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La victoria electoral del Partido de los Trabajadores contra Bolsonaro y la lucha que enfrenta la clase obrera brasileña

Apenas una semana después de la victoria electoral del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores (PT) contra el presidente fascistoide de Brasil, Jair Bolsonaro, por el margen más estrecho en la historia del país, el PT y los demás representantes de la clase dominante están repitiendo una mantra que dice que todos los peligros invocados como pretexto para formar un frente amplio autoproclamado “democrático” y hasta “antifascista” liderado por el PT se han disipado repentinamente.

Profesores y empleados públicos manifestándose en São Paulo.

Desde el anuncio de los resultados por parte del Tribunal Electoral (TSE), el PT ha descartado como insignificante el hecho de que Bolsonaro no haya reconocido la victoria de Lula. Hasta el momento, el presidente en funciones se ha abstenido de hacer acusaciones abiertas de fraude en el conteo de votos y autorizó el inicio de conversaciones de transición con el equipo designado por el presidente electo, encabezado por el vicepresidente electo, Geraldo Alckmin.

Las proclamas del PT y los medios corporativos sobre el “fin” del bolsonarismo comenzaron mucho antes de cualquier declaración del presidente fascista, quien hizo su primera declaración pública, agradeciendo a sus seguidores sin reconocer la derrota, solo 45 horas después de que se anunciaran los resultados. Mientras tanto, los magnates de la agroindustria que lo apoyan ordenaron cientos de bloqueos de carreteras en todo el país en un intento de provocar una intervención de las Fuerzas Armadas a favor de Bolsonaro.

A las pocas horas de la proclamación del TSE, incluso el diario conservador Estado de S. Paulo proclamó en un triunfal editorial que “Brasil ya no es un paria” a nivel internacional, reflejando una de las mayores preocupaciones del PT y de la burguesía en su conjunto con el gobierno de Bolsonaro, que vieron como un impedimento para los intereses globales del capitalismo brasileño.

Esto fue seguido por columnistas que se apresuraron a asegurar a sus lectores que la aplastante derrota del PT ante los partidarios derechistas de Bolsonaro en las elecciones al Congreso hace apenas un mes sería irrelevante, ya que los partidos corruptos de Brasil preferirían un regateo político con el nuevo presidente que apoyar las conspiraciones golpistas de Bolsonaro.

La narrativa delirante sobre la derrota del bolsonarismo en Brasil llegó inevitablemente a la Bolsa de Valores de São Paulo, que experimentó una rápida apreciación desde su apertura el lunes pasado. La medida fue, ante todo, una señal de confianza en que las anémicas promesas de reforma del PT serán descartadas por el nuevo gobierno en nombre de la austeridad fiscal y la obtención de intereses lucrativos. Pero también expresó confianza en la capacidad del PT y otros sectores de la burguesía para enterrar la amplia percepción de la población sobre la crisis existencial del capitalismo brasileño, de la cual las políticas fascistas de Bolsonaro son solo la expresión más aguda.

Nada más lejos de la realidad. Bolsonaro no ha reconocido al gobierno electo, insistiendo a sus seguidores que hará “lo que sea necesario” para evitar que Lula gobierne. El vicepresidente Hamilton Mourão dijo que el “error” de la extrema derecha fue permitir que Lula se postulara en primer lugar, declarando ilegítimo al nuevo gobierno. El jefe de la agencia de inteligencia del país, general Augusto Heleno, lamentó públicamente que Lula no esté enfermo, como aseguran los bolsonaristas, y reveló que su agencia está espiando el estado de salud del presidente electo. Burlándose del presidente electo como un 'borracho', proclamó que Brasil nunca podría tener un 'futuro mejor' en manos de Lula.

Además, la experiencia reciente del intento de golpe de estado del 6 de enero de 2021 en Washington por parte del expresidente Donald Trump muestra que el inicio de la transición no significa el fin de la amenaza de la extrema derecha. En EE. UU., Trump actuó hasta el último minuto para evitar la asunción del presidente electo Joe Biden, incluso cuando cumplió con su “deber formal” de permitir las conversaciones de transición. Como se reveló más tarde, contó con el apoyo de poderosas facciones del aparato militar, que negaron la protección al Congreso de los EE. UU. de las hordas fascistas, mientras hacían sus cálculos políticos sobre la posibilidad del triunfo de Trump.

En Brasil, no es ningún secreto que Bolsonaro está siguiendo el guión de Trump. Su hijo Eduardo fue un observador cercano de los eventos del 6 de enero, participando en reuniones del círculo íntimo de Trump en Washington mientras se desarrollaba el intento de golpe.

Si algo difiere de las circunstancias inmediatas del intento de golpe en EE. UU., es que Bolsonaro tiene un apoyo aún más directo dentro del Estado y especialmente de su aparato represivo. Las Fuerzas Armadas se han aliado desde hace meses con el presidente en cuestionar las urnas electrónicas organizando un “recuento paralelo” de la votación. El día de la segunda vuelta, la Policía Federal de Carreteras se movilizó para obstaculizar el tránsito de votantes en estados que son bastiones electorales del PT. En los días que siguieron, los policías fueron grabados en videos de todo el país brindando apoyo a los bloqueos de carreteras e incluso saludando a los manifestantes golpistas.

El viernes pasado, un informe de CNN expuso el estado de extrema tensión dentro de las instituciones estatales de Brasil, afirmando que al menos una de las ramas de las fuerzas armadas había expresado su apoyo a Bolsonaro si decidía desafiar al TSE por los resultados, pero que la medida había sido impedida por la oposición del Ejército. Las declaraciones de “fuentes militares” anónimas a CNN indican amenazas obvias en el futuro: se discutió un golpe de Estado, y no se avaló por ahora, pero los jefes de las fuerzas armadas continúan reservándose el derecho de decidir el destino de las autoridades civiles.

Como han demostrado las acciones espontáneas de los trabajadores que rompieron las barricadas golpistas, existe una amplia oposición dentro de la clase trabajadora brasileña a las protestas pro-Bolsonaro y al golpismo. Es el miedo de este movimiento independiente lo que explica tanto el aluvión de declaraciones del establishment político y de la prensa asegurando que “todo está bien” como la rápida acción de los gobernadores aliados a Bolsonaro, que enviaron tropas antidisturbios para despejar los caminos bloqueados por los conspiradores golpistas. Como ha explicado el WSWS, el PT, al igual que el Partido Demócrata en los EE. UU., teme la movilización independiente de la clase trabajadora, que inevitablemente desafiará todo el capitalismo podrido, mucho más que la amenaza del fascismo y la dictadura.

En estas condiciones, la alianza del PT con los elementos más derechistas que formaban parte de la coalición gobernante de Bolsonaro y su entusiasmo por el empleo violento del aparato represivo contra los bloqueos golpistas se convierte en un elemento más de inestabilidad política. Incapaz de apelar a los trabajadores para que actúen contra la extrema derecha, y hostil incluso a cualquiera de sus facciones internas o 'movimientos sociales' que lo hagan, el PT está organizando la transición del gobierno de tal manera que se vuelve cada vez más rehén de la extrema derecha, la policía y el ejército.

Un nuevo gobierno de Lula, en la medida en que sea capaz de asumir, nace con una espada en la cabeza. Inevitablemente, seguirá los pasos de los otros gobiernos de la llamada nueva “marea rosa” en todo el continente, que están presidiendo un crecimiento sin precedentes de la desigualdad social y un fortalecimiento masivo del aparato estatal represivo.

Para apaciguar a la extrema derecha en Chile, el recién elegido presidente Gabriel Boric extendió la brutal militarización antiindígena del sur del país, al tiempo que elogiaba el imperialismo estadounidense y promovía la “solidaridad” con el gobierno infestado de neonazis en Ucrania. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, envió tropas contra los maestros en huelga apenas 10 días después de asumir el cargo en agosto, y luego recibió al secretario de Estado de los EE.UU. Anthony Blinken para reafirmar el estado de su país como un “principal aliado no-miembro de la OTÁN” y como la cabeza de puente imperialista en el continente desde hace décadas.

En Bolivia, el gobierno de Luis Arce está acorralado por la oligarquía de Santa Cruz, que ahora obliga al gobierno a prohibir las exportaciones de alimentos para evitar la escasez. En Argentina, el peronismo preside una pobreza disparada por una inflación del 100 por ciento anual, que no ha impedido que la extrema derecha intente asesinar a la vicepresidenta Cristina Kirchner. Finalmente, el presidente de Perú, Pedro Castillo, en este momento se apoya casi exclusivamente en las fuerzas armadas ante la virulenta oposición de la extrema derecha en el parlamento y el abandono de su gobierno por parte de la clase obrera, de la que se esconde fortaleciendo el palacio presidencial.

El Partido de los Trabajadores de Brasil, que se esfuerza día y noche para asegurar que formará una administración libre del control del partido y dominada por la vieja derecha que alguna vez dijo luchar en contra, conformada por el antiguo adversario electoral de Lula y ahora vicepresidente electo Geraldo Alckmin. Inevitablemente, este nuevo gobierno, seguirá un curso similar.

En Brasil, como internacionalmente, el resurgimiento de la extrema derecha tiene su origen en la profundización sin precedentes de las contradicciones fundamentales del capitalismo. Como fenómeno político, fue generado fundamentalmente por la actuación de los partidos oficiales, muchas veces liderados por la “izquierda”. Estos partidos abandonaron hace mucho tiempo cualquier promesa de reforma social y promovieron la devastación social y la profundización de la desigualdad a escala global a niveles no vistos desde antes de la Primera Guerra Mundial. En los países imperialistas promovieron una escalada bélica que devastó países enteros, la cual fue acompañada internamente por un reforzamiento masivo de los aparatos de represión y vigilancia interna.

Las primeras décadas del siglo XXI vieron resurgir toda la podredumbre y la inmundicia del siglo pasado, con las tendencias fascistas como su expresión política más aguda. El recurso de la burguesía internacional a las políticas de extrema derecha se basa en su incapacidad para ofrecer una solución progresista a estas contradicciones, recurriendo en cambio a la represión violenta de la oposición de la clase obrera.

El PT fue el principal impulsor de la normalización de la extrema derecha brasileña. Bolsonaro formó parte de la coalición gobernante del PT durante casi una década, mientras que la expresidenta del PT Dilma Rousseff le dio rienda suelta a Mourão después de que coordinó un homenaje oficial a un infame torturador en la dictadura respaldada por Estados Unidos entre 1964 y 1985 en el país. El general Heleno, que predica la muerte de Lula, comandó la criminal intervención de la ONU en Haití, a la que se sumó con entusiasmo el gobierno de Lula.

Pero más fundamentalmente, la extrema derecha ha explotado la devastación social producida por el fin catastrófico de las políticas “nacionalistas” y proteccionistas del PT en los años 2015-2016, así como la desorientación política producida por décadas de represión de la lucha de clases por parte del partido.

Las ilusiones nacionalistas promovidas por el PT iban en contra de toda la experiencia histórica del siglo XX. Sintetizada por el marxismo en la Teoría de la Revolución Permanente de León Trotsky, esta historia demostró que, en países de desarrollo capitalista tardío como Brasil, la resolución de las mínimas tareas democráticas que en siglos anteriores había logrado la burguesía revolucionaria dependería de la toma del poder por la clase obrera y la iniciación de medidas socialistas.

Además, estas ilusiones nacionalistas descansaban en el breve período de reformas basadas en el estado nacional que siguió a la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Estas reformas se basaron fundamentalmente en la estabilización temporal del capitalismo posibilitada por la represión estalinista de la revolución socialista en la Europa de posguerra y el papel hegemónico de Estados Unidos como potencia imperialista.

Tal como predijo la Cuarta Internacional, tales condiciones pronto darían paso a una renovada crisis capitalista en la que la burguesía buscaría revertir todas las concesiones dadas a los trabajadores, involucrándose en una nueva carrera por la repartición del mundo, que ahora se expone en el impulso hacia la guerra mundial.

En el centro de la promoción de las ilusiones nacional-reformistas, incluso más que la burocracia sindical en torno a Lula y los herederos del estalinismo, se encontraba una serie de corrientes revisionistas lideradas por renegados que se habían separado de la Cuarta Internacional en décadas anteriores, encabezadas por individuos como el argentino Nahuel Moreno y el francés Pierre Lambert. Tales corrientes, ahora agrupadas en partidos como el PSTU y el PSOL, argumentaron en medio de la crisis prerrevolucionaria que condujo a la caída de la dictadura de 1964-1985 que un partido como el PT, basado en los sindicatos y hostil al marxismo, podía ser un vehículo para el socialismo.

A lo largo de las dos décadas desde su formación hasta su asunción de la presidencia, el PT, apoyándose en las justificaciones “teóricas” proporcionadas por los revisionistas, prometió a la clase obrera brasileña que podría construir un estado de bienestar e incluso el socialismo exclusivamente por la vía electoral, y sobre todo sin tocar la estructura del estado burgués. Incluso los “movimientos sociales” aparentemente radicales vinculados al PT, como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), han operado siempre dentro de los estrechos límites de la sacrosanta “Constitución de 1988” que sustituyó a las leyes de la dictadura, buscando exclusivamente ejercer presión a los estados burgueses para implementar una u otra ley inservible sobre los límites al reino absoluto de los intereses de lucro de los capitalistas.

Como era completamente predecible, luego de la asunción del PT al poder a nivel nacional, la segunda década del siglo XXI vio el colapso de las efímeras condiciones del auge de las materias primas que permitieron al primer gobierno de Lula patrocinar programas mínimos de alivio de la pobreza.

Ahora que ha regresado al poder, la principal preocupación del PT es evitar que la clase obrera libre una lucha independiente contra la amenaza de la dictadura. La situación actual sin precedentes revela que estas contradicciones han llegado a un punto de inflexión. A pesar del bombardeo de propaganda sobre la “fortaleza de las instituciones de Brasil”, decenas de millones de trabajadores se dan cuenta de que el país está al borde de la guerra civil y enfrenta una crisis capitalista mundial intratable.

La clase obrera brasileña se encuentra en una encrucijada. Si se le permite gobernar, Lula encabezará un régimen de aguda inestabilidad y será rehén de la extrema derecha, que estará esperando una nueva oportunidad para atacar. Pero la crisis actual es fuente no sólo del crecimiento de la extrema derecha. Plantea, sobre todo, la necesidad y posibilidad de derrocar al capitalismo a través de la revolución socialista internacional.

Para que esta posibilidad se realice, la tarea central de la clase obrera es una ruptura decidida y consciente con el PT y sus satélites políticos en la pseudoizquierda y los sindicatos, quienes tienen la responsabilidad principal del camino político que ha llevado al estancamiento actual.

Esto significa construir una dirección socialista e internacionalista que rechace y se oponga a todas las falsas pretensiones de soluciones nacionalistas promovidas por el PT y todos los gobiernos capitalistas. Esta dirección debe construirse como una sección brasileña del Partido Mundial de la Revolución Socialista, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional.

(Publicado originalmente en inglés el 8 de noviembre de 2022)

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