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La Exoneración de los Policías de Nueva York: el Tribunal Sancionan el Asesinato de Amadou Diallo

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Los veredictos de exoneración que se anunciaron el 25 de febrero pertinentes al asesinato policíaco de Amadou Diallo fueron un escándalo, pero nada sorprendentes.

Los cuatro agentes de policía—Sean Carroll, Edward McMellon, Kenneth Boss y Richard Murphy—habían dicho ante el jurado en Albany, Nueva York, que la muerte de Diallo había sido un trágico accidente. Sean Carroll le declaró al jurado que a él le pareció, cuando los agentes vestidos de civiles se le acercaron a Diallo mientras éste estaba parado delante la puerta de su domicilio en el Bronx, que la cartera que el inmigrante de Africa Occidental había sacado de su bolsillo era un pistola. Carroll le advirtió a sus compañeros y reventó la rociada de balas.

El jurado decidió que no se había perpetrado ningún crimen, ni siquiera homicidio involuntario u homicidio a causa de negligencia criminal, en la muerte de este hombre que iba desarmado y no había hecho nada para provocar arresto, para no decir las 41 balas que le dispararon. Evidentemente, la presencia de Amadou Diallo en la calle de un vecindario obrero pobre fue suficiente provocación para los policías, miembros de la Unidad Contra el Crimen Callejero del Departamento de Policía de Nueva York. Era la labor de esta unidad, cuyo lema es “La Noche es nuestra”, llenar cuotas de arrestos y consfiscar armas.

Este fallo tan escandaloso fue producto de preparaciones muy cuidadosas que el sistema jurídico ya había puesto en marcha para asegurar que el jurado llegara al fallo “debido”. El asunto empezó de buenas cuando una comisión de jueces nombrada por una Corte de Apelaciones decidió el diciembre pasado que el juicio de los cuatro policías tenía que trasladarse a Albany, 150 millas al norte de la Ciudad de Nueva York. Los jueces declararon que el enjuiciamiento de los policías no podía llevarse a cabo con imparcialidad en la metrópolis. Perversamente compararon al Bronx a una “sociedad totalitaria” porque, según ellos, la ira contra el abuso policíaco era tan popular que constituía una influencia aplastante para que el fallo fuera de culpabilidad; o sea, el resultado de un “espéctaculo”, no de un juicio. Esta declaración orweliana declaró como semejantes la indignación popular contra la malversación del gobierno y la supresión estatal de los derechos democráticos.

El cambio de jurisdicción fue seguido por el nombramiento del Señor Juez Joseph Teresi, quien presidiría el caso en Albany. Las acciones de Teresi durante las diligencias del juicio fueron casi una orden al jurado para que éste concluyera con un fallo de exoneración. Luego de asegurarse que los miembros del jurado estaban racialmente integrados con tal de que al veredicto final no se le pudiera acusar de racismo, el juez repetidamente anunció, durante las diligencias, fallos que favorecían a la defensa. Esto culminó en instrucciones al jurado que duraron cuatro horas, instrucciones en las que elaboró tres justificaciones legales distintas a favor de la policía. Tan afanado estaba Teresi por exonerar a los policías que le dijo a los miembros del jurado que ellos no podían considerar a los policías culpables si éstos creían que habían tratado de prevenir un robo—a pesar que no había evidencia alguna para corroborar esta aseveración.

Las instrucciones del juez al jurado basadas en la justificación de la auto-defensa dejó bien claro que el punto no era si Diallo había presentado una amenaza para la policía. El jurado, pues, sólo tenía que concluir que los policías habían disparado porque subjetivamente temían que Diallo sí representaba una amenaza, y que cualquier “persona razonable” podía sentir semejante temor. Invitó a los doce hombres y mujeres a “ponerse en el lugar de los agentes”.

El efecto de esta teoría legal fue el de borrar todo criterio objetivo para determinar si se había perpetrado un homicidio, voluntario o no. Los policías declararon que, al Diallo sacar la cartera de sus bolsillos de manera tan frenética, temieron por sus vidas y éso constituía suficiente razón para que fueran exonerados de todo crimen.

Pocas horas después que el jurado presentara su fallo, Juez Teresi, por su propia cuenta, visitó a los abogados de los policías donde éstos se hospedaban. Les expresó su gratitud por la cooperación que le habían brindado y les aseguró que todos siempre serían bienvenidos en su tribunal de Albany. No le expresó la misma gratitud ni al procurador ni a los padres de Diallo.

Las oficinas del Procurador (Fiscal) del Bronx también jugaron un papel clave en los resultados del juicio, pues condujeron un ataque tan débil que al jurado no le quedó otro remedio que pensar que no creían en su propio caso. Los procuradores permitieron que los abogados defensores presentaran la versión policial de la matanza y rehusaron someter a los policías, quienes testificaron individualmente desde el banquillo, a un contrainterrogatorio enérgico.

La fiscalía presentó la causa más abstracta y árida que se pudiera imaginar. No fue hasta el resumen de los puntos sobresalientes del juicio que le suplicaron a los miembros del jurado que se pusieran en el lugar de Diallo enfrentándose a cuatro hombres armados, quienes muy bien le pueden haber parecido ladrones atracadores. Pero lo que más daño causó fue el silencio de los abogados del estado ante la defensa. Rehusarón someter a contrainterrogatorio al último testigo de descargo, perito policial quien dio fe que los policías no eran culpables y que no habían cometido ningún crimen. Los procuradores ni siquiera trataron de refutar el caso de la defensa.

La razón por el comportamiento de los procuradores no es difícil de comprender. A los demandados no se les acusó de haber cometido actos sadistas obviamente no relacionados a investigaciones de acciones policíacas y que son imposibles de absolver basándose en la auto-defensa, tal como sucedió con el apaleamiento y sodomización de Abner Louima en el baño de una jefatura de Brooklyn en 1997, o con la muerte por estrangulación de Anthony Baez luego que su pelota de fútbol rebotara contra un carro patrullero en el Bronx en 1994.

La culpabilidad de estos cuatro policías surge directamente de su labor como miembros de la Unidad Contra el Crimen Callejero. Al alto mando policial, al gobierno del alcalde Rudolph Giuliani, y al resto del establecimiento político se les puede acusar de co-conspiradores de la muerte de Diallo. La campaña furiosa por la ley y el orden durante la última década, inclusive la criminalización de los pobres y la identificación basada en la raza de la juventud negra e hispana, es la causa de este homicidio.

La Fiscalía no iba a desenmacarar su propio papel en los acontecimientos y el sistema que representa. El resultado fue un caso en que el testigo principal había muerto y sus asesinos defendieron su causa sin ninguna oposición.