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Perspectiva

La lógica de clases de la ley antihuelga de Washington contra los ferroviarios

Ante la imposición unilateral de un contrato a 120.000 trabajadores ferroviarios por parte del presidente Biden y ambos partidos del Congreso, el refrán constante de todos en Washington es que era necesario para proteger a las “familias de clase trabajadora”. El impacto de una huelga nacional ferroviaria en la economía, advirtieron, sería de $2 mil millones por día y provocaría importantes desabastecimientos de bienes necesarios.

Si bien no se vio reflejado en los medios capitalistas, que se dedicaron a fabricar una opinión pública opuesta a los ferroviarios, la clase obrera respondió con desdeño a estas advertencias. Los trabajadores apoyaban una huelga ferroviaria y querían unirse a los ferrocarrileros para luchar por niveles de vida dignos. La lucha de los ferroviarios forma parte de la mayor ola de luchas obreras en generaciones.

El costo de una huelga para las “familias de clase trabajadora” es una variación de una mentira más amplia repetida durante los últimos dos años, que atribuye el aumento en el coste de la vida a los aumentos salariales de los trabajadores. Según esta teoría, la inflación desenfrenada es causada por una “espiral de precios y salarios”, es decir, los aumentos salariales para compensar por la inflación tan solo están impulsando la inflación aún más hacia arriba. Los políticos y economistas han insistido en que la única manera de frenar este círculo vicioso es contener los aumentos salariales.

Pero, en las trastiendas, admiten que es una mentira que coloca la realidad de cabeza. Esto fue demostrado por un aviso reciente a los inversores del banco suizo UBS, que fue reportado por The Hill, reconociendo que “la expansión de los márgenes”, es decir, las ganancias de las mayores corporaciones, es el principal componente de la inflación, no los aumentos salariales.

“Los costes laborales por unidad, calculados por el Departamento de Trabajo para determinar cuánto pagan las empresas por la mano de obra de sus bienes y servicios, han sido superados por las ganancias durante varios trimestres”, informó The Hill. El medio de comunicación también citó un informe del Banco de Pagos Internacionales, según el cual se ha exagerado mucho el peligro de una “espiral de precios y salarios”.

Sin tomar en cuenta la inflación, los salarios han aumentado, en medio de una escasez masiva de la mano de obra causada por la pandemia, entre un 4 y un 5 por ciento en los últimos dos años. Sin embargo, la inflación ha sido mucho mayor, alcanzando un máximo de más del 9 por ciento y situándose actualmente en el 7,7 por ciento. Mientras tanto, las ganancias en Estados Unidos alcanzaron un nuevo máximo de 2,522 billones de dólares en el segundo trimestre de 2022, mientras que los márgenes de ganancia se han disparado hasta el 15,5 por ciento, los niveles más altos desde 1950, según cifras del Departamento de Comercio publicadas en agosto.

Las grandes empresas han aprovechado de los desabastecimientos relacionados con la pandemia y agravados fuertemente por la guerra de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia en Ucrania y la escalada contra China, para manipular los precios sin control. Como es bien sabido, el aumento de los precios de la gasolina tras el inicio de la guerra se produjo a pesar de que el precio del crudo en sí se mantuvo relativamente estable. En el sector ferroviario, el más rentable de Estados Unidos, las empresas de transporte han utilizado los retrasos masivos y la congestión para justificar nuevas subidas de precios.

Esta divergencia entre los salarios y las ganancias no es una coincidencia. El capitalismo es un sistema de explotación en el que la fuente de todas las ganancias es la plusvalía extraída del trabajo de la clase obrera. La desigualdad es una característica central de este sistema.

Pero también es el resultado de políticas deliberadas llevadas a cabo por los Gobiernos de EE.UU. y del mundo, diseñadas para aumentar las ganancias frenando los aumentos salariales y atacando el nivel de vida de la clase trabajadora. La política del Gobierno de Biden no tiene nada que ver con sus frases deshonestas para consumo del público y todo que ver con los intereses de clase de los capitalistas estadounidenses.

La rápida decisión de imponer la ley antihuelga sorprendió a muchos, pero no es más que una continuación y profundización de las políticas que Biden ha perseguido durante casi dos años. Su promesa de ser el presidente más “prosindical en la historia de Estados Unidos” siempre significó que el Gobierno apoyaría a la burocracia sindical, que ha pasado décadas saboteando a los trabajadores y reprimiendo las huelgas.

La Casa Blanca mantiene una alianza corporativista con la burocracia para suprimir los salarios y los costes laborales. A principios de este año, trabajaron juntos para bloquear las huelgas en la industria de las refinerías y en los muelles de la costa oeste. El resultado es que los aumentos salariales han sido aún más bajos para los trabajadores sindicalizados que para los no sindicalizados, aproximadamente un 3 por ciento frente a un 5 por ciento.

Ahora, la burocracia sindical les está diciendo a los ferroviarios que no tienen más remedio que someterse dócilmente a la intervención del Congreso. No hablan como espectadores inocentes, sino como cómplices. Han colaborado deliberadamente con Washington para bloquear una huelga ferroviaria, primero apoyando el nombramiento por Biden de una junta de mediación en julio y luego mediante interminables retrasos de los emplazamientos de huelga autoimpuestos para que el Congreso tuviera tiempo para intervenir.

El otro elemento crítico de esta política son las fuertes subidas de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal. A pesar de su supuesta preocupación por el daño potencial a la economía de una huelga ferroviaria, la clase dominante está tratando deliberadamente de provocar una recesión a través de sus políticas monetarias.

“Reducir la inflación probablemente exigirá un periodo prolongado de crecimiento por debajo de la tendencia”, explicó el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, en un discurso en agosto. “Además, muy probablemente habrá un debilitamiento de las condiciones del mercado laboral. Si bien los mayores tipos de interés, el menor crecimiento y las condiciones más débiles del mercado laboral reducirán la inflación, también significarán más sufrimiento para los hogares y los negocios”.

Esta política, incluida la mentira propagandística sobre la necesidad de combatir la “inflación” y la supuesta “espiral de precios y salarios” utilizada para justificarla, está conscientemente basada en la política monetaria estadounidense de finales de los años setenta, conocida como el “shock Volcker”, en honor al entonces presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker. En 1979, Volcker explicó la política de forma aún más tajante que Powell cuando exigió: “El nivel de vida del estadounidense promedio tiene que bajar”.

Esto desencadenó la mayor recesión hasta ese momento desde la Gran Depresión, acabando con cientos de miles de puestos de trabajo en las fábricas en el espacio de unos pocos años. Se utilizó conscientemente como arma contra las demandas de los trabajadores de aumentos salariales que se mantuvieran al ritmo de la inflación, lo que alimentó una importante ola de huelgas a mediados de los años setenta.

El “shock Volcker” fue el comienzo de una redistribución masiva de la riqueza de abajo hacia arriba que duró décadas. Mientras que los salarios y el nivel de vida de los trabajadores se han estancado o han disminuido en los últimos 40 años, las ganancias, el valor de las acciones y la desigualdad de los ingresos han aumentado hasta alcanzar los niveles más altos jamás registrados. Este fue un proceso global, pero fue más extremo en Estados Unidos, el centro del sistema financiero mundial.

La principal respuesta del Gobierno estadounidense a la pandemia no fue llevar a cabo medidas de salud pública para salvar vidas, sino bombear billones de dólares para proteger el sistema financiero y a las grandes corporaciones del impacto económico. Estas enormes sumas de dinero, que eclipsan incluso los rescates de 2008-2009 durante la Gran Recesión, representan una inmensa deuda que solo puede pagarse mediante una mayor explotación de la clase trabajadora. El nivel de vida, que ya se encuentra al borde del abismo, tiene que reducirse aún más.

¿Cuál ha sido el resultado? Los trabajadores están siendo reducidos al nivel de esclavos industriales. Los ferroviarios ni siquiera pueden acudir al médico o pasar tiempo con su familia. “Nuestras vidas les pertenecen a los ferrocarriles”, dijo un trabajador ferroviario.

Pero la situación de los ferroviarios no es única. Las condiciones en Estados Unidos se parecen cada vez más a las del siglo diecinueve y, en algunos aspectos, son incluso peores. Hay innumerables fábricas en Estados Unidos donde es la norma trabajar semanas de 80 horas e incluso trabajar por meses sin un solo día de descanso programado. Para compensar la pérdida de trabajadores por dimisiones, lesiones o el COVID-19, se hacinan en los centros de trabajo a miles de trabajadores suplementarios con poca capacitación. Esto ha creado condiciones de trabajo inseguras que han provocado accidentes laborales espantosos, como la muerte de Steven Dierkes al caer en un crisol lleno de metales fundidos en una fundición de Caterpillar.

Esto ha impulsado una ola de huelgas y otras formas de protestas sociales, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. La respuesta de los Gobiernos, siguiendo la lógica de su política de clase, ha sido recurrir a la represión abierta. El ataque de Biden contra el derecho de los ferroviarios a la huelga tiene su contraparte en medidas similares que están adoptando los Gobiernos de todo el mundo.

De ello se desprenden tres lecciones esenciales para la clase obrera. La primera es el carácter de clase del Estado, que no es un organismo neutral que rige por encima de la sociedad, sino un “comité para la gestión de los asuntos comunes de toda la burguesía”, como dijo Marx. A medida que los trabajadores emprenden luchas en torno a sus salarios, las condiciones de trabajo y otras cuestiones básicas, se encuentran cada vez más atrapados en una lucha política con el Estado capitalista. La primera condición para una victoria en esta lucha es la completa independencia de la clase obrera de todos los partidos capitalistas, tanto de derecha como nominalmente de “izquierda”.

La segunda es que un movimiento de la clase obrera depende del desarrollo de organizaciones independientes del aparato sindical propatronal: comités de base, compuestos y controlados por los propios trabajadores, a través de los cuales puedan unificar sus luchas en todas las industrias y países. Con este fin, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional ha iniciado la formación de la Alianza Internacional Obrera de Comités de Base (AIO-CB).

La tercera lección es que los intereses sociales de la clase obrera son incompatibles con la supervivencia del sistema capitalista. El capitalismo, que hace tiempo quedó obsoleto, solo puede mantenerse a sí mismo llevando a la clase obrera al borde del abismo. Por lo tanto, la oposición de la clase obrera debe arraigarse en una perspectiva anticapitalista y socialista, basada en la reorganización de la sociedad para satisfacer las necesidades humanas, no el lucro privado.

(Publicado originalmente en inglés el 10 de diciembre de 2022)

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