provincia de Helmand, y la Ciudad de Kandahar en el sur. También hay combates encarnizados en marcha en Herat y Mazar-i-Sharif, la ciudad más grande en el norte de Afganistán.

Miles de fuerzas de defensa leales al régimen patrocinado por EE.UU. en Kabul se han rendido a los talibanes o depusieron las armas y sus uniformes. En algunos casos, desertaron y se unieron a la insurgencia. El Talibán ha insistido, en la mayoría de los casos, que ha podido negociar la rendición de distritos y ciudades enteras sin combates.

Dondequiera que ha habido alguna resistencia a los insurgentes, como en Lashkar Gah y otras ciudades asediadas, ésta ha dependido fuertemente de los bombardeos de aviones de guerra estadounidenses que operan “desde más allá del horizonte”. Esto ha incluido el uso de bombarderos estratégicos B-52 desde la base aérea Al-Udeid en Qatar, jets de caza F/A-18 Super Hornet desde el portaaviones nuclear USS Ronald Reagan desplegado en el mar Arábigo y cañoneros AC-130 Specter.

El uso de esta fuerza aérea contra áreas urbanas densamente pobladas inevitablemente resultará en una sangrienta cifra de bajas civiles. En Lashkar Gah, las bombas estadounidenses destruyeron una clínica y una escuela, mientras que los oficiales reportaron 20 muertes civiles en 48 horas. Los oficiales de seguridad afganos, mientras intentan minimizar la pérdida de control del Gobierno, han procedido a celebrar los recuentos de cadáveres de los bombardeos, afirmando que están muriendo cientos de combatientes talibanes. No se conoce cuántos cuerpos de civiles están siendo incluidos en estos totales.

Las razones del éxito de los talibanes se pueden entender en el historial de la ocupación estadounidense de la ciudad más grande que la insurgencia tomó en las últimas semanas, Kunduz, con una población de casi 350.000.

En 2001, poco después de la invasión estadounidense, las fuerzas talibanes en Kunduz se rindieron a las fuerzas especiales estadounidenses y a una milicia leal al caudillo y general Rashid Dostum, quien los metió en contenedores de metal y los transportó a Sheberghan, el bastión de Dostum. La mayoría de los 2.000 prisioneros se sofocó dentro de los contenedores y los sobrevivientes fueron ejecutados a tiros.

En 2009, un oficial alemán solicitó un bombardeo militar estadounidense contra una multitud en la provincia de Kunduz que estaba extrayendo gasolina de dos camiones cisterna atrapados en un cruce de río. Las bombas estadounidenses de 225 kg incineraron al menos a 142 civiles.

Y en 2015, un cañonero estadounidense AC-130 convirtió lenta y deliberadamente en ruinas un hospital civil administrado por Médicos sin Fronteras (MSF) en Kunduz, matando al menos a 42 pacientes y personal médico e hiriendo a muchos más.

Nadie ha sido castigado por ninguno de estos crímenes, pero ciertamente no han sido olvidados por los supervivientes ni por los familiares, amigos y vecinos de las víctimas.

El régimen que estos crímenes pretendían defender nunca ha sido más que una marioneta de la ocupación estadounidense y una cleptocracia corrupta, que enriquece a una capa de políticos, señores de la guerra y sus compinches mediante la malversación de la ayuda estadounidense.

En una conferencia de prensa celebrada el mes pasado, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, defendió su decisión de ordenar la salida de todas las tropas estadounidenses, salvo un puñado, de Afganistán para finales de este mes y negó enérgicamente que existiera alguna similitud entre la debacle de Afganistán y la de Vietnam en 1975. “No son ni remotamente comparables en términos de capacidad”, dijo. “No va a haber ninguna circunstancia en la que se vaya a ver a gente siendo sacada del tejado de una Embajada de Estados Unidos desde Afganistán”.

Washington y Londres les dijeron a sus ciudadanos durante el fin de semana que salgan en el primer vuelo disponible de Afganistán, según se producen tiroteos en las calles de Kabul. Con ello, las garantías de Biden suenan cada vez más huecas.

En Vietnam, las fuerzas norvietnamitas y del Frente de Liberación Nacional tardaron más de dos años en tomar Saigón tras la retirada de las tropas estadounidenses. En Afganistán, el “peor escenario” de las agencias de inteligencia estadounidenses, según el cual Kabul caería en tres meses tras la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, empieza a parecer demasiado optimista.

Una debacle de esta envergadura pone en duda la supervivencia no solo del régimen de Kabul, sino también del de Washington. El colapso en Afganistán forma parte de la implosión de toda una política llevada a cabo por el imperialismo estadounidense a lo largo de más de tres décadas.

Tras la disolución de la Unión Soviética por parte de la burocracia estalinista en 1991, la clase dominante estadounidense llegó a la conclusión de que nada se interpondría en su camino para emplear el abrumador poderío militar del imperialismo estadounidense con el fin de revertir la prolongada erosión de la posición económica mundial de Washington e imponer la hegemonía estadounidense en zonas estratégicamente vitales del planeta. Desde la primera guerra del golfo Pérsico y las intervenciones estadounidenses en la antigua Yugoslavia en la década de 1990, Washington ha estado en guerra desde entonces.

La invasión estadounidense de Afganistán en octubre de 2001, lanzada bajo el pretexto de vengarse por los atentados del 11 de septiembre, se había preparado mucho antes del derrumbe de las Torres Gemelas. El objetivo estratégico de la guerra no era la destrucción de Al Qaeda, un monstruo de Frankenstein creado por la guerra orquestada por la CIA contra las fuerzas soviéticas en Afganistán en la década de 1980. Más bien se libró para proyectar el poder militar de Estados Unidos en el centro y el sur de Asia, tomando el control de un país que limita no solo con las antiguas repúblicas soviéticas ricas en petróleo de la cuenca del Caspio, sino también con China e Irán.

Bajo el lema de la “guerra contra el terrorismo” o lo que George W. Bush describió como “las guerras del siglo veintiuno”, Washington se arrogó el derecho a invadir cualquier país que percibiera como una amenaza para sus intereses globales. En menos de dos años desde la invasión de Afganistán, el ejército estadounidense fue enviado a una guerra en Irak basada en mentiras sobre inexistentes “armas de destrucción masiva”. Las guerras de cambio de régimen, lanzadas bajo la hipócrita bandera de los “derechos humanos”, se libraron tanto en Libia, el país con las mayores reservas de petróleo de África, como en Siria.

Al tiempo que mataban y mutilaban a millones de personas, convertían a decenas de millones más en refugiados y diezmaban sociedades enteras, estas guerras han fracasado en la consecución de los objetivos hegemónicos de Washington, a la vez que han producido debacles similares a la que ahora se desarrolla en Afganistán.

Lejos de frenar el crecimiento del militarismo estadounidense, las debacles producidas por la “guerra contra el terrorismo” solo dieron paso al cambio de la estrategia global de Estados Unidos hacia el “conflicto de grandes potencias”, en primer lugar, con China y Rusia, que cuentan con armas nucleares. La salida de Afganistán no se llevó a cabo para poner fin a la guerra más larga de Estados Unidos, sino para trasladar los recursos del Pentágono al mar de China Meridional, a Europa del este y al Báltico.

Lo que está detrás de la erupción del militarismo estadounidense y la creciente amenaza de una tercera guerra mundial es la crisis insoluble del capitalismo estadounidense y mundial, que encuentra su expresión más aguda en la política de “inmunidad colectiva” y de asesinato social llevada a cabo por las clases dominantes en Estados Unidos e internacionalmente en respuesta a la pandemia del COVID-19. El implacable afán de lucro a costa de la vida humana ha puesto al descubierto la irreconciliable contradicción entre el capitalismo y las necesidades de las masas trabajadoras de todo el mundo, provocando al mismo tiempo una intensificación de la lucha de clases.

Esta lucha de la clase obrera en Estados Unidos y a nivel internacional es la base objetiva de un movimiento contra el impulso bélico del imperialismo estadounidense y mundial. La necesidad más urgente es la de una dirección revolucionaria que pueda armar este movimiento con una perspectiva socialista e internacionalista. Esto requiere la construcción de secciones del Comité Internacional de la Cuarta Internacional en todos los países.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 9 de agosto de 2021)