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Protestas masivas en Brasil por el asesinato de Marielle Franco por parte de un escuadrón de la muerte

La ejecución brutal de Marielle Franco, concejala de la ciudad de Río de Janeiro, en la noche del miércoles 14 de marzo, por parte de hombres armados todavía desconocidos, fue un golpe duro para la mayoría de los brasileños, pero no una sorpresa.

Se produjeron manifestaciones espontáneas masivas en la noche siguiente, y sus participantes culpan al estado de ser el perpetrador, o al menos un cómplice directo.

Franco fue asesinada en una lluvia de 13 balas en el contexto de la toma de control federal sin precedentes del sistema de aplicación de la ley en Río, que el 16 de febrero vio al presidente Michel Temer destituir al secretario regional de Seguridad Pública y otorgar al general Walter Souza Braga Netto, comandante de la división militar oriental, poderes absolutos para anular las decisiones de cualquier funcionario electo relacionadas con la seguridad, incluso para cambiar las regulaciones internas de las agencias de aplicación de la ley.

Rio expresa de forma concentrada todos los dilemas que enfrenta la burguesía brasileña. Con el Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), su economía cambió hacia la extracción de petróleo, refinación y transporte, convirtiéndola en la más afectada al final del auge de los productos básicos y el estancamiento de la actividad económica de las empresas atrapadas en la investigación anticorrupción de Lava Jato. La ciudad sufrió una operación masiva de “limpieza social” de las fuerzas de seguridad contra sus habitantes más pobres durante la organización de la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. En 2016 el estado de Río de Janeiro se declaró en bancarrota.

La intervención militar fue decretada por Temer después de los reclamos fraudulentos e histéricos de los medios corporativos sobre una supuesta ola de crímenes durante el famoso carnaval de Río. Hallazgos posteriores de diarios importantes, como Folha de S. Paulo, mostraron que la tasa de criminalidad durante el carnaval fue en realidad un 35 por ciento menor que en 2016, el pico de la peor crisis económica de Brasil en un siglo.

Marielle Franco, integrante del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), una escisión parlamentaria del PT, estaba en su primer mandato como concejala de la ciudad en la Cámara Municipal de Río, de 51 miembros. Fue elegida en las elecciones municipales de 2016, con 46.000 votos, el quinto voto más grande para cualquier candidato. Antes se había desempeñado durante 10 años como asistente parlamentaria de la principal figura pública del partido en el estado de Río de Janeiro, Marcelo Freixo, quien fue derrotado como candidato a la alcaldía en las elecciones de 2016 por el chovinista cristiano Marcelo Crivella.

La popularidad de Freixo, Franco y, en última instancia, del PSOL en la ciudad de Río, donde el partido tiene el segundo grupo más grande en la legislatura municipal, contrasta con su rol marginal en la política brasileña, y se cultivó sobre todo mediante una crítica a las prácticas brutales de la Policía Militar del estado. Esta crítica conlleva riesgos serios. Freixo se vio forzado a un breve exilio español en 2011, luego de que el departamento de investigaciones de la ciudad admitió haber descubierto no menos de 27 tramas para asesinarlo.

La actividad más prominente de Freixo como representante del estado fue su dirección de una comisión parlamentaria de investigación (CPI) en 2008, revelando la relación de la policía con grupos vigilantes —conocidos como milicias— sobre todo en barrios de clase trabajadora empobrecida en el sector industrial del norte de Río. A esa altura, Franco, que nació y vivió en el complejo de favelas (barrio marginal) de Maré, ya trabajaba con él.

Tras ser elegida en 2016, ella fue nombrada a fines de febrero para encabezar la comisión legislativa de la ciudad encargada de supervisar la intervención federal, de la que había sido una crítica conocida, tanto como activista como observadora cercana, retornando diariamente a Maré, adonde se dirigía el día de su ejecución.

Conocida como militante en política nacionalista y feminista negra —había salido de una reunión feminista negra en el centro de Río en la noche que fue asesinada— ella también había ganado apoyo entre trabajadores de la zona norte, sobre todo por denunciar la violencia policial. Solo cuatro días antes de su ejecución, ella compartió en las redes sociales informes del asesinato policial y desecho de los cuerpos de dos jóvenes en la favela de Acari, que se hizo famosa el año pasado por la muerte de una adolescente de 13 años alcanzada por una bala perdida mientras tomaba agua en el patio de su escuela.

Las últimas publicaciones de Franco en las redes sociales citaron relatos de trabajadores del reino de terror en Acari ejercido por el 41° Batallón Policial de la ciudad, que estaba replicando, ostensiblemente por su cuenta, sin órdenes de oficiales superiores, el perfil individual de los habitantes del barrio realizado por las tropas intervinientes en otras favelas. Se ordenó a los soldados de allí sitiar a las comunidades, y fotografiar y anotar información del carné de identidad de los trabajadores cuando salen para su trabajo en la mañana. El Batallón 41° es el más letal de la ciudad, responsable de un promedio de 100 asesinatos por año, y fue mencionado por Franco como “el batallón de la muerte”.

Si bien las fuerzas de seguridad, incluyendo al jefe de inteligencia de extrema derecha de Brasil, Sergio Westphalen Etchegoyen, han sido unánimes en declarar que Franco fue ejecutada, agentes del estado han tratado de echarle la culpa a narcotraficantes o miembros de milicia s, ampliamente retratados por el gobierno y la prensa como elementos corruptos de las agencias de aplicación de la ley.

Los casquillos de las balas que mataron a Franco fueron rastreados hasta un lote producido para la Policía Militar de Brasil.

El presidente de la Orden de Abogados de Brasil (OAB) en Río, Felipe Santa Cruz, se hizo eco de la opinión de las fuerzas de seguridad luego de una reunión con el general Braga Netto, declarando a Folha de S. Paulo el 15 de marzo: “Está claro que cuando agitas las estructuras de aplicación de la ley, puedes tener una reacción. ¿Por qué no aceptar que el sector afectado por estos cambios, los corruptos, están tratando de desmoralizar al estado brasileño?”.

Luego procedió a comparar la ejecución de Franco con el llamado Atentado de Riocentro, un ataque fallido en un evento del Primero de Mayo de elementos de extrema derecha en el ejército durante el declive de la dictadura militar de Brasil entre 1964 y 1981, apoyada por EUA. Se suponía que se iba a echar la culpa del atentado a guerrillas izquierdistas para contrarrestar la decadencia del gobierno militar, una trama que fracasó cuando la bomba explotó en las manos del soldado encargado de colocarla.

Una analogía mucho más obvia sería con los escuadrones de la muerte que operaron bajo la dictadura, secuestrando, torturando y asesinando a opositores del régimen militar. La represión política llevada a cabo por el ejército fue acompañada por una actividad paralela —respaldada por el gobierno y financiada por las empresas— de policías fuera de servicio y otros para exterminar a los llamados elementos marginados y presuntamente criminales de la población. Esta última actividad nunca cesó.

La línea seguida por Santa Cruz, generalmente considerado por activistas de derechos humanos como un “aliado”, es la más conveniente para las élites gobernantes brasileñas, que se mueven hacia la derecha a un ritmo alarmante, retratando la intervención militar en Río como la única defensa posible de la democracia.

Mientras el presidente Temer apenas llegó a decir, fríamente, que la ejecución es “un ataque a la democracia”, el jefe de inteligencia Etchegoyen declaró al diario principal de la ciudad, Correio Braziliense, que “nuestra inteligencia sería muy estúpida si permitiera un ataque que debilite la intervención ... no tendría sentido matar a una crítica de la intervención con el fin de socavarla”. La línea de Etchegoyen es clara: el ejército no está dispuesto a permitir que la investigación de la muerte de Franco exponga a los agentes del estado como responsables, ya que esto debilitaría la intervención militar en Río.

Cualesquiera que sean los resultados de la investigación de la ejecución de Franco —y no hay razón para creer que habrá alguno creíble— el sistema político será llevado aún más hacia la derecha, en oposición a los derechos sociales y democráticos fundamentales de la clase trabajadora, y más cerca de la dictadura.

El comandante del ejército brasileño, general Eduardo Villas Bôas, declaró a la prensa el 19 de febrero, tres días después del comienzo de la intervención, que los militares necesitarían “garantías para actuar sin el riesgo de ser sometidos a una comisión de la verdad en el futuro”, refiriéndose a la comisión inoperante que, durante el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, del PT, tuvo la tarea de tratar de descubrir los crímenes cometidos bajo la dictadura militar respaldada por EUA.

Franco, en su posición de encabezar un comité supervisor de la intervención militar, habría sido capaz de proporcionar material para una comisión futura de la verdad sobre los crímenes de los militares contra los trabajadores y pobres de Río.

Aunque sirve claramente para intimidar cualquier oposición a la intervención y reforzar los sentimientos más brutos dentro del ejército, la ejecución de Franco está siendo explotada por las fuerzas de seguridad como justificación para una represión aún mayor. Con el argumento de que los únicos posibles sospechosos en su asesinato son criminales —ya sean narcotraficantes o funcionarios del estado corruptos en las milicias tratando de socavar al estado— ellos insisten en que debe profundizarse la intervención militar. La “guerra a las drogas” —el equivalente de América Latina a la “guerra al terror”— exige poderes de emergencia aún mayores para el estado.

Etchegoyen había declarado en agosto de 2017 que temía “una intervención del crimen organizado en las elecciones”, afirmando a G1.com que el fin de la financiación corporativa de las elecciones —dictaminado ese año por la Corte Suprema— “abriría el camino para que el crimen organizado patrocine a candidatos”, lo que significaría “una clara amenaza a la seguridad institucional”. Su interés, según una entrevista de la BBC del 11 de enero con el ex secretario de control de drogas de Brasil, Walter Maierovhitc, sería respaldar a candidatos que “harían tratos para reducir la represión policial en algunas áreas”.

Por lo tanto, la violencia militar será acompañada por una campaña de propaganda estatal masiva que asociará a la oposición política con los intereses más venales—la acusación estándar dirigida contra Franco por la extrema derecha de Brasil. Esto se demostró claramente con las acusaciones hechas por MBL —los principales organizadores de las manifestaciones de derecha a favor del juicio político a la presidenta Dilma Rousseff en 2016— que afirmaron que Franco era amiga de Marcinho VP, un narcotraficante, y que su ejecución había sido parte de una guerra de pandillas.

El giro brusco a la derecha de la burguesía brasileña también se refleja en lo que hasta ahora había sido su partido de gobierno preferido, el PT. Los sindicatos controlados por el PT se habían desmovilizado, cancelando una manifestación nacional el 19 de febrero contra la reaccionaria reforma de las pensiones del presidente Temer, luego de ser retirada debido a la intervención militar en Río. Bajo la constitución brasileña, la suspensión de derechos civiles en parte del país impidió la votación sobre la reforma, que requiere una enmienda constitucional. El PT no vio la necesidad de manifestarse contra la intervención militar en febrero, como no la ve ahora.

La oposición del PT a la toma militar de la segunda ciudad más grande del país es completamente táctica. Teme que el despliegue de tropas para vigilar las favelas debilite la autoridad de los militares.

Los medios alineados con el PT se están moviendo desde las críticas “amistosas” de la intervención, centradas en la “incomodidad que sienten los militares” durante las operaciones de seguridad y su “falta de preparación” (Celso Amorim, entrevistado por CartaCapital el 16 de febrero) hacia las afirmaciones de que la intervención ayuda al imperialismo al desmoralizar a las fuerzas armadas. Esta fue la advertencia enunciada por Saturnino Braga en un artículo publicado por ConversaAfiada, “El desastre en la Intervención es el juego de EUA”. También han existido pedidos para el uso de la ley antiterrorista draconiana de Rousseff ante la ejecución de Franco (Alex Solnik, Brasil247: “Marielle fue puesta en la mira por un ataque terrorista”).

Con el peso del declive de la democracia burguesa, las posiciones reformistas del PSOL también se están convirtiendo en un apoyo para la represión, que, esencialmente, no es diferente del apoyo del PT. Cuando comenzó la intervención, el partido pidió “más integración entre las agencias de seguridad” y “el cumplimiento por parte del gobierno federal de sus obligaciones para frenar el tráfico internacional de drogas y armas”.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 21 de marzo de 2018)

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