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Perspectiva

Un “cese al fuego” en la debacle de Washington en Afganistán

El secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, confirmó el viernes que Washington y los talibanes han acordado una semana de “reducción de la violencia” en Afganistán, comenzando por el primer paso hacia la firma de un acuerdo de paz a fines del mes en la capital qatarí de Doha.

Tal acuerdo ostensiblemente abrirá paso al retiro de tropas estadounidenses y el fin de la guerra más larga en la historia estadounidense, iniciada hace más de 18 años con la invasión ilegal de Afganistán el 7 de octubre de 2001. A cambio, los talibanes se comprometen a prevenir que elementos de Al Qaeda operen en el país.

Aldeanos afganos rezan frente a la tumba de una de las 16 víctimas asesinadas a tiros por un soldado estadounidense en el distrito Panjwai de la provincia Kandahar al sur de Kabul, Afganistán, 2012 (AP Photo/Allauddin Khan)

Desde ese día, casi 2.400 tropas estadounidenses han perdido sus vidas en la guerra de Afganistán, casi 10 veces ese número sufrieron heridas y muchos más viven con estrés postraumático por ser enviados a una mugrienta guerra colonial. El costo de esta “guerra interminable” ha alcanzado aproximadamente $1 billón. En su apogeo, el Pentágono estaba derrochando aproximadamente $110 mil millones al año, aproximadamente 50 por ciento más que el presupuesto federal anual de EE. UU. en educación pública.

Para el pueblo afgano, el costo ha sido mucho mayor. Según estimados conservadores, más de 175.000 han sido asesinadas directamente por la violencia y cientos de miles han quedado heridos, mientras que millones fueron desplazados de sus hogares.

Esta carnicería ha continuado hasta el anuncio del cese al fuego parcial el viernes. Prácticamente todos los meses del año han sido testigos de reportes de masacres de civiles por ataques aéreos estadounidenses. Cinco civiles, una mujer y cuatro niños, murieron por bombas estadounidense en la provincia de Badghis el 6 de febrero. El 7 de febrero, la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán reportó que tres civiles fallecieron y otro quedó herido en un bombardeo estadounidense. Todos eran estudiantes universitarios que volvían a casa de un funeral. El 8 de febrero, cinco civiles murieron en un ataque aéreo contra un vehículo en la provincia de Farah. Otros ocho murieron en un bombardeo estadounidense en a provincia de Nangrahar el 14 de febrero.

El trágico enfrentamiento de Afganistán con el imperialismo estadounidense no comenzó en 2001, sino que se remonta más de 40 años hasta fines de los años setenta, cuando el Gobierno demócrata de Jimmy Carter y la CIA orquestaron una insurgencia islamista de muyahidines contra el Gobierno respaldado por la Unión Soviética en Kabul. Su objetivo, en las palabras del asesor de seguridad nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, era darle a la Unión Soviética “su Vietnam”.

Por supuesto, fueron los afganos las principales víctimas de esta intervención encubierta, llamada “operación Ciclón” por la CIA y que desató una prolongada guerra civil cuyas víctimas superan el millón.

La guerra dio origen a los talibanes, un movimiento islamista basado en el estudiantado que obtuvo control de la gran mayoría de Afganistán en 1996. Y, si bien Washington nunca estableció relaciones diplomáticas formales con su Gobierno, sabía que los líderes de los talibanes eran hombres con los que “se puede hacer negocios”. El enviado especial del Gobierno de Trump para Afganistán, Zalmay Khalizay, quien negoció el acuerdo actual, trabajó en los años noventa para el conglomerado energético Unocal —ahora parte de Chevron— negociando con los talibanes un acuerdo para construir un oleoducto transafgano.

Tanto antes como después del 11 de septiembre de 2001, los talibanes le ofrecieron cooperar con Washington para enjuiciar a Osama bin Laden. Los oficiales estadounidenses rechazaron toda apertura, pese a que la CIA sin duda tenía sus usos para Al Qaeda, cuyo origen fue parte de la operación de los muyahidines de la agencia en los años ochenta.

La intervención en Afganistán, planeada mucho antes que el 11 de septiembre de 2001, no fue librada para perseguir una “guerra contra el terrorismo”, sino para proyectar el poderío militar estadounidense en el centro y sur de Asia en busca de intereses geoestratégicos, controlar un país vecino de las repúblicas exsoviéticas y ricas en petróleo del mar Caspio, así como de China.

La guerra en busca de estos objetivos fue una guerra de agresión, una violación del derecho internacional que dio paso a toda una serie de otros crímenes: masacres, entregas de prisioneros y tortura, Guantánamo y los “sitios clandestinos” de la CIA, así como la Ley Patriota de EE. UU. y un ataque generalizado contra los derechos democráticos dentro del país.

Al final esta guerra ha resultado en una debacle absoluta. Si todo lo que Washington quería era un acuerdo con los talibanes para expulsar a Al Qaeda y otras fuerzas similares de Afganistán, pudo haber sido logrado hace dos décadas sin enviar a un solo soldado.

¿Qué compró el billón de dólares que gastó Washington en esta guerra en vez de atender las urgentes necesidades sociales? El Gobierno, descrito por los propios oficiales estadounidenses como una “cleptocracia”, controla una parte pequeña del país y es odiado por la mayoría de su población. Se confirma su carácter de títere al ser excluido de las negociaciones entre EE. UU. y los talibanes.

Los resultados de la última elección celebrada en septiembre con una participación históricamente baja de menos de 25 por ciento fueron anunciados esta semana en medio de acusaciones de flagrante fraude. El candidato de oposición Abdullah Abdullah, instalado como CEO tras la última elección fraudulenta, se ha rehusado a aceptar la legitimidad del presidente Ashraf Ghani y ha prometido que establecerá un Gobierno paralelo, complicando severamente las negociaciones propuestas entre afganos para “un cese al fuego comprensivo y permanente y una ruta política futura para Afganistán” que supuestamente seguirán al acuerdo entre EE. UU. y los talibanes.

En cuanto a las fuerzas de seguridad afganas, sufriendo graves derrotas, han probado ser incapaces de resistir contra los talibanes sin un apoyo aéreo intenso y “asesores” de las fuerzas especiales estadounidense. El número de ataques “internos”, en que los soldados afganos atacan a sus entrenadores estadounidenses y de la OTAN, han continuado aumentando.

Después de que se gastaran más dólares ajustados a la inflación en la reconstrucción de Afganistán de lo que se asignó para todo el Plan Marshall de recuperación de Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, Afganistán sigue siendo uno de los países más pobres del planeta, con más de la mitad de la población viviendo bajo la línea de pobreza oficial de un dólar por día.

No está nada garantizado que el acuerdo del viernes culminará en el fin de la presencia militar estadounidense en Afganistán. Un acuerdo similar que iba a ser firmado en Camp David en septiembre del año pasado fue cancelado en último momento por Trump, bajo el pretexto de que un atentado talibán había cobrado la vida de un soldado estadounidense.

Mientras que Trump sin duda pretende presentar cualquier acuerdo como el cumplimiento de su promesa de campaña en 2016 de acabar las “guerras interminables” de EE. UU., el año pasado anunció un retiro completo de las tropas estadounidenses de Siria con el mismo fin, solo para retroceder y ordenar que las unidades del Ejército de EE. UU. tomaran control de los yacimientos petroleros del país. Más allá, tanto los políticos demócratas como los republicanos han llamado a mantener una fuerza “antiterrorista” en suelo afgano.

Independientemente del resultado final, el acuerdo entre EE. UU. y los talibanes no será el albor de la paz, ni en Afganistán ni internacionalmente. El país seguirá siendo un campo de batalla entre caudillos y milicias rivales, así como entre ambas potencias regionales por dominar Kabul —Pakistán e India—. EE. UU., Rusia y China seguirán persiguiendo sus intereses rivales en el país, exacerbando las tensiones internas.

Más allá, el ímpetu a favor de un retiro estadounidense de Afganistán está vinculado a la doctrina estratégica planteada por la Casa Blanca y el Pentágono en que la “guerra contra el terrorismo” ha sido reemplazada por los conflictos “entre grandes potencias” como foco de las operaciones militares estadounidenses. El supuesto giro para poner fin a la guerra más larga de EE. UU. está asociado con la preparación para el que sería el enfrentamiento militar más catastrófico con las potencias nucleares de Rusia y China.

No es una coincidencia que el anuncio de un acuerdo limitado con los talibanes se produzca el mismo día en que las primeras 20.000 tropas estadounidenses estén llegando a Europa para los ensayos de guerra más grandes en el continente en un cuarto de siglo, simulando una guerra de agresión contra Rusia.

La guerra en Afganistán, así como aquella librada en Irak, estuvo basada en mentiras. Una de las exposiciones más importantes de estas mentiras, dichas por presidentes, tanto demócratas como republicanos, así como generales y reproducida por la servil prensa corporativa, fue hecha pública por la valiente denunciante del Ejército, Chelsea Manning y el editor de WikiLeaks, Julian Assange. Ambos se encuentran encarcelados. Assange se enfrenta en Londres a una extradición a EE. UU. donde hay cargos de espionaje y una posible cadena perpetua en su contra. Manning está capturada indefinidamente y sin cargos en Virginia por rehusarse a rendir testimonio contra Assange.

Sin embargo, aquellos responsables por las guerras criminales en Afganistán e Irak nunca han sido llamados a rendir cuentas. Esa es la tarea de la clase obrera en EE. UU. e internacionalmente, movilizando su fuerza independiente en lucha contra las guerras y el sistema capitalista que les da origen.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 22 de febrero de 2020)

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[3 marzo 2016]

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