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España y la lucha contra la inmigración a la Europa Fortaleza

La entrada de España en la Unión Europea supuso un vuelco fundamental en el trato otorgado por nuestro país a los ciudadanos provenientes de países de fuera del área geográfica del capitalismo avanzado. El PSOE popularizó -dado su carácter presuntamente de izquierdas- ideas tan reaccionarias como la bondad del dinero fácil. Un ministro de Hacienda socialista llegó a declarar en rueda de prensa que España era -en aquel momento- el país del mundo en que más dinero podía hacerse en menos tiempo. La complicidad con el imperialismo yanqui se convirtió en sinónimo de modernidad. Felipe Gonzalez no se contentó con anclar definitivamente a España en la OTAN, sino que nos hizo cómplices de la Matanza del Golfo y llegó a declarar, en plan Tío Tom (Mark Twain) que prefería morir en Manhattan que vivir en Moscú. En cuanto a su presunto europeismo, se impuso la concepción de Europa como una especie de huida hacia delante, con la que hacer tabla rasa del pasado nacional, sumergiéndonos en el mito europeista. Algo así como “si nos aceptan es porque ya no somos como éramos - feos, bajitos y morenos- sino como son ellos: guapos, rubios y millonarios”. El resultado de esta política lo estamos viviendo hoy en día: la corrupción, convertida en elemento esencial de la vida democrática, la oligarquización del poder político, y la extensión de un sentimiento general de descreimiento ciudadano y salvajismo en la vida cotidiana, sometida gracias al ímprobo trabajo de los socialistas al imperativo categórico del capitalismo: la ley del más fuerte.

Probablemente es esta la peor herencia del período en que el Partido Socialista estuvo en el poder (1982-1996): la destrucción del capital político de la izquierda, basado en la promoción de valores éticos incompatibles con el capitalismo y hoy en día ‘caducos’, como la solidaridad o el internacionalismo. En su feroz carrera por ser aceptado en el Club de los Ricos, el PSOE no tuvo reparo en traicionar la memoria histórica de España, país de emigrantes desde el comienzo de la Revolución Industrial, asumiendo con entusiasmo el papel de gendarme de la frontera sur europea. En 1985 se aprobó la Ley de Extranjería, instrumento que con modificaciones cosméticas forzadas por la protesta de diversas organizaciones sociales y sindicales, sigue siendo el brazo legal que permite la persecución sistemática de la inmigración. El Acuerdo de Schengen reforzó este papel de Policía de Fronteras Europeo al implementar simultáneamente la supresión de las fronteras intracomunitarias y la conversión en Fortaleza de las fronteras exteriores de la Unión Europea. Desde entonces, el Estrecho de Gibraltar se ha convertido en la tumba de un número indeterminado (tal vez miles) de inmigrantes, sometidos al tráfico humano de los contrabandistas de mano de obra. Estos les cobran dos o tres mil dólares por cruzar el Estrecho en míseras embarcaciones sobrecargadas (Pateras), que sueltan su carga humana al llegar a la orilla Norte. Si consiguen sobreponerse a las fuertes corrientes del Estrecho y no son arrolladas por el intenso tráfico de barcos, todavía han de conseguir eludir el cerco del Servico de Vigilancia Aduanera en el mar y la Guardia Civil una vez en tierra. Todo por el dudoso privilegio de ocupar un improbable puesto de trabajo en la economía sumergida de la Unión Europea, sometidos a la doble explotación derivada de su condición de clase y nacionalidad.

La posición española en la ‘vanguardia’ de la lucha contra la inmigración a la Europa Fortaleza es aún más chocante si se considera la existencia de dos ciudades de soberanía española, Ceuta y Melilla, en la costa norteafricana, enclavadas dentro del territorio marroquí, y que se han convertido en sumideros humanos donde refluyen los inmigrantes que intentan entrar en Europa. Los sucesivos gobiernos de la democracia se han negado a emprender ninguna medida encaminada a facilitar la transición de estas dos reliquias coloniales a su inevitable final, la soberanía de Marruecos, ante la advertencia expresa del Ejército y los sectores más reaccionarios de la sociedad española. A pesar del doble control, militar y policial, y del río de dinero gastado en impermeabilizar las fronteras con Marruecos, ambas ciudades soportan un peso creciente del problema de la inmigración, que ha originado frecuentes y cada vez mayores altercados con una población inmigrante, que subsiste en condiciones penosas y desesperada por cruzar el Estrecho como sea. Se han dado casos tan sangrantes como el de los refugiados argelinos que son obligados a volver a su país en guerra para afrontar su destino o el de 103 inmigrantes que tras protagonizar una protesta por las condiciones infrahumanas de su detención fueron embarcados drogados en un avión y expedidos sin el menor reparo a Guinea-Bissau, único país africano que los aceptó a cambio de una bonita suma de dinero. En total, durante 1997 los diversos organismos policiales detuvieron a casi 17.000 inmigrantes clandestinos, únicamente en las provincias andaluzas, Ceuta y Melilla.

El otro gran agujero negro de la inmigración en España es el que protagonizan los ciudadanos latinoamericanos. Irónicamente, estos tenían mucho más fácil el acceso a España bajo la dictadura de Franco, que firmó acuerdos de doble nacionalidad con casi todos ellos. Desde la entrada de España en la Unión Europea las trabas para su acceso a España han crecido al mismo ritmo que el mercado negro de ofertas de trabajo que muchas veces incluye la prostitución obligada.

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