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Perspectiva

Las tropas estadounidenses regresan a Afganistán según se desintegra el régimen

Los primeros de los 3.000 soldados y marines estadounidenses que el Gobierno de Biden ordenó regresar a Afganistán comenzaron a llegar en el aeropuerto internacional de Kabul el viernes, cuando el Talibán tomaba seis capitales provinciales más de Afganistán, llevando el total a 18.

Un miembro de las fuerzas de seguridad afganas camina en la extensa base aérea Bagram después de la salida del ejército estadounidense, provincia de Parwan al norte de Kabul, Afganistán, 5 de julio de 2021 (AP Photo/Rahmat Gul)

Otras 4.000 tropas estadounidenses fueron enviadas a Kuwait para un posible despliegue rápido a Afganistán. Mientras tanto, Reino Unido está enviando a 600 soldados propios.

El supuesto propósito de estas operaciones es la evacuación del personal estadounidense y británico de Afganistán, lo que el Pentágono clasifica como una “operación de evacuación de no combatientes” o NOE (por sus siglas en inglés). No se ha informado la duración del despliegue en este país devastado por la guerra. Sin embargo, no cabe duda de que la misión forma parte de un intento desesperado de atajar, al menos temporalmente, la toma de Kabul por parte del Talibán.

Ciertamente el pretexto de rescatar al personal estadounidense de supuestas amenazas ya ha sido utilizado para librar guerras y operaciones de cambio de régimen, como ocurrió en Granada y Panamá en los años ochenta. Y el despliegue se produce además de los bombardeos estadounidenses contra el avance talibán con bombarderos estratégicos B-52, drones, aviones cañoneros AC-130, y jets de caza desde portaviones, causando importantes bajas tanto entre combatientes y civiles.

Mientras tanto, los oficiales estadounidenses han advertido repetidamente al Talibán que “cualquier Gobierno impuesto a la fuerza será un Estado paria”. ¡Cuánta hipocresía! Como si el régimen títere en Kabul no fuera impuesto a través de la abrumadora fuerza militar de EEUU.

Independientemente de las tácticas avanzadas por el ejército y el aparato de inteligencia de EE.UU., la reconquista de Afganistán por el imperialismo estadounidense necesitaría más que unos cuantos miles de soldados, y conllevaría una carnicería que eclipsaría el asesinato masivo de los últimos 20 años.

Washington se enfrenta a un impresionante desastre histórico a una escala no vista desde que la caída de Saigón en 1975 obligara a los últimos estadounidenses en Vietnam a escapar en helicópteros del techo de la Embajada. Los reportes de la Embajada estadounidense en Kabul indican que el personal está destruyendo documentos y computadoras.

Cada vez más, se hace la comparación con Vietnam dentro de la élite gobernante estadounidense. El líder republicano del Senado de EE.UU. declaró el jueves, “Las decisiones de Biden nos tienen encaminados hacia una peor segunda parte a la humillante caída de Saigón en 1975”.

También ha habido una campaña cada vez mayor en la prensa a favor de reanudar la intervención estadounidense. El Washington Post escribió el viernes en un editorial que “La retirada precipitada de Biden, así como su negativa a ofrecer asistencia significativa al Gobierno de Afganistán, amenaza con un desastre”.

Esto fue seguido por una columna en el mismo Post escrita por Max Boot, un partidario fanático de las guerras imperialistas de EE.UU. en todas partes, que insiste: “La única cosa que puede evitar una mayor calamidad es que Biden tenga la voluntad de reconsiderar su decisión incorrecta y que envíe aviones y asesores estadounidenses de vuelta a Afganistán para apuntalar las fuerzas gubernamentales antes de que caiga Kabul”.

Mientras tanto, Foreign Policy, publicó un artículo que afirma que, “El retiro estadounidense de Afganistán podría continuar. Pero debería iniciar una nueva intervención militar”. Esto es posible, argumenta, si Washington, “simplemente cambia su relato sobre el propósito de las acciones militares” de contrainsurgencia a una intervención “humanitaria” para proteger a los civiles.

Los republicanos derechistas, los belicistas demócratas y la prensa corporativa han unido fuerzas para afirmar que la cuestión crucial en Afganistán son los derechos de las mujeres, en un país en el que la gran mayoría de las mujeres tienen dificultades a diario para hallar suficiente comida para ellas y sus hijos.

Las prescripciones de otra “avanzada” militar y los intentos cínicos de Washington de iniciar una campaña sobre “quién perdió Afganistán” no pueden ocultar la magnitud de la derrota humillante sufrida por el imperialismo estadounidense.

Las últimas semanas han rendido testimonio del colapso completo de las fuerzas de seguridad del régimen afgano que el Pentágono entrenó y armó por 20 años y organizó a un coste de casi $90 mil millones, y que supuestamente iban a librar una guerra de contrainsurgencia de varias décadas después del retiro estadounidense, el cual formalmente tiene programado llevarse a cabo el 31 de agosto.

Las fuerzas de seguridad se han rendido en una ciudad tras otra sin dar batalla. Las tropas afganas se han rendido y se han quitado los uniformes para reincorporarse a la población civil o, en muchos casos, a unirse a la insurgencia.

Los oficiales han afirmado que el problema es la falta de “voluntad” de las fuerzas de seguridad afganas y sus líderes. “Necesitan luchar por sí solos, luchar por su nación”, declaró Biden más temprano esta semana.

Lo que ha quedado abundantemente claro es que las masas afganas, incluyendo a los soldados y policías privados de sueldos, comida y provisiones después de que los políticos y sus comandantes se robaran los salarios y las provisiones, han concluido que el Afganistán dejado por la ocupación estadounidense no es “su nación”.

La ocupación de veinte años y el gasto de más de un billón de dólares han dejado a Afganistán empobrecido, subdesarrollado y sumido en niveles extremos de desigualdad social. Al menos el 70 por ciento de la población vive con menos de un dólar por día, mientras que cientos de familias vinculadas al Gobierno se han vuelto inmensamente ricas de la malversación de fondos de ayuda y lucrativos contratos militares. Tres cuartos de la población es rural y sobrevive a duras penas de la agricultura de subsistencia. El odio entre las masas desposeídas por los crímenes de la ocupación estadounidenses y de los millonarios y títeres estadounidenses en Kabul le ofreció al Talibán una fuente inacabable de reclutas jóvenes, sin importar a cuántos mate el ejército estadounidense.

El régimen de Kabul se encuentra liderado por políticos corruptos desde el exilio, con más de un pasaporte en sus bolsillos. Algunos ni siquiera pueden hablar ni pastún ni el persa darí, los principales idiomas del país. El presidente Ashraf Ghani y sus lacayos les deben sus puestos a las elecciones amañadas en las que participó una fracción de la población y que fueron respaldadas por Washington.

Afganistán, al igual que Vietnam antes, ha demostrado que el imperialismo estadounidense es incapaz de ganar una guerra a punta de matanzas tras haberse cobrado al menos un cuarto de millón de víctimas. Lanzada bajo el pretexto de una “guerra contra el terrorismo” tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, en pocos meses la intervención estadounidense pasó de ser una cacería de Al Qaeda —en sí un monstruo de Frankenstein creado con la ayuda de la CIA en la década de 1980— a una guerra contra la población, en la que cualquier persona considerada una amenaza para la ocupación estadounidense era tratada como “terrorista”, encarcelada, torturada y ejecutada sumariamente.

La debacle en Afganistán señala el fracaso no solo de la guerra más larga de Washington, sino de toda una política global llevada a cabo por el imperialismo estadounidense durante más de tres décadas.

Tras la disolución de la Unión Soviética por parte de la burocracia estalinista de Moscú en 1991, la élite gobernante estadounidense llegó a la conclusión de que no había nada que se interpusiera en el camino del uso por parte de Washington de una superioridad militar abrumadora para afirmar su dominio sobre regiones estratégicas del planeta: en primer lugar Afganistán, en el centro del continente euroasiático y a las puertas de la cuenca del Caspio y sus enormes reservas de energía, y después Irak, con las quintas mayores reservas de petróleo del mundo.

La concepción subyacente era que, mediante una política de guerra preventiva y un militarismo desenfrenado, el capitalismo estadounidense podía revertir el declive a largo plazo de su hegemonía económica mundial. Sus victorias militares iniciales en Afganistán e Irak han resultado ser pírricas en el mejor de los casos. Mediante el gasto de billones de dólares, el sacrificio de las vidas de más de 7.000 soldados estadounidenses y la matanza de más de un millón de afganos e iraquíes, Washington no consiguió en ninguno de los dos países imponer un régimen que pudiera asegurar sus intereses.

En 1989, cuando las fuerzas soviéticas abandonaron Afganistán tras una década de guerra que se cobró la vida de 15.000 soldados del Ejército Rojo, Washington lo consideró una victoria y más tarde lo celebró como una contribución al colapso de la Unión Soviética.

Zbigniew Brzezinski, el asesor de seguridad nacional fanáticamente anticomunista del presidente Jimmy Carter, había iniciado en 1978 la política de fomentar una insurgencia islamista contra el régimen respaldado por los soviéticos en Kabul para infligir a Moscú lo que describió como su “propio Vietnam”.

En 1998, tras una guerra civil en Afganistán que se cobró la vida de hasta dos millones de personas, Brzezinski dijo a un entrevistador que no se arrepentía: “¿Qué es más importante para la historia del mundo? ¿Los talibanes o el colapso del imperio soviético? ¿Algunos musulmanes agitados o la liberación de Europa central y el fin de la Guerra Fría?”.

Washington celebró la derrota sufrida por el Ejército Rojo en Afganistán —conocido como el “cementerio de los imperios”— considerándolo un factor en la desaparición de la Unión Soviética. Sin embargo, los medios de comunicación estadounidenses no han intentado analizar la debacle sufrida por el imperialismo estadounidense en el mismo país desde un punto de vista similar.

Ha dejado al descubierto la bancarrota no solo del régimen de Kabul, sino también del de Washington. Dos décadas después de la invasión de Afganistán, la sociedad estadounidense se caracteriza por los niveles asombrosos de desigualdad social, la avanzada decadencia de las formas democráticas de gobierno, reflejada violentamente en el intento de golpe de Estado del 6 de enero, y una política homicida de la élite gobernante estadounidense en respuesta a la pandemia del COVID-19 que ha matado a más de 600.000 estadounidenses. Las décadas de guerra ininterrumpida y las medidas antidemocráticas impuestas bajo el pretexto de la “guerra contra el terrorismo” han creado el andamiaje para una dictadura de Estado policial.

La historia ha demostrado que la derrota de una potencia imperialista en una guerra abre las puertas a la revolución social. Mientras que la respuesta del imperialismo estadounidense a los sucesos de Afganistán será la de intensificar sus preparativos para guerras mucho más peligrosas, incluso contra China y Rusia, que cuentan con armas nucleares, la debacle afgana y el descrédito de la política de los demócratas y republicanos no hará más que fortalecer el creciente movimiento de la clase obrera estadounidense.

La cuestión decisiva es la de construir una nueva dirección revolucionaria que pueda movilizar a la clase obrera en Estados Unidos y a nivel internacional en una lucha revolucionaria contra la guerra y el sistema capitalista que es su origen.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 13 de agosto de 2021)

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